Desfiladero*
Jaime Avilés
■ Cambio climático o cambio político
■ El Loro Negro y la consulta en el DF
Los humanos existimos hace apenas 40 mil años. Las primeras rocas de nuestro planeta se formaron hace 3 mil 500 millones de años. Nuestra vida, por lo tanto, ha sido brevísima. Pero podríamos desaparecer como especie antes que termine este siglo si no revertimos las condiciones que están determinando el actual cambio climático, una tarea casi imposible, dado el escaso tiempo que nos queda.
A esta deprimente conclusión llegó un amplio grupo de científicos de las más diversas disciplinas, cuyas opiniones pueden ser leída y oídas en La última hora (The 11th hour), un documental de Leonardo di Caprio, que el año pasado fue exhibido en Cannes. He aquí una muy apretada síntesis:
Hasta el siglo XIX la Tierra tuvo una población de cuando mucho mil millones de humanos. Esta se alteró de manera brutal durante el XX, en que pasamos a ser 6 mil millones (ahora somos ya 6 mil 600). Así, en relación con las demás especies, nuestra presencia se sobredimensionó fuera de toda proporción saludable: crecimos como un enorme tumor maligno dentro de la naturaleza.
A partir de la revolución industrial, convertimos el medio ambiente en una mercancía y lo explotamos con la ingenua certeza de que era infinito. Al adoptar al petróleo como base de todas nuestras actividades productivas, iniciamos la destrucción acelerada de la atmósfera, los mares, los ríos, los bosques, los lagos, las selvas, y acabamos con millones de especies, animales y vegetales, de cuya existencia ni siquiera nos enteramos.
Gracias a la petroquímica, fabricamos materiales cada vez más perniciosos para la biodiversidad y nuestro propio organismo. Al suprimir áreas boscosas para generar más carne y cereales, reducimos la humedad de los suelos, fomentamos el avance de los desiertos y agudizamos la fiebre que hoy derrite los glaciares y atiza la furia de las lluvias, de los vientos y de los incendios, mientras la miseria de los más pobres agrava los efectos de los terremotos.
Si la temperatura del planeta sigue subiendo, dentro de 50 años habrá cientos de millones de refugiados ecológicos, que ya no podrán vivir en litorales sepultados por los mares, ni en países donde el calor sea mortal incluso para los hombres y las mujeres más fuertes. Lo más triste es que nadie, agobiados como estamos todos por los problemas de cada día, nadie hace nada para impedir la agonía de nuestra especie.
Y lo más indignante es que, si lo intentáramos, padeceríamos la violencia de los grandes consorcios multinacionales –que viven para acumular dinero a costa de la devastación ecológica–, y de los gobiernos que cuentan con armas de ilimitada potencia para agilizar la extinción de la humanidad con tal de preservar sus áreas de influencia y dominación política.
¿Hay, a pesar de todo, una salida posible? ¿Tenemos todavía derecho a vivir con esperanzas? Los científicos opinan que sí. Según ellos, la solución consiste en sustituir el petróleo por fuentes de energía natural alternativa. La economía global, afirman, podría reactivarse si las fuerzas laborales hoy desempleadas se dedicaran a construir viviendas capaces de funcionar sólo con energía proveniente de la luz del sol y los embates del viento.
Un científico, en particular, recordó que Estados Unidos ganó la Segunda Guerra Mundial en menos de cuatro años, al reconvertir su aparato industrial en una gigantesca fábrica de armamentos. Con una disciplina militar semejante, añadió, ese país podría “liderar” la batalla contra el cambio climático. Sin embargo, ninguno de los sabios consultados por Di Caprio se animó a decir que la causa más profunda del desastre que amenaza tan gravemente la vida de la humanidad en el corto plazo es el capitalismo. No el petróleo, sino el viejo modelo de acumulación individual basado en la explotación del hombre por el hombre.
El capitalismo como sistema parece haber llegado a sus límites. No por nada estamos a la puerta de una crisis económica mundial sin precedentes, porque la población del planeta es casi 300 por ciento más grande que en 1929, el año del crack en Wall Street. Pero esa crisis económica no viene sola: llega acompañada de una crisis política de igual envergadura, que se expresa en la fragilidad del imperio de Estados Unidos, cuyos pilares se tambalean, mientras China se erige como una fortaleza que aspira a ocupar el sitio que Washington está dejando vacante en el orbe.
En realidad, estamos envueltos en una triple crisis –económica, política y ecológica, con hondas ramificaciones religiosas y culturales–, que pone en duda el limitado enfoque de los científicos. Para éstos, la salvación de nuestra especie se limita a la sustitución del petróleo por energías alternativas, pero eso no es cierto. Se trata, ante todo, de un cambio político, que nos puede ser impuesto desde arriba, mediante la fuerza de las armas, para que millones de parias construyan como hormigas desechables las nuevas casas de los ricos de siempre, o de un cambio, levantado desde abajo, a partir de un nuevo consenso establecido por los pueblos.
Que urge un cambio de sistema político es algo más que evidente en todas partes: para los mexicanos no hay nada más obvio en este momento. Las fuerzas represivas de Calderón se achican ante el poder de fuego del narcotráfico; la supervivencia del gobierno de facto está en duda ante el hecho incierto de que el país cuenta con reservas de grano para sólo nueve meses, pero no sabe cómo enfrentar la crisis alimentaria y el derrumbe financiero de Estados Unidos.
Para impulsar la lucha contra el cambio climático desde abajo hay que avanzar a la conquista del poder político. Eso, hoy por hoy, aquí en México, pasa necesariamente por la defensa de Pemex (aunque suene a paradoja): sólo a nosotros nos corresponde reorganizar la industria petrolera nacional para auspiciar, con esos recursos, el desarrollo de fuentes de energía alternativa, que de lo contrario estarían aún más supeditadas a los caprichos imperiales de Estados Unidos.
Por lo pronto, mientras el Movimiento Nacional en Defensa del Petróleo prepara la consulta popular en todo el país, el jefe del gobierno capitalino, Marcelo Ebrard Casaubon, anuncia que ese ejercicio se realizará el domingo 27 de julio en las 16 delegaciones del Distrito Federal.
Hay muchas formas de promover esa consulta, pero Desfiladero insiste en montar el espectáculo de teatro llamado El Loro Negro (disponible en www.eloronegro.blogspot.com), que ya han hecho suyo diversos grupos de la Resistencia Civil Pacífica, según cordiales cartas llegadas al buzón de este espacio que, la semana pasada, por falta del mismo, no mencionó que la obra en cuestión está dedicada especialmente a las adelitas del Sindicato Mexicano de Electricistas.
Para comunicarse con esta columna jamastu@gmail.com
*Tomado de La Jornada.
■ Cambio climático o cambio político
■ El Loro Negro y la consulta en el DF
Los humanos existimos hace apenas 40 mil años. Las primeras rocas de nuestro planeta se formaron hace 3 mil 500 millones de años. Nuestra vida, por lo tanto, ha sido brevísima. Pero podríamos desaparecer como especie antes que termine este siglo si no revertimos las condiciones que están determinando el actual cambio climático, una tarea casi imposible, dado el escaso tiempo que nos queda.
A esta deprimente conclusión llegó un amplio grupo de científicos de las más diversas disciplinas, cuyas opiniones pueden ser leída y oídas en La última hora (The 11th hour), un documental de Leonardo di Caprio, que el año pasado fue exhibido en Cannes. He aquí una muy apretada síntesis:
Hasta el siglo XIX la Tierra tuvo una población de cuando mucho mil millones de humanos. Esta se alteró de manera brutal durante el XX, en que pasamos a ser 6 mil millones (ahora somos ya 6 mil 600). Así, en relación con las demás especies, nuestra presencia se sobredimensionó fuera de toda proporción saludable: crecimos como un enorme tumor maligno dentro de la naturaleza.
A partir de la revolución industrial, convertimos el medio ambiente en una mercancía y lo explotamos con la ingenua certeza de que era infinito. Al adoptar al petróleo como base de todas nuestras actividades productivas, iniciamos la destrucción acelerada de la atmósfera, los mares, los ríos, los bosques, los lagos, las selvas, y acabamos con millones de especies, animales y vegetales, de cuya existencia ni siquiera nos enteramos.
Gracias a la petroquímica, fabricamos materiales cada vez más perniciosos para la biodiversidad y nuestro propio organismo. Al suprimir áreas boscosas para generar más carne y cereales, reducimos la humedad de los suelos, fomentamos el avance de los desiertos y agudizamos la fiebre que hoy derrite los glaciares y atiza la furia de las lluvias, de los vientos y de los incendios, mientras la miseria de los más pobres agrava los efectos de los terremotos.
Si la temperatura del planeta sigue subiendo, dentro de 50 años habrá cientos de millones de refugiados ecológicos, que ya no podrán vivir en litorales sepultados por los mares, ni en países donde el calor sea mortal incluso para los hombres y las mujeres más fuertes. Lo más triste es que nadie, agobiados como estamos todos por los problemas de cada día, nadie hace nada para impedir la agonía de nuestra especie.
Y lo más indignante es que, si lo intentáramos, padeceríamos la violencia de los grandes consorcios multinacionales –que viven para acumular dinero a costa de la devastación ecológica–, y de los gobiernos que cuentan con armas de ilimitada potencia para agilizar la extinción de la humanidad con tal de preservar sus áreas de influencia y dominación política.
¿Hay, a pesar de todo, una salida posible? ¿Tenemos todavía derecho a vivir con esperanzas? Los científicos opinan que sí. Según ellos, la solución consiste en sustituir el petróleo por fuentes de energía natural alternativa. La economía global, afirman, podría reactivarse si las fuerzas laborales hoy desempleadas se dedicaran a construir viviendas capaces de funcionar sólo con energía proveniente de la luz del sol y los embates del viento.
Un científico, en particular, recordó que Estados Unidos ganó la Segunda Guerra Mundial en menos de cuatro años, al reconvertir su aparato industrial en una gigantesca fábrica de armamentos. Con una disciplina militar semejante, añadió, ese país podría “liderar” la batalla contra el cambio climático. Sin embargo, ninguno de los sabios consultados por Di Caprio se animó a decir que la causa más profunda del desastre que amenaza tan gravemente la vida de la humanidad en el corto plazo es el capitalismo. No el petróleo, sino el viejo modelo de acumulación individual basado en la explotación del hombre por el hombre.
El capitalismo como sistema parece haber llegado a sus límites. No por nada estamos a la puerta de una crisis económica mundial sin precedentes, porque la población del planeta es casi 300 por ciento más grande que en 1929, el año del crack en Wall Street. Pero esa crisis económica no viene sola: llega acompañada de una crisis política de igual envergadura, que se expresa en la fragilidad del imperio de Estados Unidos, cuyos pilares se tambalean, mientras China se erige como una fortaleza que aspira a ocupar el sitio que Washington está dejando vacante en el orbe.
En realidad, estamos envueltos en una triple crisis –económica, política y ecológica, con hondas ramificaciones religiosas y culturales–, que pone en duda el limitado enfoque de los científicos. Para éstos, la salvación de nuestra especie se limita a la sustitución del petróleo por energías alternativas, pero eso no es cierto. Se trata, ante todo, de un cambio político, que nos puede ser impuesto desde arriba, mediante la fuerza de las armas, para que millones de parias construyan como hormigas desechables las nuevas casas de los ricos de siempre, o de un cambio, levantado desde abajo, a partir de un nuevo consenso establecido por los pueblos.
Que urge un cambio de sistema político es algo más que evidente en todas partes: para los mexicanos no hay nada más obvio en este momento. Las fuerzas represivas de Calderón se achican ante el poder de fuego del narcotráfico; la supervivencia del gobierno de facto está en duda ante el hecho incierto de que el país cuenta con reservas de grano para sólo nueve meses, pero no sabe cómo enfrentar la crisis alimentaria y el derrumbe financiero de Estados Unidos.
Para impulsar la lucha contra el cambio climático desde abajo hay que avanzar a la conquista del poder político. Eso, hoy por hoy, aquí en México, pasa necesariamente por la defensa de Pemex (aunque suene a paradoja): sólo a nosotros nos corresponde reorganizar la industria petrolera nacional para auspiciar, con esos recursos, el desarrollo de fuentes de energía alternativa, que de lo contrario estarían aún más supeditadas a los caprichos imperiales de Estados Unidos.
Por lo pronto, mientras el Movimiento Nacional en Defensa del Petróleo prepara la consulta popular en todo el país, el jefe del gobierno capitalino, Marcelo Ebrard Casaubon, anuncia que ese ejercicio se realizará el domingo 27 de julio en las 16 delegaciones del Distrito Federal.
Hay muchas formas de promover esa consulta, pero Desfiladero insiste en montar el espectáculo de teatro llamado El Loro Negro (disponible en www.eloronegro.blogspot.com), que ya han hecho suyo diversos grupos de la Resistencia Civil Pacífica, según cordiales cartas llegadas al buzón de este espacio que, la semana pasada, por falta del mismo, no mencionó que la obra en cuestión está dedicada especialmente a las adelitas del Sindicato Mexicano de Electricistas.
Para comunicarse con esta columna jamastu@gmail.com
*Tomado de La Jornada.