De la guerra sucia al crimen político*
Tomados de La Jornada, Hernández, Helguera, El Fisgón y Rocha y El Universal, Helioflores y Naranjo,
Jenaro Villamil
MÉXICO, D.F., 29 de junio (apro).- La brutal ejecución del doctor Rodolfo Torre Cantú, candidato priista a la gubernatura de Tamaulipas, se produce en un contexto local y nacional virulento y violento.
Apenas una semana antes del primer crimen político reciente contra un candidato a gobernador, las dirigencias nacionales del PAN y del PRI se enfrascaron en una batalla declarativa que inició con todas las características de una guerra sucia: espionaje telefónico; difusión de las llamadas interceptadas a los gobernadores Fidel Herrera, Ulises Ruiz y Mario Marín; acusaciones mutuas de trampas que aplican tanto unos como otros; impunidad absoluta frente a César Nava, que presume tener más grabaciones de este tipo, y total inoperancia de los árbitros electorales estatales para frenar el uso y abuso de los recursos para favorecer a los candidatos priistas en aquellos estados que se consideran feudos de los gobernadores en turno.
Una de las características principales de toda guerra sucia es la violencia verbal y simbólica, que antecede o acompaña a la eliminación física o mediática del adversario. Las guerras sucias buscan polarizar al electorado: buenos contra malos, corruptos contra impolutos, amenazas para México contra salvadores autoasignados.
Los mercaderes de las guerras sucias, como el publicista español Antonio Solá o los mercadólogos contratados tanto por el PRI como por el PAN y su aliado circunstancial, el PRD, no ven a los rivales como adversarios electorales, sino como enemigos declarados. Los ciudadanos se transforman en espectadores pasivos de una guerra de lodo que alienta el abstencionismo e inhibe la participación politizada.
Toda guerra sucia tiene una alta dosis de pánico moral, es decir, campañas de odio y de miedo a través de spots; rumores difundidos en medios cibernéticos; medias verdades o mentiras construidas para estigmatizar al adversario y desmovilizar a los críticos; discurso gubernamental hostil ante la crítica, la disidencia o la oposición; desproporción entre la realidad y el imaginario colectivo inducido por la constante mención de esa amenaza.
Otra característica principal de la guerra sucia es la utilización facciosa de los medios masivos de comunicación, en especial de los medios electrónicos, que se transforman en los mensajeros de una guerra cuyo comandante en jefe no es claramente identificado y cuya estrategia parece no concluir con una victoria electoral, sino anticipar un conflicto poselectoral.
Eso lo vivimos en las elecciones de 2006. A Andrés Manuel López Obrador le endilgaron el mote de “peligro para México” y el PAN se justificó diciendo que tenía que ganar “haiga sido como haiga sido”. El propio tribunal electoral federal avaló esa guerra sucia.
El gobierno de Felipe Calderón nos ha recetado lo mismo en su guerra contra el narcotráfico, que ha polarizado al país y ha inutilizado al Estado desde que en enero de 2007 sacó al Ejército de los cuarteles, en una decisión de alto riesgo y poca claridad estratégica.
En las elecciones federales de 2009, el entonces dirigente nacional del PAN, Germán Martínez, se vistió de cruzado moral y en lugar de presentarse como el presidente de un partido en el gobierno, articuló una campaña electoral opositora con pésimos resultados para Acción Nacional. Todavía alcanzó a justificarse diciendo: “es tan aceptable una campaña de odio como una campaña de alegría”.
El PRI arrasó en esas elecciones y el retorno del tricolor a la presidencia se transformó en la profecía autocumplida por el propio PAN.
En el 2010, César Nava se volvió un clon de Germán Martínez, y acompañado por sus socios temporales del PRD, se ha dedicado a enlodar las campañas estatales, en vez de documentar los abusos que cometen las autoridades priistas.
El contraste obvio entre su jefe Calderón, que garantizó la impunidad de gobernadores como Mario Marín o Ulises Ruiz, no ha sido obstáculo para que ahora se enrede con el fantasma de los dinosaurios priistas que han sido socios de su gobierno, como ahora lo son Los Chuchos del PRD.
No pocos priistas han caído en la provocación, y en sus propios estados los gobernadores aplican sus propias guerras sucias a escala de la federal, acosando y estigmatizando a los opositores, como se ha documentado en Oaxaca, Hidalgo, Quintana Roo, entre otras.
Sin embargo, no sólo se trata de violencia verbal. La fallida guerra contra el narcotráfico ha convertido a entidades como Tamaulipas en tierra sin ley, en verdaderos “narco-Estados” donde los cárteles se disputan no sólo las rutas de la droga, sino los espacios de poder en el gobierno, en el Congreso, en las alcaldías.
Al asesinato de Torre Cantú lo antecede una ola de violencia que viene desde finales del gobierno de Vicente Fox hasta todo este periodo del calderonismo. Comenzaron a silenciar y a matar a los periodistas. En Tamaulipas, ningún reportero quiere firmar una nota relacionada con el narcotráfico.
La violenta disputa entre el cártel del Golfo y Los Zetas, antes aliados en el control de esa plaza, es el marco de otros crímenes impunes hasta ahora, como el del candidato del PAN a la alcaldía de Valle Hermoso, José Mario Guajardo Varela, ejecutado el 13 de mayo junto, con uno de sus hijos y un trabajador.
El propio candidato panista a gobernador, José Julián Sacramento, confió a varios reporteros que “algunas candidaturas para diputados y ayuntamientos están vacantes debido a la amenaza de los narcotraficantes”.
El dirigente nacional del PRD, Jesús Ortega, confesó que también su partido no encontró valientes que se decidieran a encabezar una campaña a alcalde o diputado local en condiciones de inseguridad extremas.
Eugenio Hernández Flores ha administrado desde entonces el desgobierno en Tamaulipas. Si el poder del crimen organizado quedó ampliamente demostrado desde la época del sexenio salinista con el gobierno de Manuel Cavazos Lerma, y se agravó con Tomás Yarrington, con Hernández Flores simplemente se ha vuelto poder de facto.
No deja de despertar sospechas el silencio del secretario general de Gobierno, Hugo Andrés Araujo, un viejo amigo de Raúl y Carlos Salinas de Gortari, quien supuestamente debe garantizar la seguridad de todos los candidatos en una entidad atenazada por la guerra de los cárteles.
El crimen político de Torre Cantú nos remite inevitablemente a lo que ha sucedido en Colombia. El exgobernador de Zacatecas y senador del PT, Ricardo Monreal, lo expresó claramente: “Nos encaminamos de manera acelerada a la colombianización de nuestra vida política”.
A manera de ejemplo, Monreal recordó que hace tan sólo tres años, 21 candidatos a gobernadores, alcaldes y diputados locales fueron asesinados en Colombia por grupos paramilitares (vinculados a la guerrilla o al narcotráfico o a ambos), en un periodo de cinco meses.
Pero no sólo Tamaulipas es territorio en riesgo. Sinaloa, Chihuahua, Durango, Hidalgo, Guerrero, Nayarit, Veracruz y Oaxaca son entidades donde el crimen está mucho más organizado que el Estado.
Y todo esto comenzó con una guerra sucia que nos metió a un Estado en guerra.
www.jenarovillamil.wordpress.com
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El hombre desnudo y la guerra de Calderón*
Javier Sicilia
MÉXICO, D.F., 29 de junio.- En el antiguo derecho romano, recuerda Giorgio Agamben, existía una figura: el homo sacer (el hombre sagrado), cuyos crímenes el Estado no podía castigar, pero a quien cualquiera podía matar y quedar impune. Un ser que a la vez que estaba excluido de todos sus derechos civiles era sagrado en un sentido negativo.
La distinción, según Agamben, entre ese ser y el ciudadano, se encuentra en los dos conceptos que el mundo antiguo tenía para referirse a la vida: zoe (la vida tal cual es, la vivacidad vulnerable del vivir) y bios (la vida organizada, la vida política y protegida por el poder. Es curioso que cuando Jesús en el Evangelio de Juan dice “yo soy el camino, la verdad y la vida”, la palabra griega que usa el evangelista para vida sea zoe). El homo sacer es en este sentido un hombre amputado de su bios político y reducido a su pura zoe, a una vida desnuda como la de un animal, a un ser a quien nada ni nadie ya protege y, en consecuencia, puede ser destruido por cualquiera.
Nadie en el mundo moderno podría sostener esa categoría –las leyes, dicen nuestras constituciones democráticas, están hechas para proteger a todos–. Sin embargo, es cada vez más evidente que en el mundo en donde las víctimas nos preocupan como en ningún otro periodo de la historia, el homo sacer aparece sin nombre alguno, pero pleno en su condición de vida desnuda, de sacralidad desprotegida y, he allí la novedad, regulada en su asesinato por lo que Michel Foucault llamó “el biopoder”. Desde las leyes que despenalizan el aborto y dejan a la zoe fetal al abrigo de la voluntad de la madre y del sistema médico, hasta la vida abandonada a la violencia por la soberanía del estado de excepción –la de los refugiados, los indocumentados, los pobres, los disidentes políticos–, pasando por la percepción bioética de la vida humana como un puro material intercambiable para la salud y el mejoramiento de la especie, el homo sacer no ha sido desalojado de la historia, sino reelaborado. Aunque todos esos seres tienen una vida supuestamente protegida por las leyes, en el orden de los factos carecen de cualquier significado verdaderamente político. Son pura vida desnuda y abandonada a cualquier poder.
En México, desde que Calderón desató la guerra contra el crimen organizado, el homo sacer aparece por todas partes bajo el nombre de “bajas colaterales”, de “indocumentados”, de disidentes políticos. Sus crímenes –que, como en la fórmula del homo sacer del antiguo derecho romano, no puede castigar el Estado– son no tener una identidad política, es decir, una identidad reconocida por sus vínculos con el poder y, en consecuencia, son zoe pura cuya muerte sirve al mismo poder.
Los estudiantes asesinados en varias partes del país; los muchachos masacrados en instituciones de desintoxicación; la muerte de Bety Cariño y Jyri Jaakola, quienes trataban de llevar alimentos a pueblos sitiados por fuerzas armadas; la del niño Sergio Adrián Hernández, asesinado por poderes estadunidenses entre Ciudad Juárez y El Paso, Texas; los “ciudadanos” matados equívocamente por el Ejército en su persecución de narcotraficantes; los niños quemados en la guardería ABC; la muerte de Paulette y el sinnúmero de víctimas que desconocemos porque ni siquiera han tenido el “privilegio” de ser documentadas por los medios de comunicación, son hombres sagrados modernos frente a los cuales el Estado, como el poder romano de la antigüedad, no se hace responsable; a veces –cuando la protesta rebasa el silencio del Estado–, unas condolencias dichas con los dientes apretados y la justificación para redoblar la violencia. En medio de una guerra que lo justifica todo, esos seres son para el Estado zoe, vida desnuda cuya muerte se enterrará en los archivos de la burocracia y en la desmemoria moderna.
Lo más grave es que todos los ciudadanos, en medio de esta guerra, somos hombres sagrados en potencia. Salidos a la calle nos volvemos desnudez que cualquier poder puede solicitar para sus fines. Desprovistos en nuestra condición de zoe de nuestras libertades políticas, somos potencialmente susceptibles de cualquier intervención del poder.
Al igual que en el orden mundial que se ha vuelto biopolítico, pero de manera más explícita, en México el ser humano ha dejado de ser esa zoe que el cristianismo reveló como el sitio privilegiado de las relaciones éticas, para convertirse, como en el homo sacer de la Roma antigua, en una realidad vital pura que puede ser administrada, manipulada y asesinada impunemente por cualquier poder.
Los mexicanos tenemos que recorrer un largo camino para recuperar la dignidad. Para ello debemos rechazar claramente las mentiras con que el gobierno nos atiborra. No se construye la dignidad de la vida con la guerra ni con la propaganda; las palomas de la paz no se posan sobre los cadáveres; la libertad no puede mezclar a las víctimas con los criminales y convertirlas, por el sólo hecho de existir, en zoe disponible para las operaciones del poder. De eso hay que estar seguros, como seguros debemos estar de que la libertad no es un regalo que se recibe de un Estado o de cualquier poder, sino un bien que está en la zoe misma y que todos los días debemos defender mediante el esfuerzo de cada uno y la unión de todos.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
MÉXICO, D.F., 29 de junio (apro).- La brutal ejecución del doctor Rodolfo Torre Cantú, candidato priista a la gubernatura de Tamaulipas, se produce en un contexto local y nacional virulento y violento.
Apenas una semana antes del primer crimen político reciente contra un candidato a gobernador, las dirigencias nacionales del PAN y del PRI se enfrascaron en una batalla declarativa que inició con todas las características de una guerra sucia: espionaje telefónico; difusión de las llamadas interceptadas a los gobernadores Fidel Herrera, Ulises Ruiz y Mario Marín; acusaciones mutuas de trampas que aplican tanto unos como otros; impunidad absoluta frente a César Nava, que presume tener más grabaciones de este tipo, y total inoperancia de los árbitros electorales estatales para frenar el uso y abuso de los recursos para favorecer a los candidatos priistas en aquellos estados que se consideran feudos de los gobernadores en turno.
Una de las características principales de toda guerra sucia es la violencia verbal y simbólica, que antecede o acompaña a la eliminación física o mediática del adversario. Las guerras sucias buscan polarizar al electorado: buenos contra malos, corruptos contra impolutos, amenazas para México contra salvadores autoasignados.
Los mercaderes de las guerras sucias, como el publicista español Antonio Solá o los mercadólogos contratados tanto por el PRI como por el PAN y su aliado circunstancial, el PRD, no ven a los rivales como adversarios electorales, sino como enemigos declarados. Los ciudadanos se transforman en espectadores pasivos de una guerra de lodo que alienta el abstencionismo e inhibe la participación politizada.
Toda guerra sucia tiene una alta dosis de pánico moral, es decir, campañas de odio y de miedo a través de spots; rumores difundidos en medios cibernéticos; medias verdades o mentiras construidas para estigmatizar al adversario y desmovilizar a los críticos; discurso gubernamental hostil ante la crítica, la disidencia o la oposición; desproporción entre la realidad y el imaginario colectivo inducido por la constante mención de esa amenaza.
Otra característica principal de la guerra sucia es la utilización facciosa de los medios masivos de comunicación, en especial de los medios electrónicos, que se transforman en los mensajeros de una guerra cuyo comandante en jefe no es claramente identificado y cuya estrategia parece no concluir con una victoria electoral, sino anticipar un conflicto poselectoral.
Eso lo vivimos en las elecciones de 2006. A Andrés Manuel López Obrador le endilgaron el mote de “peligro para México” y el PAN se justificó diciendo que tenía que ganar “haiga sido como haiga sido”. El propio tribunal electoral federal avaló esa guerra sucia.
El gobierno de Felipe Calderón nos ha recetado lo mismo en su guerra contra el narcotráfico, que ha polarizado al país y ha inutilizado al Estado desde que en enero de 2007 sacó al Ejército de los cuarteles, en una decisión de alto riesgo y poca claridad estratégica.
En las elecciones federales de 2009, el entonces dirigente nacional del PAN, Germán Martínez, se vistió de cruzado moral y en lugar de presentarse como el presidente de un partido en el gobierno, articuló una campaña electoral opositora con pésimos resultados para Acción Nacional. Todavía alcanzó a justificarse diciendo: “es tan aceptable una campaña de odio como una campaña de alegría”.
El PRI arrasó en esas elecciones y el retorno del tricolor a la presidencia se transformó en la profecía autocumplida por el propio PAN.
En el 2010, César Nava se volvió un clon de Germán Martínez, y acompañado por sus socios temporales del PRD, se ha dedicado a enlodar las campañas estatales, en vez de documentar los abusos que cometen las autoridades priistas.
El contraste obvio entre su jefe Calderón, que garantizó la impunidad de gobernadores como Mario Marín o Ulises Ruiz, no ha sido obstáculo para que ahora se enrede con el fantasma de los dinosaurios priistas que han sido socios de su gobierno, como ahora lo son Los Chuchos del PRD.
No pocos priistas han caído en la provocación, y en sus propios estados los gobernadores aplican sus propias guerras sucias a escala de la federal, acosando y estigmatizando a los opositores, como se ha documentado en Oaxaca, Hidalgo, Quintana Roo, entre otras.
Sin embargo, no sólo se trata de violencia verbal. La fallida guerra contra el narcotráfico ha convertido a entidades como Tamaulipas en tierra sin ley, en verdaderos “narco-Estados” donde los cárteles se disputan no sólo las rutas de la droga, sino los espacios de poder en el gobierno, en el Congreso, en las alcaldías.
Al asesinato de Torre Cantú lo antecede una ola de violencia que viene desde finales del gobierno de Vicente Fox hasta todo este periodo del calderonismo. Comenzaron a silenciar y a matar a los periodistas. En Tamaulipas, ningún reportero quiere firmar una nota relacionada con el narcotráfico.
La violenta disputa entre el cártel del Golfo y Los Zetas, antes aliados en el control de esa plaza, es el marco de otros crímenes impunes hasta ahora, como el del candidato del PAN a la alcaldía de Valle Hermoso, José Mario Guajardo Varela, ejecutado el 13 de mayo junto, con uno de sus hijos y un trabajador.
El propio candidato panista a gobernador, José Julián Sacramento, confió a varios reporteros que “algunas candidaturas para diputados y ayuntamientos están vacantes debido a la amenaza de los narcotraficantes”.
El dirigente nacional del PRD, Jesús Ortega, confesó que también su partido no encontró valientes que se decidieran a encabezar una campaña a alcalde o diputado local en condiciones de inseguridad extremas.
Eugenio Hernández Flores ha administrado desde entonces el desgobierno en Tamaulipas. Si el poder del crimen organizado quedó ampliamente demostrado desde la época del sexenio salinista con el gobierno de Manuel Cavazos Lerma, y se agravó con Tomás Yarrington, con Hernández Flores simplemente se ha vuelto poder de facto.
No deja de despertar sospechas el silencio del secretario general de Gobierno, Hugo Andrés Araujo, un viejo amigo de Raúl y Carlos Salinas de Gortari, quien supuestamente debe garantizar la seguridad de todos los candidatos en una entidad atenazada por la guerra de los cárteles.
El crimen político de Torre Cantú nos remite inevitablemente a lo que ha sucedido en Colombia. El exgobernador de Zacatecas y senador del PT, Ricardo Monreal, lo expresó claramente: “Nos encaminamos de manera acelerada a la colombianización de nuestra vida política”.
A manera de ejemplo, Monreal recordó que hace tan sólo tres años, 21 candidatos a gobernadores, alcaldes y diputados locales fueron asesinados en Colombia por grupos paramilitares (vinculados a la guerrilla o al narcotráfico o a ambos), en un periodo de cinco meses.
Pero no sólo Tamaulipas es territorio en riesgo. Sinaloa, Chihuahua, Durango, Hidalgo, Guerrero, Nayarit, Veracruz y Oaxaca son entidades donde el crimen está mucho más organizado que el Estado.
Y todo esto comenzó con una guerra sucia que nos metió a un Estado en guerra.
www.jenarovillamil.wordpress.com
+++++++++++++++
El hombre desnudo y la guerra de Calderón*
Javier Sicilia
MÉXICO, D.F., 29 de junio.- En el antiguo derecho romano, recuerda Giorgio Agamben, existía una figura: el homo sacer (el hombre sagrado), cuyos crímenes el Estado no podía castigar, pero a quien cualquiera podía matar y quedar impune. Un ser que a la vez que estaba excluido de todos sus derechos civiles era sagrado en un sentido negativo.
La distinción, según Agamben, entre ese ser y el ciudadano, se encuentra en los dos conceptos que el mundo antiguo tenía para referirse a la vida: zoe (la vida tal cual es, la vivacidad vulnerable del vivir) y bios (la vida organizada, la vida política y protegida por el poder. Es curioso que cuando Jesús en el Evangelio de Juan dice “yo soy el camino, la verdad y la vida”, la palabra griega que usa el evangelista para vida sea zoe). El homo sacer es en este sentido un hombre amputado de su bios político y reducido a su pura zoe, a una vida desnuda como la de un animal, a un ser a quien nada ni nadie ya protege y, en consecuencia, puede ser destruido por cualquiera.
Nadie en el mundo moderno podría sostener esa categoría –las leyes, dicen nuestras constituciones democráticas, están hechas para proteger a todos–. Sin embargo, es cada vez más evidente que en el mundo en donde las víctimas nos preocupan como en ningún otro periodo de la historia, el homo sacer aparece sin nombre alguno, pero pleno en su condición de vida desnuda, de sacralidad desprotegida y, he allí la novedad, regulada en su asesinato por lo que Michel Foucault llamó “el biopoder”. Desde las leyes que despenalizan el aborto y dejan a la zoe fetal al abrigo de la voluntad de la madre y del sistema médico, hasta la vida abandonada a la violencia por la soberanía del estado de excepción –la de los refugiados, los indocumentados, los pobres, los disidentes políticos–, pasando por la percepción bioética de la vida humana como un puro material intercambiable para la salud y el mejoramiento de la especie, el homo sacer no ha sido desalojado de la historia, sino reelaborado. Aunque todos esos seres tienen una vida supuestamente protegida por las leyes, en el orden de los factos carecen de cualquier significado verdaderamente político. Son pura vida desnuda y abandonada a cualquier poder.
En México, desde que Calderón desató la guerra contra el crimen organizado, el homo sacer aparece por todas partes bajo el nombre de “bajas colaterales”, de “indocumentados”, de disidentes políticos. Sus crímenes –que, como en la fórmula del homo sacer del antiguo derecho romano, no puede castigar el Estado– son no tener una identidad política, es decir, una identidad reconocida por sus vínculos con el poder y, en consecuencia, son zoe pura cuya muerte sirve al mismo poder.
Los estudiantes asesinados en varias partes del país; los muchachos masacrados en instituciones de desintoxicación; la muerte de Bety Cariño y Jyri Jaakola, quienes trataban de llevar alimentos a pueblos sitiados por fuerzas armadas; la del niño Sergio Adrián Hernández, asesinado por poderes estadunidenses entre Ciudad Juárez y El Paso, Texas; los “ciudadanos” matados equívocamente por el Ejército en su persecución de narcotraficantes; los niños quemados en la guardería ABC; la muerte de Paulette y el sinnúmero de víctimas que desconocemos porque ni siquiera han tenido el “privilegio” de ser documentadas por los medios de comunicación, son hombres sagrados modernos frente a los cuales el Estado, como el poder romano de la antigüedad, no se hace responsable; a veces –cuando la protesta rebasa el silencio del Estado–, unas condolencias dichas con los dientes apretados y la justificación para redoblar la violencia. En medio de una guerra que lo justifica todo, esos seres son para el Estado zoe, vida desnuda cuya muerte se enterrará en los archivos de la burocracia y en la desmemoria moderna.
Lo más grave es que todos los ciudadanos, en medio de esta guerra, somos hombres sagrados en potencia. Salidos a la calle nos volvemos desnudez que cualquier poder puede solicitar para sus fines. Desprovistos en nuestra condición de zoe de nuestras libertades políticas, somos potencialmente susceptibles de cualquier intervención del poder.
Al igual que en el orden mundial que se ha vuelto biopolítico, pero de manera más explícita, en México el ser humano ha dejado de ser esa zoe que el cristianismo reveló como el sitio privilegiado de las relaciones éticas, para convertirse, como en el homo sacer de la Roma antigua, en una realidad vital pura que puede ser administrada, manipulada y asesinada impunemente por cualquier poder.
Los mexicanos tenemos que recorrer un largo camino para recuperar la dignidad. Para ello debemos rechazar claramente las mentiras con que el gobierno nos atiborra. No se construye la dignidad de la vida con la guerra ni con la propaganda; las palomas de la paz no se posan sobre los cadáveres; la libertad no puede mezclar a las víctimas con los criminales y convertirlas, por el sólo hecho de existir, en zoe disponible para las operaciones del poder. De eso hay que estar seguros, como seguros debemos estar de que la libertad no es un regalo que se recibe de un Estado o de cualquier poder, sino un bien que está en la zoe misma y que todos los días debemos defender mediante el esfuerzo de cada uno y la unión de todos.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
*Tomados de la revista Proceso.