Testimonios de la guerra*
Tomados de La Jornada, El Fisgón, Hernández y Rocha y El Universal, Helioflores y Naranjo.
Gloria Leticia Díaz
Militares presos por supuestos vínculos con el crimen organizado o acusados del asesinato de civiles cuentan sus experiencias a Proceso, pero por su seguridad no es posible identificarlos aquí por sus nombres. Los testimonios obtenidos a través de horas y horas de conversaciones con ellos, en las instalaciones de la prisión del Campo Militar No. 1, estremecen: hablan de la colusión de altos mandos del Ejército con los cárteles del narcotráfico, de las órdenes que la tropa recibe para robar o para proteger a ciertos delincuentes... y hasta de un grupo castrense dedicado exclusivamente a cometer homicidios.
En el norte del país, sobre todo donde operan Los Zetas, los soldados arriesgan la vida todo el tiempo. Para evitar que los asesinen, los altos mandos les ordenan disparar a “cualquier carro sospechoso”.
“¿Qué características debe tener ese vehículo ‘sospechoso’?”, se le pregunta a un grupo de militares que han recibido esa indicación en sus misiones en Nuevo León y Tamaulipas.
Luego de pensarlo un rato, uno de ellos responde: “Los que tienen los vidrios polarizados y los que están mugrosos, con lodo pegado; eso quiere decir que anduvieron en la sierra o que no quieren que los identifique el helicóptero”.
Otro interviene: “De un carro de esos a un amigo le dispararon en la cabeza; los superiores nos dicen que para qué esperar a que nos tiren, que lo hagamos primero”.
En un convoy o en un retén, cuenta uno más, un tiro al aire sin previo aviso es suficiente para que el resto de la tropa dispare; más aún si el que inicia la refriega es el superior al mando: “Si dispara el comandante del grupo, nosotros tenemos que seguirlo, porque si no, podemos ser procesados por desobediencia”, agrega.
Un soldado sobreviviente de ocho tiroteos con zetas en el noreste del país reconoce que estas decisiones han derivado en graves “accidentes”: la muerte de civiles que viajaban en “carros sospechosos”.
Pero no dudan en responsabilizar a las víctimas, ya sea porque conducen erráticamente o no atienden las señales para que se detengan.
Para dejar a salvo la imagen del Ejército y de la “guerra de Calderón”, pero sobre todo para evitar procesos judiciales, dice, “los superiores ordenan que se les pongan armas o drogas” a las víctimas, a los “daños colaterales”.
Las armas y las drogas, explica, “se sacan de los decomisos, o cuando vamos en operativos mixtos con Policías Federales o de la PGR, ellos la ponen; pero también hay superiores que tienen contactos con el cártel del Golfo... les hablan para que les echen la mano y ellos llegan con ese material”.
“Te das cuenta con quién está el superior...”
Confía un oficial que operó en varios estados del país: “Ningún superior me ha dicho que proteja a tal o cual cártel, pero por las órdenes que nos dan los generales de las zonas y coroneles de los batallones, te das cuenta con quién tienen arreglos. Uno tiene que obedecer. Si no, te pueden procesar, así que no queda otra.
“En 2004 me mandaron al frente de un operativo de destrucción de plantíos en la sierra de Michoacán. Mientras destruíamos la hierba llegó un señor, un ranchero; no estaba armado pero sí estaba bravo. Me gritoneó que por qué estábamos haciendo eso, que él ya se había arreglado allá en Morelia, en la XXI Zona Militar.
“Yo le dije que cumplía órdenes y que mejor le bajara porque me lo iba a llevar detenido. Se fue. Después recibí la llamada del general de la zona para ordenarme que me retirara y que le urgía que me trasladara a otro punto donde iba a reunirme con más elementos a las ocho de la mañana del otro día. Nos fuimos caminando toda la noche para llegar hasta el punto que nos ordenaron, pero ahí no había nada.”
“Suéltelo…”
En las ciudades la venta de droga y las narcotienditas, asegura otro oficial, no escapan al control de algunos altos mandos militares, y a la tropa no le queda más que obedecer órdenes.
Cuenta una anécdota: “Estaba al frente de un patrullaje nocturno cuando de repente vimos a un tipo que al vernos corrió y se metió a una casa. Ordené seguirlo y entramos a la casa. El tipo tenía una tiendita y lo detuvimos.
“De inmediato me comuniqué con el coronel del batallón para informarle de los hechos y que pondría a disposición de la PGR al detenido y la droga. El comandante me pidió el nombre del detenido y me dijo que esperara un momento antes de entregarlo. Unos minutos después me llamó para decirme que lo soltara y que sólo pusiera a disposición la droga.
“Al día siguiente, después de entregar mi parte, el comandante me mandó llamar. ‘¿Por qué en el parte dices que yo te ordené soltar al narcomenudista?’, me preguntó muy enojado. Yo le recordé que era eso lo que había ocurrido y me ordenó borrar esa información y poner que me había encontrado la droga en la calle.”
“Muy amigo del comandante…”
Una anécdota más ocurrida en una carretera del sureste del país: “Estaba al frente de un retén, pedimos al conductor de una camioneta de lujo que se parara para un revisión de rutina. Un soldado me informó que había encontrado armas y portafolios llenos de dinero. Los ocupantes de la camioneta no llevaban permisos para portar armas y me salieron con que eran guardias personales de un diputado.
“Les dije que por las armas y el dinero tenía que detenerlos, pero uno de ellos insistió en llamar a su patrón, quien supuestamente era muy amigo del comandante de la zona. En minutos mis superiores me llamaron. Me ordenaron dejarlos libres.”
“Se les pasó la mano…”
La mayoría de los soldados encarcelados sienten que fueron traicionados por sus superiores y que pagan los errores de estrategia de la guerra de Calderón. Un oficial procesado por la muerte de un presunto halcón considera que hay una gran hipocresía porque “nosotros somos entrenados para matar y sabemos que para ascender o lograr otro grado no hay otra forma que dar resultados, sea como sea... a los superiores no les importa”.
Cuenta: “Para qué le digo que no, sí le di unas cachetadas a ese cabrón (el halcón), pero no había otra forma de que hablara. Estábamos en su casa, hacía mucho calor, me salí unos minutos para respirar un poco y dejé a la tropa con el halcón. Sólo fueron unos minutos que salí a respirar y cuando regresé, el tipo ya estaba tendido en una mesa, muerto. Se les pasó la mano: le metieron la cabeza en una cubeta de agua y no se dieron cuenta cuando le dio un paro cardiaco.
“Yo di parte a mi superior, pero no creí que me acusaran a mí; son unos grandes hipócritas. Me ha tocado limpiar chingaderas de otros que no son tocados porque son gente del general secretario”, suelta indignado.
“En una ocasión me dieron la orden de dirigirme a un punto en Reynosa. Ahí estaba una unidad de Gafes que sólo obedecen órdenes del general secretario y del presidente (Calderón). Hicieron una matazón de zetas y a mi unidad le tocó limpiar esa porquería.”
–¿Ese grupo especial únicamente ejecuta narcotraficantes?
–Al que ordenen el general secretario y el presidente.
–¿Defensores de derechos humanos?
–Puede ser. El único caso que sé que no fueron ellos es el de la señora que mataron en Chihuahua, a la que le mataron a su hija.
Se refería a Marisela Escobedo.
A matar desertores
Interviene otro soldado, procesado también por la muerte de un supuesto halcón cuando era torturado.
“Es cierto que nos dan cursos de derechos humanos, pero cuando salimos a los operativos los mandos nos hacen olvidar todo. Por supuesto, nunca nos lo dicen por escrito, pero nos dan órdenes como la de eliminar a todo aquel narcotraficante que sea desertor del Ejército o que se haya dado de baja para colaborar con el crimen organizado. Según nos han dicho, esa es la indicación del general secretario.
“Hace poco vino a visitarme un compañero y me contó que recientemente (en febrero) detuvieron a unos zetas. Les ordenaron eliminarlos e irlos a tirar a Chiapas. Desde luego, la instrucción de matarlos y tirarlos nunca fue por escrito, pero estaban obligados a obedecer. Es lo que tienes que hacer si quieres ascender.”
El botín
Denunciado por organizaciones de derechos humanos y víctimas de allanamientos de morada encabezados por militares, el hurto es generalizado y hasta ordenado por los superiores. Se trata de tomar el botín de guerra, según los entrevistados.
Cuenta un oficial que fue transferido a Chihuahua: “En mi primer operativo me sorprendió ver que los soldados salían con mochilas vacías. Llegamos a una casa donde encontramos droga y armas y de repente vi que los soldados empezaron a robarse cosas; yo traté de pararlos pero llegó un capitán y me dijo que no me hiciera el inocente. Vino después un mayor y me dijo: ‘A ver, llévate este aire acondicionado’. Me negué y el capitán intervino: ‘Es una orden de un superior’, y subieron el aire a mi camioneta.
“Después llegó un coronel y por la radio se comunicó con el general de la zona, quien le preguntó qué había en la casa. Yo creí que el coronel le iba a pasar un reporte de la droga y de las armas, pero no: le empezó a describir las televisiones de pantalla plana que había, el refrigerador, las computadoras, y el general le dio órdenes de llevar algunos de los artículos a la casa de una señora que, después me enteré, cortejaba.”
Y una mujer le gustó al oficial…
Un caso similar fue atestiguado por otro oficial: “Mientras estuve en Tabasco me tocó formar parte de una sección (integrada por 30 militares) y participar en tres operativos fallidos. Nos metíamos a casas sin orden de cateo ni nada de eso, porque supuestamente informes de inteligencia militar aseguraban que ahí había drogas y armas.
“Nunca encontramos nada. Nomás asustábamos a la gente porque llegábamos armados y encapuchados.
“En una ocasión el capitán que encabezaba la misión empezó a dar órdenes para que saquearan la casa. En eso llegó el dueño. Era un licenciado que preguntó quién estaba al frente del operativo, y el capitán señaló a un mayor. Ese mayor está ahora procesado por robo.
“En otra ocasión ocurrió algo más grave. En esa casa había puras mujeres y una le gustó al oficial al mando. La violó. En el forcejeo la señora le arrancó el pasamontañas y después lo denunció.
“Llegaban los policías y abogados con el retrato hablado a las puertas de la zona y nomás les decían que ahí no estaba esa persona.”
Los incondicionales del comandante
No todos los soldados desplegados en el combate al narcotráfico tienen carta libre para cometer arbitrariedades y abusos, sostiene un soldado que ha vivido la guerra en el sureste, en Sinaloa y en Durango.
“Todas los comandantes de las zonas y los batallones tienen a sus grupos especiales, son oficiales y tropa dispuestos a todo, son incondicionales de los comandantes: lo mismo pueden hacer investigaciones y decomisos que entrar a domicilios sin órdenes de cateo y aprovechan para robar y cometer barbaridades.
“Por lo general esa gente es del GAOI (Grupo de Análisis de Orden Interno), en las zonas, y del pelotón de información, en los batallones. Cuando salen a sus operativos especiales no utilizan vehículos militares. Se mueven en camionetas y carros particulares decomisados. Tampoco llevan uniformes o nomás se quitan las insignias para que no los reconozcan. Claro, todos llevan pasamontañas.”
Hacerse de la vista gorda
Muchos de los prisioneros aseguran que para sobrevivir en el medio militar hay que hacerse de la vista gorda.
Un soldado fue testigo de cómo un hombre a bordo de una camioneta de lujo baleada llegó hasta las puertas del batallón en el que se encontraba de guardia: “Nos pidió apurado que le abriéramos la puerta, que lo andaban persiguiendo los zetas. Nosotros le negamos el paso pero él sacó su celular y llamó a un alto mando del Ejército que está acá en el Distrito Federal.
“Minutos después el coronel nos ordenó que le abriéramos la puerta y lo pasáramos a la casa de visitas, para que comiera y durmiera.
“Al día siguiente se fue escoltado hasta el aeropuerto y su vehículo baleado fue reparado en la Zona Militar; lo sé porque días después llegaron guaruras del señor ese para llevárselo.
“Después nos enteramos que pertenecía a una familia de empresarios al parecer ligados con el cártel de Sinaloa y al que los zetas ya le habían matado dos hermanos.”
Los narcos pagan bien
En el medio militar, para vincularse con el narcotráfico las estrategias varían según la región del país, comentan los enterados.
En el sur y sureste “por lo general los narcos contactan a soldados para que les pasen información de operativos y desplazamientos. El pago depende de la jerarquía y del tipo de información”.
“A los altos mandos les dan unos 40 mil a 50 mil pesos al mes, y a los de más bajo rango, de 3 mil a 5 mil pesos mensuales. Generalmente hay un intermediario, que es el que paga.”
En el norte los traficantes de drogas y armas “pagan en el momento, cuando llegan a los retenes militares; generalmente los pagos son en dólares y varían dependiendo de la carga”.
A la guerra sin fusil
En las entrevistas los militares procesados manifestaron su inconformidad porque aseguran que están siendo enviados a la guerra sin contar con el equipo necesario para enfrentar a narcotraficantes mejor armados que ellos.
“Nos mandan a la guerra con fusiles de mala calidad, algunos hasta se rompen si se caen; los chalecos antibalas que nos dan están vencidos o no resisten impactos de alto calibre; las botas son de vinil y pesan tres kilos; los trajes y los cascos son un horno cuando hace calor y un congelador cuando hace frío. Lo único bueno es que si morimos, las familias quedan pensionadas y ellos pagan los gastos de marcha”, explica un soldado que ha sufrido las inclemencias del clima en los estados del norte.
Y de los estímulos “mejor ni hablar”, acota otro. A los soldados enviados a combatir al narcotráfico se les alienta con una aportación diaria de entre 30 y 50 pesos, según el rango.
“Los generales y coroneles se llevan la mayor parte del dinero, pero quienes estamos al frente, los que recibimos los balazos somos la tropa, y nomás nos dan 30 pesos al día... y eso si no te transa el pagador.”
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Subteniente Colorado Montejo: torturado*
Gloria Leticia Díaz
Originario de Cárdenas, Tabasco, el subteniente de Infantería José Freddy Colorado Montejo es un hombre de 31 años, de estatura más bien baja, ojos rasgados y oscuros, piel morena... y la camisola de su uniforme azul de reo de la prisión del Campo Militar Número 1 no puede ocultar una pancita que revela que no es afecto al ejercicio.
Pero después de tres días de tortura a manos de policías judiciales militares en instalaciones de la XXX Zona Militar de Villahermosa, del 23 al 26 de mayo de 2009, Colorado firmó una declaración en la que admitió ser varios centímetros más alto, de piel blanca, ojos color miel, cuerpo de fisicoculturista, ser apodado El Rojo y recibir 25 mil pesos mensuales de Los Zetas por darles información de los operativos castrenses.
No sólo eso. Bajo la amenaza que le hicieron los militares de llamar a la maña (al crimen organizado) para que matara a su mujer y a sus hijos delante de él, Freddy Colorado firmó documentos en los que implicaba a cuatro soldados más y en los que aceptaba haber reclutado para trabajar para Los Zetas.
Los cinco son procesados en la causa penal 407/2009 en el Juzgado Tercero Penal Militar por delitos contra la salud en su modalidad de “colaboración en cualquier manera en el fomento para posibilitar el tráfico de narcóticos agravado”.
El subteniente Colorado narra la serie de irregularidades que lo llevaron a la cárcel del Campo Militar Número 1, donde estuvo del 31 de mayo de 2009 al 28 de abril de 2011, cuando fue trasladado al Cefereso de Perote, Veracruz.
Adscrito al 57 Batallón de Infantería de Cárdenas y comisionado para resguardar la base de operaciones de Pemex en La Venta, Tabasco, el 23 de mayo de 2009 recibió la orden del comandante de su batallón, Domingo Vargas Merlín, de presentarse ante el comandante de la Zona Militar, general José de Jesús Ramírez García.
Antes de ser trasladado, los oficiales Joa Omar Rodríguez Ocampo y Sandro Díaz le confiscaron el arma de cargo y el celular, y además se le impidió redactar un escrito por el que dejaba constancia de que la responsabilidad del resguardo de las instalaciones de Pemex quedaba en manos del teniente Julio César Rodríguez Arenas.
Tortura y amenazas
En la XXX Zona Militar lo obligaron a firmar una boleta de arresto por ocho días por “sustraer lo perteneciente a Pemex”. El subteniente replicó: “Esto no es un arresto, es un delito y yo no lo cometí”, pero le recordaron que si no firmaba podrían procesarlo por desobediencia.
A las 10 de la noche lo entregaron a policías judiciales militares vestidos de civil, comandados por el capitán segundo de artillería Antonio Ruperto Gasca Pérez. Lo trasladaron a la enfermería para hacerle una revisión médica.
Después lo llevaron a un cuarto de lo que se conoce como la enfermería vieja. “Me taparon con vendas la cara, sólo me dejaron libres las fosas nasales y la boca; me envolvieron con hule espuma el tórax y me esposaron las manos y los pies a una silla metálica.
“Me golpearon los oídos y el estómago, me dieron toques eléctricos en el cuerpo y en los testículos, me pusieron una bolsa de plástico en la cara, me sumergieron en agua... y los golpes que no acababan”, cuenta.
Al principio, asegura, los torturadores le ofrecieron ser testigo protegido: querían que declarara que el general Jaime Rufino Hernández Vázquez, quien antecedió a Ramírez García como comandante en la XXX Zona Militar, trabajaba con Los Zetas.
Hernández Vázquez fue condecorado por el secretario Guillermo Galván Galván el 20 de noviembre de 2008 por “Perseverancia Institucional”. Meses después solicitó el retiro y desde entonces salió del país, según el subteniente Colorado.
Freddy formó parte del grupo de enlace del general Hernández Vázquez, pero con funciones de mantenimiento de la Zona Militar. “No tenía información del movimiento de tropas; quienes hacen ese trabajo son los que están en el GAOI (Grupo de Análisis de Orden Interno).
Según el soldado entrevistado en los jardines de la prisión militar, luego de varias sesiones de tortura, sin conseguir que implicara a su exjefe, los judiciales militares lo acusaron a él de reclutar soldados y le dijeron que tenían un testigo: un indocumentado hondureño llamado Juan Carlos Martínez Sosa, El Negro Hondureño.
Esposado a la silla metálica y con las vendas de los ojos aflojadas, Colorado Montejo pudo ver a su acusador: un hombre flaco, con el rostro hinchado por los golpes y el brazo vendado, quien frente a él fue golpeado para que dijera que Freddy era uno de los militares a quienes Los Zetas entregaban 25 mil pesos mensuales.
“Cuando los judiciales militares me mostraron fotos de mi mujer y mis hijos y dijeron que iban a ir por ellos para matarlos delante de mí, me doblé. Les dije que firmaba lo que quisieran pero que no les hicieran daño”, cuenta Colorado con voz entrecortada.
Los otros cinco militares involucrados, apunta, también fueron torturados y obligados a firmar declaraciones.
El 31 de mayo, Freddy y sus compañeros fueron trasladados en avión al Distrito Federal e internados en la prisión del Campo Militar Número 1.
En su declaración preparatoria, el 1 de junio de 2009 en el Juzgado Tercero Penal Militar (documento del que este semanario tiene copia), el subteniente denunció las torturas físicas y psicológicas a las que fue sometido para autoinculparse e implicar a cuatro soldados más.
Narró el momento en el que sucumbió a las órdenes de los policías militares. Con la foto de su mujer e hijos le dijeron que “iban a pasar los datos a La Maña para que matara a mi familia; o si no, que me iban a tirar en una calle de la ciudad con las fotografías de mi esposa y mis hijos nada más, y después ellos calentarían el terreno para que me localizara La Maña y me mataran a mí y a mi familia, dejándoles un mensaje de que yo era dedo”.
Amenazado, explicó, señaló a sus compañeros. Dice que incluso fue videograbado.
En el documento también señaló a un civil vestido sólo con una trusa, vendado de los ojos y esposado a una silla, quien habría sido golpeado en su presencia para acusarlo de tener relaciones con otro oficial procesado por delitos contra la salud. De esa persona Freddy sólo señaló que fue militar pero que no conoce su nombre.
En los primeros días de junio de 2009 pudo comunicarse con su familia, que lo había buscado desde el día de su detención.
Por la incomunicación y las acusaciones contra Freddy, el 6 de julio, su padre, Javier Colorado Ramos, interpuso una queja ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) en la que explica cómo le fue negada la información del paradero de su hijo en las instalaciones militares de Tabasco y pide que se verifique su estado de salud, porque “prácticamente fue secuestrado por la misma milicia”. La queja tiene el número CNDH/3/2009/3172/Q.
El subteniente Colorado cuenta que después de que su padre denunció los hechos acudió un visitador de la CNDH a entrevistarlo. Desde que su familia fue notificada de la admisión de la queja, el 14 de julio de 2009, no volvieron a saber nada del organismo.
El testigo que señala a Freddy y a sus compañeros de estar al servicio de Los Zetas, Juan Carlos Martínez Sosa, está preso actualmente en la cárcel de Villahermosa, procesado con otras tres personas por robo de vehículo y asociación delictuosa agravada, según el expediente 125/2009 del Juzgado Cuarto Penal de Primera Instancia del Distrito Judicial de Centro. Proceso tiene copias de ese documento.
Martínez Sosa fue detenido la tarde del 18 de mayo de 2009 en un operativo policiaco en Villahermosa manejando un automóvil robado; fue puesto a disposición del Ministerio Público la madrugada del día siguiente, lo arraigaron y rindió cuatro declaraciones ministeriales. El 21 de julio fue puesto a disposición de un juez.
En una ampliación de su declaración ministerial, el 23 de mayo, Martínez Sosa asume que trabajaba para el “cártel del Golfo, es decir para Los Zetas”, y que su función era “ser operativo para usar armas como la nueve milímetros, R-15 (…) secuestrar personas, transportar droga, transportar polleros, es decir personas indocumentadas, y cobrar las cuotas de la gente que trabaja con nosotros”.
Después de operar en Palenque, se indica en la declaración ministerial, marchó a Villahermosa como escolta de un hombre apodado El Cejas, quien “se encargaba de pagar a los informantes”.
Según el documento, El Negro Hondureño da una serie de apodos y descripciones de cinco policías ministeriales y de cuatro militares que presuntamente colaboraban con Los Zetas.
De las referencias de los militares, Martínez Sosa describe a El Rojo como “una persona del sexo masculino, de color de piel blanca, de pelo color café, de ojos claros de color miel, de aproximadamente 1.65 metros de estatura, medio robusto, con cuerpo marcado y que hace ejercicio”.
En el auto de formal prisión, de fecha 25 de julio de 2009, el juez de la causa, Rutilo Ramón Pérez, consideró como prueba para inculpar a Martínez Sosa por los delitos de robo de vehículo calificado y asociación delictuosa agravada la “declaración de José Freddy Colorado Montejo alias El Rojo”.
Sin embargo, en la declaración preparatoria del 21 de julio ante el mismo juzgado, Martínez Sosa reconoce únicamente la declaración ministerial que hizo el 19 de mayo, y las otras tres “no las ratifico porque no dije eso, ya que eso lo pusieron los soldados y los policías; ni las firmas reconozco”.
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Teniente Hernández Hernández: calumniado*
Gloria Leticia Díaz
En la guerra contra el narcotráfico, un escrito anónimo le basta a la justicia militar para relacionar a un soldado con un capo y procesarlo por delitos contra la salud.
Es lo que le pasó al teniente Julián Hernández Hernández y a seis oficiales más, ahora procesados por haber recibido “fajos de billetes” de manos de Arturo Beltrán Leyva, El Barbas o El Jefe de Jefes.
Al menos así lo señala una carta anónima enviada al secretario de la Defensa, Guillermo Galván Galván, fechada el 24 de diciembre de 2009, ocho días después de que el capo fue ejecutado por fuerzas especiales de la Marina y cuatro antes de que Proceso (edición 1729) revelara el testimonio de uno de los cinco detenidos en el operativo, identificado como El Cocinero:
Éste dijo que “el día del ataque el llamado Jefe de Jefes esperaba a comer en su departamento nada menos que al comandante de la XXIV Zona Militar con sede en Cuernavaca”, el general Leopoldo Díaz Pérez, así como a “un capitán y un mayor del Ejército”.
Los nombres de Julián Hernández y sus compañeros, que no se conocían, aparecieron en un documento anónimo redactado con lenguaje castrense. Esa “prueba” y recortes de periódico son los únicos elementos en su contra incluidos en la causa penal 896/2009 que se le abrió por “colaboración en cualquier manera en el fomento para posibilitar el tráfico de narcóticos agravado”.
Lo que el teniente Hernández califica de libelo fue escrito en computadora y supuestamente redactado por una mujer que asegura que sostenía relaciones sentimentales con un sargento y que fue testigo de un encuentro entre siete oficiales de la XXIV zona con “un hombre alto, de barba” que era custodiado por seis personas.
El “hombre de barba” habría entregado fajos de billetes a los oficiales en un bar, y después todos –los militares, la firmante del anónimo, el hombre de barba y sus guardaespaldas– se dirigieron a un hotel a las afueras de Cuernavaca. Presuntamente quien entregó el dinero era El Barbas.
Originario de un pueblo de la Huasteca Hidalguense, Julián Hernández ingresó al Ejército, como muchos de su pueblo, “para salir de pobre”.
Adscrito al Tercer Regimiento Blindado de Reconocimiento, de la XXIV Zona Militar de Cuernavaca, estuvo al frente de una sección de fusileros integrada por 30 elementos de tropa. Tenía como función patrullar las calles y comunidades en Morelos.
“¿Qué sabes de Beltrán?”
Residente de la Zona Militar desde 2006, se le ordenó presentarse ante el coronel del Tercer Regimiento, Jesús García García, la mañana del 28 de diciembre de 2009. En la oficina del coronel encontró a otro teniente que había recibido la misma indicación que él.
García García les comentó: “Yo no los necesito, no sé qué se trae el comandante de la zona (Leopoldo Díaz) con ustedes”.
A las 10 de la mañana un teniente coronel se dirigió a ambos tenientes y les exigió que le entregaran sus armas de cargo y sus celulares, mientras policías judiciales militares vestidos de civil les ordenaron que los condujeran a sus habitaciones.
“A los dos judiciales que iban conmigo les pedí algún oficio que justificara su actuación. Nunca lo hicieron y me dijeron que traían órdenes contra nosotros y que más valía que cooperara”, cuenta. “Ya en mi alojamiento se llevaron documentos personales, cámara de video, un GPS, cargadores de mi pistola, ropa, fornituras, chalecos tácticos, y me preguntaban por un celular, que yo les insistía en que no tenía.
“Me ordenaron desnudarme y empezaron a golpearme. ‘¿Qué sabes de Arturo Beltrán?’, preguntaban, y yo les decía: ‘Sobre mi cama está la revista Proceso. Todo lo que sé está ahí’. Y siguieron los golpes.”
El otro teniente y él fueron subidos a una vagoneta blanca con placas del Distrito Federal; de reojo vio cómo otro oficial fue subido a un vehículo particular. Dentro de los autos los judiciales militares les vendaron los ojos.
Conocedor de la Zona Militar, Julián advirtió que los vehículos nunca la abandonaron y que fueron llevados a instalaciones del Patronato del Campo Militar, donde cada uno fue conducido a un cuarto para ser torturado, afirma.
Recuerda: “Me sentaron en una silla metálica, me ataron los pies, me pusieron una bolsa de plástico en la cabeza mientras me golpeaban el estómago; me envolvieron en una cobija mojada y me dieron toques eléctricos; por momentos quedé inconsciente, pero me despertaban a golpes”.
Deliberadamente, asegura, los judiciales militares se comunicaban por radio con otra persona, aparentemente “un mando”, quien decía que por órdenes superiores los siete oficiales tenían que ser detenidos, y cuando los torturadores informaron que el teniente Hernández se negaba a “cooperar”, la voz dio la instrucción de tirarlo en calles de Cuernavaca y “hablarle a La Maña para que me mataran”.
Con esa advertencia, añade, los torturadores lo subieron a una camioneta y simularon llevarlo a las calles de la ciudad; lo tiraron al pavimento, pero en realidad nunca salieron de la Zona Militar.
“Me dejaron un rato tirado y de repente oí un carro, me subieron a él y escuché a gente que decía: ‘¡Traicionaste al patrón!’. Pero eran las mismas voces de los policías judiciales militares y la misma camioneta; les dije que ya los había descubierto y me golpearon otra vez.
“Me llevaron al vivero de la Zona Militar; yo seguía negando todo y me dijeron que tenían luz verde para ir por mis papás, mi hijo y su mamá, que a ella la iban a violar. Escuché otra vez que por radio les decían a quienes me golpeaban que ya iban por el ‘paquete’, y daban señas de la ruta que se sigue para ir a la casa de mi hijo; cuando estaban supuestamente a una cuadra entré en pánico y les dije que dejaran en paz a mi familia, que iba a firmar lo que quisieran.”
Julián dice que, ablandado por los golpes y la tortura psicológica, recibió un documento con una declaración fabricada que tendría que aprenderse.
“No quiere cooperar”
La mañana del 29 de diciembre, los siete militares llegaron a las oficinas de la Procuraduría General de Justicia Militar en el Distrito Federal, donde fueron atendidos por el jefe de Averiguaciones Previas, el mayor Jesús Rosario Aragón Valenzuela.
“Le dije al mayor que no sabía por qué estaba ahí, que los judiciales militares me habían torturado. El mayor puso un gesto de desagrado y les gritó a los judiciales: ‘¡Éste no quiere cooperar y yo no estoy jugando!’. Llegaron dos judiciales miliares y el mayor dijo que me llevaran al baño. Ahí otra vez empezaron a golpearme. Les dije que ya estaba bueno, que me dejaran en paz.
“El mayor me dijo: ‘No te preocupes, vas a salir en unos tres años’. Y firmé lo que me puso enfrente.”
El teniente Hernández recuerda cómo un sargento, detenido con él, le dijo al mayor Aragón que tenía derecho a hacer una llamada, que le permitiera hacerla, y el agente le respondió: “Eso sólo pasa en Estados Unidos. Estás en México y aquí te chingas”.
El mismo 29 de diciembre, los siete oficiales fueron conducidos a dormitorios de la Policía Judicial Militar, en el Campo Militar Número 1. Estuvieron hasta el 31 de diciembre esposados a las literas e incomunicados. “Querían que se borraran las huellas de la tortura antes de que nos hicieran el certificado médico para pasar a la prisión militar, pero no fue suficiente; a pesar de estar todos golpeados, el médico puso en el certificado ‘sin novedad’. Yo reclamé y me dijo que como podía caminar no había novedad”, dice Julián.
Cuando los soldados iban a rendir su declaración preparatoria le pidieron al primer abogado civil que vieron por los juzgados militares que los defendiera.
“El licenciado pidió peritajes por los golpes y alegó que nuestras declaraciones no era válidas por haber sido torturados. Cuando el licenciado salió del Campo Militar lo alcanzaron soldados y le dijeron que no se metiera en nuestro caso, que ya todo estaba armado. El abogado se asustó y se negó a defendernos.”
Su actual defensor, también civil, tramitó un amparo directo contra el auto de formal prisión en el Juzgado Tercero de Distrito, que resultó favorable: se ordena al juez militar que libere a los presos porque el auto no está fundado ni motivado.
Un tribunal colegiado ratificó la resolución, pero el juzgado militar les volvió a dictar formal prisión.
Hernández tiene miedo porque su familia está vigilada y se indigna porque su imagen es utilizada en una campaña interna de la Sedena contra la corrupción.
“Un amigo me vino a ver y me dijo que les habían pasado un video en el que aparece mi rostro: aparezco como un mal ejemplo de soldado, diciendo que yo trabajé para Beltrán y que ahora estoy en la cárcel. Mi amigo me dijo que después de ver ese video había decidido que ya no volvería a visitarme, que tenía miedo de que lo metieran a la prisión por hablar conmigo. Eso es lo que más me duele, que además de que me tienen encerrado, manchen mi imagen y mis amigos me dejen solo.”
El teniente Julián Hernández fue trasladado el 28 de abril de 2011 al penal de máxima seguridad de Perote.
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Cabo Pérez Arriaga: “No la pude salvar...” *
Gloria Leticia Díaz
“Cada 15 días más o menos me pasa lo mismo: despierto con angustia, sudoroso. Sueño con los ojos de la niñita a la que no pude salvar. Estaba destrozada por los balazos. El material que llevaba en mi botiquín no me alcanzó para atender a los seis heridos. Estaban vivos y el helicóptero nunca llegó para sacarlos de ahí.”
Quien relata es Eladio Pérez Arriaga, cabo de sanidad del 24 Regimiento de Caballería Motorizada. Está procesado junto con otros 18 militares acusados de disparar contra una camioneta en la que viajaban ocho miembros de la familia Esparza Galaviz, todo porque el conductor, Adán Abel Esparza, no detuvo la marcha al pasar por un retén instalado el 1 de junio de 2007 en las inmediaciones de La Joya de los Martínez, en la sierra de Sinaloa.
Las víctimas, dos mujeres, de 17 y 25 años, y tres niños, de siete, cuatro y dos años, fueron de los primeros “daños colaterales” de la “guerra contra el crimen organizado”, lanzada por Calderón en diciembre de 2006.
Flaco, moreno, marcado el rostro por el paño que deja la exposición constante al sol, Eladio es hijo de un soldado que no conoció: murió enfrentando a la guerrilla de Lucio Cabañas en la sierra de Atoyac.
De 37 años y de origen humilde, se enlistó en el Ejército el 1 de mayo de 1996 y dos años después se integró al cuerpo de sanidad. Como integrante del Cuarto Regimiento de Caballería Motorizada estuvo en Reynosa y en Tehuacán antes de ser enviado a Culiacán el 27 de mayo de 2007.
Tres días después sería incorporado a una unidad encabezada por el capitán Cándido Alday Aldana, que tenía como misión erradicar plantíos de mariguana en la sierra.
El 1 de junio, mientras la tropa se dedicaba a quemar los sembradíos, el capitán recibió un mensaje de alerta por radio: militares habían sido atacados en un sitio muy cerca de donde se encontraba Alday.
“Esa noticia nos puso nerviosos a todos”, recuerda Pérez Arriaga, quien esa noche, asegura, se recargó en un árbol alejado del dispositivo de revisión que ordenó el capitán, porque “por estrategia, los de sanidad y los de transmisiones siempre estamos en la retaguardia”.
Su sueño fue interrumpido por disparos y, “de reflejo”, accionó dos veces su arma.
“Todo fue en segundos. Cuando me levanté vi de donde venía la balacera, luego escuché que gritaban ‘¡sanidad, sanidad!’, y fui corriendo a donde estaba una camioneta patas pa’rriba. Dos cayeron en el acto –una señora y un menor–, seis estaban heridos. No me daba abasto. Se me acabó todo el material de mi botiquín. ‘¡Atiende a mi hijo!’, me gritaban, y yo lloraba porque no tenía con qué atenderlos”, cuenta.
Según el cabo, los superiores al mando de la unidad ordenaron trasladar a los heridos a un punto específico donde llegaría un helicóptero a recogerlos. Pero nunca llegó, por lo que los propios campesinos trasladaron a los enfermos. “La gente nos quería linchar, de milagro salimos vivos”, recuerda Eladio.
A pesar de la inconformidad, los soldados se quedaron resguardando el lugar hasta que llegó el personal de la Procuraduría General de la República a hacerse cargo.
Para entonces la noticia de la matanza estaba regada. El padre de la familia denunció que no recibió advertencia de que se detuviera antes de la balacera, que los soldados estaban borrachos y drogados y tuvieron que sortear varios retenes en el camino a Culiacán, adonde llegaron nueve horas después de salir de La Joya de los Martínez, en un recorrido que normalmente toma cinco horas.
Para él, su estancia en la prisión tiene una explicación “política”: es una estrategia de la Sedena para detener el escándalo que causó la muerte de inocentes por las balas del Ejército.
Alday y su unidad fueron trasladados a la cárcel militar de Mazatlán. De 20 soldados que participaron, la Procuraduría de Justicia Militar consignó a 19 en la causa penal 1531/2007. Actualmente, en el Primer Juzgado Penal Militar se les siguen además las causas acumuladas 1895/2007 y 456/2008.
Ahí, refiere Pérez Arriaga, policías judiciales militares lo interrogaron durante dos días. Dice que no lo torturaron pero que lo amenazaron con hacerlo si no aceptaba que había disparado contra la familia o si no señalaba a los soldados que sí lo hicieron.
Mientras los policías lo presionaban, él se empezó a convulsionar. Se desmayó y despertó ocho días después en el Hospital Militar Regional en Mazatlán.
“No me respondían las piernas. Estuve en silla de ruedas un tiempo y después, cuando nos trasladaron al Campo Militar Número 1, estuve otros 15 días en el hospital, en cama. Los doctores dijeron que fue por estrés.”
En la recomendación 40/2007 de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos se reproduce la valoración del cabo realizada por un psiquiatra del Hospital Militar de Mazatlán:
“El paciente presentó trastorno por estrés agudo con la siguiente sintomatología: embotamiento emocional subjetivo, reducción en su relación con el entorno, así como reexperimentación del evento traumático generado precisamente por los hechos suscitados el 1 de junio de 2007 en la comunidad de La Joya de los Martínez, municipio de Sinaloa de Leyva, en el estado de Sinaloa, en los que se encontró involucrado.”
Aunque en la recomendación se asegura que el tratamiento psicofarmacológico al que está sometido Pérez Arriaga es adecuado, para él no lo es; ya son cuatro años de ver imágenes aterradoras que lo asaltan de día y de noche. “Los doctores me dicen que se me va a pasar. quieren que tome unas pastillas para dormir, pero yo no quiero tomarlas”.
Sostiene que en la reconstrucción de los hechos, que se llevó a cabo en el Campo Militar, los peritos descartaron que él haya disparado contra la camioneta. Por eso confía en que en el Consejo de Guerra, próximo a realizarse, todo se aclare y se le ponga en libertad.
Aun considerándose inocente tiene temor: “A veces no quiero salir de la cárcel; pienso que los familiares de los niños que murieron pueden matarme”.
–¿Qué le diría a los familiares de las víctimas, tras cuatro años de estar en la cárcel? –se le pregunta.
“Aunque no tuve la culpa, quiero pedirles perdón. Yo también sufrí esa noche: vi a mis hijos en esos niños. Les pediría que me crean, que hubiera dado mi vida por salvar a esos inocentes.”
*Tomados de la revista Proceso