El daño colateral**
Tomados de La Jornada, El Fisgón, Hernández y Rocha y El Universal, Helioflores y Naranjo.
Erubiel Tirado*
MÉXICO, D.F. (Proceso).- La justificación principal del
presidente Calderón y sus defensores, dentro y fuera del gobierno, por el hecho
de acudir a las Fuerzas Armadas ante la pérdida del control territorial a manos
de las organizaciones criminales, es que dicha medida era supuestamente
inevitable. Sin embargo, el componente militar en el contexto histórico y
político se ha revelado como parte del problema antes que como la solución,
tanto en su uso policiaco como en la lucha contra el narcotráfico y el crimen
organizado. Al final, el resultado es una distorsión, si no es que una pérdida,
de la esencia de defensa nacional que define a las Fuerzas Armadas.
La participación directa de los militares en la lucha contra
el narcotráfico durante los gobiernos de la alternancia panista 2000-2012, y en
particular la guerra que declaró Felipe Calderón a esa actividad al inicio de
su régimen, trajeron consecuencias negativas para las instituciones armadas y
para la relación civil-militar en México.
El fracaso de la guerra calderonista no se limita al
alarmante número de muertes, desapariciones forzadas y violaciones graves a los
derechos humanos relacionadas con la actividad de las fuerzas militares y
policiacas en los últimos seis años. El daño se extiende de modo orgánico y
operativo a las Fuerzas Armadas en términos tales que nuestra incipiente
institucionalidad democrática en materia de relaciones civiles-militares se
muestra débil o incapaz de reaccionar y se encuentra amenazada ante la
prolongada permanencia e influencia castrense.
Hay factores estructurales del diseño legal e institucional
que dieron lugar a la organización de unas Fuerzas Armadas que responden
–porque así se concibieron, histórica y políticamente (de acuerdo también con
una realidad geoestratégica)– más a tareas de dominio y control (político) en
lo interno que al desempeño real de funciones de defensa. De hecho, si acaso
han sido dos las ocasiones en que las Fuerzas Armadas se han organizado en este
ámbito connatural: durante la Segunda Guerra Mundial y en medio de las guerras
centroamericanas en los años 80.
En el escenario de fracaso de las estructuras policiacas en
los tres órdenes de gobierno, los orígenes de utilización política represiva de
las Fuerzas Armadas explican el papel negativo que ha tenido y tiene su
desempeño en las tareas de seguridad pública y de combate al narcotráfico. En
el sexenio de Calderón se llega al clímax de la irresponsabilidad de los
gobernantes civiles al comprometer y utilizar a la fuerza castrense en misiones
de seguridad interior, seguridad pública y contraamenazas no tradicionales, sin
el cuidado de un marco legal e institucional de un régimen democrático de
derecho.
La marca de la ilegalidad
Aunque relativamente reciente, no es menos significativa la
deformación de las Fuerzas Armadas en su aspecto funcional. El uso de recursos
castrenses fuera de su ámbito connatural ya se observaba en el pasado de
dominio priista antes de la alternancia política. Gracias a la jurisprudencia
de la Suprema Corte que validó su salida a las calles en tiempos de paz para
garantizar la “seguridad interior”, el ánimo militarista se catapulta durante
la administración de Vicente Fox (2000-2006) a la seguridad pública y se
extiende hacia la procuración de justicia.
De acuerdo con el propio plan gubernamental, los ejes de la
militarización abarcaron la prevención delincuencial (teniendo como puntal a la
Policía Federal Preventiva, la PFP, creada desde el fin del gobierno
zedillista), cambios en los sistemas de seguridad pública y penitenciario (todo
direccionado desde una nueva secretaría de Estado) y el combate a la
corrupción.
Además de refrendar y ampliar el núcleo militar de la PFP
(creada a partir de la transferencia de la 3ª Brigada de la Policía Militar),
según los propios informes de la Sedena, el Ejército se encargó, en forma
directa, de la formación y entrenamiento de toda la fuerza policiaca del país,
especialmente la municipal, y estableció directrices de modernización
logística, como la adquisición de armamento para las policías.
También, el gobierno federal dispuso que los militares
ocuparan los cargos más relevantes en la procuración de justicia, desde la
Procuraduría General de la República hasta los aparatos de seguridad pública
estatales. En la PGR el fenómeno se manifiesta tanto en el Centro de Planeación
para el Control de Drogas como en el reclutamiento y formación de elementos
castrenses que se incorporaron directamente a la naciente Agencia Federal de
Investigación, la AFI, que sustituyó en 2002 a la Policía Judicial Federal.
En el foxismo los militares prácticamente asaltaron la
burocracia de mandos policiales en niveles federales y estatales, al punto que
hubo entre mil 585 y 2 mil 130 oficiales militares de diverso rango dirigiendo
la seguridad pública del país.
Como legislador y líder del PAN, Felipe Calderón criticó
fuertemente el uso del Ejército en tareas policiacas y no dudó en calificar
como política la utilización de elementos castrenses en los años de dominio
hegemónico priista. Como presidente, sin embargo, usó y abusó de las Fuerzas
Armadas como parte de su estrategia de legitimación política y para hacer
frente a una crisis de seguridad que él mismo se encargó de agudizar con su
peculiar guerra contra el narcotráfico.
Prevalecieron y se consolidaron los patrones establecidos en
el pasado foxista. Se amplió la presencia institucional y estructural de las
Fuerzas Armadas influyendo en ámbitos más allá de la defensa y militarizando la
concepción mexicana de la seguridad nacional. La procuración de justicia y la
seguridad pública no se apartan de este patrón que comenzó como tendencia en
los años de dominio priista. Los militares participan desde el Consejo de
Seguridad Nacional, pasando por el Sistema Nacional de Seguridad Pública, sus órganos
federales y estatales, las instancias de gabinetes intersecretariales y hasta
Províctima.
Otro patrón consolidado es la injerencia o influencia
militar en la definición y palomeo de secretarios de seguridad pública en los
estados. En el primer trimestre de este año, 13 de 32 secretarios de seguridad
pública eran de origen militar. La cifra se multiplica si extendemos y afinamos
el criterio hacia los niveles municipales y ciertos ámbitos de la procuración
de justicia.
El calderonismo solicitó y exacerbó la injerencia
estadunidense en las definiciones estratégicas de la agenda de seguridad y
defensa mexicana a través de la Iniciativa Mérida (2007-2012). La ambición de
un financiamiento externo en el aparato de la seguridad mexicana (que no se
refleja en los reportes oficiales) trajo consigo no sólo la dependencia en
términos de infraestructura militar-policial, sino también la claudicación en
las capacidades del Estado de definir y orientar sus prioridades en la materia.
No es casual que la captura o asesinato de líderes de cárteles (25 de 32 hasta
el momento) se reporten como parte de los logros de la Iniciativa (la lista es
un símil de lo hecho por el ejército de EU en su guerra contra Al Qaeda).
El resultado final de esta orientación ha sido la deformación
grave y estructural de las Fuerzas Armadas: un Ejército reducido a una fuerza
antinarco y antiterrorista de intervención (interna) y una Marina volcada a
labores de tierra que ni siquiera cubren el perfil de una guardia costera.
En los hechos se desplaza la autoridad presidencial, incluso
en la operación militar de la estrategia de seguridad. El ejemplo claro fue la
ejecución de Arturo Beltrán Leyva por parte de la Marina a partir de las
indicaciones de las agencias de seguridad estadunidenses, luego de la negativa
de la Sedena, la cual esperaba las órdenes de la superioridad civil.
Los números oficiales sobre las deformaciones estructurales
son claros: De acuerdo con sus propias cifras, la Sedena destina más de 95% de
su presupuesto a gasto corriente (el parámetro de los ejércitos profesionales
es de 60%); contamos con un Ejército con más generales en el mundo luego de
Rusia, China y EU, muchos de ellos sin tropa.
La presencia militar en el territorio del país es abrumadora
desde hace 12 años, sin que se haya controlado la crisis de violencia e
inseguridad. También en ese parámetro se observan contradicciones perjudiciales
para la función de defensa: La Marina, con sus 22 batallones de Infantería
(figura militar casi extinta al fin del mandato foxista), tiene más presencia
en tierra firme que en el mar territorial: mil 603 millas navegadas, contra 7
mil 147 kilómetros recorridos en 2011, cuando hasta 2006 la proporción era
inversa (el patrón cambia en 2007 y se incrementa sustancialmente con la Iniciativa
Mérida).
Futuro inmediato: ceguera o complicidad
Al despliegue operativo y la injerencia castrense en las
agendas federales y estatales de seguridad pública y procuración de justicia se
debe agregar un comportamiento institucional que no se observaba en el sistema
político: la deliberación política y la abierta intervención de los militares
para defender sus posturas e intereses.
Así lo hacen ante el Congreso (como ocurrió en el proceso de
reforma a la Ley de Seguridad Nacional), lo mismo que al participar en la
compra de víctimas o de familiares de víctimas de sus abusos con una oficina o
Unidad de Vinculación Ciudadana (Univic), la cual presiona para “reparar” sus
daños colaterales y procurar que no lleguen a instancias jurisdiccionales
(esquema que por cierto quedó fuera de Províctima).
El dinero alcanza también para la cooptación de académicos y
comentaristas que ayuden a salvaguardar la imagen institucional, e incluso para
la propaganda mediática (como la serie televisiva La teniente). Esto evidencia
la falta de definiciones y liderazgo civil, lo mismo en el gobierno que en el
Congreso, y un tímido Poder Judicial que a fuerza de condenas y compromisos
internacionales se ocupa, ahora sí, del fuero militar.
El gobierno entrante parece ignorar el escenario que hereda,
y las propuestas visibles apuntan hacia más de lo mismo, antes que a revisar el
daño provocado por los gobiernos panistas. El riesgo es fortalecer la
incapacidad gubernamental de garantizar la autonomía castrense, en un creciente
entorno crítico dentro y fuera del país. Se debe procurar, desde el liderazgo
civil, una verdadera modernización de las instituciones, en democracia y sin
simulaciones.
* Coordinador del Programa de Seguridad Nacional,
Universidad Iberoamericana.
**Tomado de la revista Proceso.
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