Una propuesta para las elecciones*
Tomados de La Jornada, Hernández, Helguera, El Fisgón y Rocha y El Universal, Helioflores.
Octavio Rodríguez Araujo
En días pasados un ex alumno de posgrado, Tonatiuh T. González V., me envió una propuesta atendible para las próximas elecciones. No la cito en su totalidad porque es extensa, pero sí algunas de sus partes sustantivas.
Tonatiuh partió de una consideración insoslayable en estos tiempos: que hay descontento más o menos generalizado hacia los políticos y sus partidos. Y añadió: “Varios analistas políticos han defendido el derecho de los electores a anular el voto para mostrar su inconformidad, mientras que otros advierten que no se puede ignorar la realidad, ya que algún candidato ganará para posteriormente [ser representante], al mismo tiempo que la anulación, al igual que sucede con la abstención, iría en beneficio de algunos partidos y en detrimento de otros.” Y propuso otra opción: “Los electores mexicanos podrían ir a votar por el candidato o partido de su preferencia pero manifestando públicamente su inconformidad con los políticos a través de múltiples manifestaciones creativas y cívicas, que además no están prohibidas por el Cofipe. Algunos ejemplos podrían ser caminar rumbo a la casilla y formarse en la fila de votación con la cara tapada con una bolsa de papel con hoyos a la altura de los ojos, la cual, obviamente, tendrían que quitarse frente a los funcionarios de casilla y al votar, pero que se podrían volver a poner después de esto. Dicha práctica es ampliamente utilizada por los fanáticos de los equipos de fútbol de distintos países para mostrar su inconformidad con su equipo, sin dejar de ir a los encuentros deportivos; también se podrían pintar en las playeras “Voto bajo protesta” o frases similares. Otros ejemplos se podrían retomar de algunos ciudadanos franceses que en la segunda vuelta de 2002, para evitar que ganara el ultraderechista Le Pen, tuvieron que votar por el gobernante Jacques Chirac, a pesar de que […] se habían comprobado actos de corrupción en su administración y, para demostrar su descontento con Chirac, asistieron a las urnas con guantes y pinzas en la nariz.”
Estas ideas me parecen muy atractivas y llamarían la atención de los medios. Se vota pero se demuestra un cierto repudio a los partidos y a sus candidatos. Si la gente no acude a las urnas (abstención) o si anula su voto, beneficiará indirectamente a los gobiernos que tienen más recursos para influir en la orientación del sufragio, como lo está haciendo ya el Partido Acción Nacional con sus ataques al PRI (su principal competidor en esta ocasión), además de que no se notará ante la opinión pública. Los medios y el mismo IFE dirán que hubo una gran abstención (que no es excepcional en elecciones intermedias), y que muchos se “equivocaron al votar” por lo que sus sufragios tuvieron que anularse. En cambio, si se vota bajo protesta y se hace evidente el rechazo a los partidos y sus candidatos, éste no podrá ser manipulado y tal vez tampoco ocultado pues se trataría de una táctica que en México no tiene precedentes y por lo cual será noticia. No es lo mismo un acto privado (el voto es secreto) que una manifestación pública de descontento, de inconformidad y de rechazo.
Las propuestas del ciudadano Tonatiuh González, como me ha pedido que lo presente al preguntarle si podía citarlo, me parecen francamente adecuadas y las hago mías en este espacio. Son fáciles de llevar a cabo, son baratas y son efectivas ante la opinión pública nacional y extranjera.
Otra cosa es por qué partido votar. Si todas las baterías del PAN están dirigidas contra el PRI es por algo, no es un caprichito de Germán Martínez ni de Felipe Calderón. Quieren ganar la mayoría en las Cámaras de Diputados, tanto en la federal como en las estatales, además de las gubernaturas y presidencias municipales en juego. Esto es claro y el PAN está usando una táctica semejante a la de 2006 contra López Obrador (la llamada “guerra sucia”). Razón suficiente, que no única, para no votar por el blanquiazul ya que, además de corrupto, utiliza malas artes, incluso fraudulentas, para llevar a puerto sus políticas reaccionarias y oscurantistas.
La competencia entre el gobierno federal (PAN) y el del Distrito Federal (PRD) por demostrar reacción pronta y según ellos eficaz ante la contingencia por la influenza (para no repetir el síndrome del 85), también tiene visos de haber sido una maniobra con fines electorales, como lo demostraría el hecho de que se decretó el fin de las exageradas restricciones “sanitarias” a partir del 6 de mayo a pesar de que los contagios siguen en aumento y también el número de muertes (más en México que en otros países, aunque estadísticamente no sea significativo). El PAN, como ha sido evidente, ha querido demostrar –a través de Calderón– que lo hecho estuvo bien, tanto que el inquilino de Los Pinos incluso se autonombró “salvador de la humanidad”, aunque su “salvación” le haya costado al país un golpe más a su crítica economía.
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La “clase política” o la desilusión democrática*
Adolfo Sánchez Rebolledo
Es evidente que la sucesión de escándalos en los que aparecen personajes de todas las denominaciones ha acreditado hasta la náusea la idea corriente de que, en efecto, existe una clase política” que actúa por encima o al margen de la sociedad, siempre en beneficio propio e independientemente del origen o la procedencia de sus miembros. Imposible salir en su defensa. En el extremo opuesto, entre politólogos y buenas conciencias, se pretende que la política es mero “servicio” al margen de los intereses individuales, de grupo o de clase que los políticos representan. Ambas generalizaciones son erróneas.
El fracaso de los partidos para reformar México, así como los excesos del poder, aunado a la ceguera histórica de las elites para limitar los privilegios clasistas, la persistencia de una cultura política sustentada en la intolerancia, la exclusión y la discriminación, así como la frustración ante la parálisis reaccionaria de las instituciones bajo el panismo, han creado un vasto sentimiento de animadversión contra la “clase política” –sobre todo contra la llamada “partidocracia”– y sus escándalos, pero también contra la política en general, considerada como una actividad “sospechosa” y poco edificante por los mismos intereses fácticos que defienden su propia agenda maniobrando en los pasillos del poder sin sujetarse a las reglas del juego que les impone el pluralismo, la sociedad abierta y la urgencia de hacer de México un país menos injusto y desigual.
Sin duda, todos los políticos comparten la voluntad de gobernar, es decir, la vocación de poder, la disponibilidad para ejercer profesionalmente las funciones del Estado. Tienen en común la aspiración a ser expertos en el dominio de su actividad, considerada como un arte sujeto a ciertas reglas (aunque el oportunismo sea mal visto), pero se distinguen entre sí no solamente por sus capacidades, formación y moralidad sino, y esto es decisivo, por los fines que orientan su participación en la vida pública, esto es, por los principios y valores que los unen a otros que piensan de manera semejante (partidos, grupos, etcétera) y a los objetivos que se proponen alcanzar mediante su participación en la arena pública. Si estos fines se deslavan o desaparecen bajo el peso de las ambiciones personales o de la corrupción (o por simple estrategia de camuflaje ideológico), digamos, la función política también se degrada, aunque difícilmente se pueda probar que la naturaleza última de dicha actividad sea favorecer actitudes ilícitas o inmorales. En rigor, de labios para fuera nadie acepta que cualquier medio sirva para alcanzar objetivos legítimos (sin mancharlos), aunque muchos políticos de las más diferentes ideologías se esfuercen por demostrar lo contrario, como si trataran de probar a la vez que todos son iguales. Para esos casos, en una sociedad democrática están –o deberían estar– los tribunales.
El mensaje contra la “clase política”, que no sólo denota justificada irritación, podría, empero, tener efectos ilusorios entre la ciudadanía: un lector escribe al foro de un diario nacional: “La mejor manera de cambiar este país, en este momento, es no votar por ningún partido; la clase política está corrompida, acabemos con todos ellos”. Se piensa, porque así se desea con toda pasión y buena fe, que la inmoralidad reinante se resolverá mediante una expiación ética a cargo de la sociedad que, utópicamente, alzará sobre las ruinas del viejo régimen un nuevo orden “sin políticos”, vale decir, sin Estado.
La crisis de representación es a final de cuentas la expresión de la crisis de un “modelo” político que no acaba de extinguirse mientras que el prometido para sustituirlo sigue sin crecer. Todo está a medias. Donde la alternancia debió sentar las bases de un cambio de fondo se produjo la primera gran claudicación. Satisfechos, los partidos se acomodaron a la democracia sin asumir la reforma institucional del Estado y dilapidaron la legitimidad trabajosamente alcanzada en años de transición. Las grandes reformas no llegaron, ante la incompetencia de los poderes dominantes para percibir los vientos del cambio.
El conservadurismo se resignó con la máxima hegeliana de que “todo lo real es racional”. Desaparece toda noción de futuro. No hay proyecto porque nadie lo necesita para medrar con el reparto de posiciones. Más que el despliegue de la pulsión democrática asistimos al asalto final contra el viejo constitucionalismo del siglo XX, sin cuestionar, por cierto, algunos de sus fundamentos objetivos. En nombre de la democracia, la Iglesia vuelve por sus fueros; los medios se erigen en jueces de la vida nacional, la riqueza se concentra mientras se estigmatiza al Estado, a las organizaciones sociales; la justicia no cancela la impunidad; la democracia electoral tropieza sin remedio ante la rigidez autoritaria de los sindicatos, las asociaciones civiles y religiosas. La inmoralidad campea y a su modo la corrupción también se “democratiza” gracias a la pluralidad. El cinismo se instala como primera ideología del poder. Todo se vale. De estos años emerge un país desigual, desencantado, inmerso en la violencia y la crisis económica, torpemente paliada con mucha retórica y más demagogia.
Después de las elecciones entraremos en una fase de inevitable reajuste en la competencia política. Es evidente que el régimen de partidos existente ya no responde a las realidades del país y se hacen necesarios cambios al respecto, si no se desea llegar al 2012 en un clima de absoluta confrontación. El arreglo que permitió la alternacia ya se agotó, pero eso no significa renunciar ni a la política ni a los partidos, a elevar el nivel del debate público, que hoy se halla por los suelos. Ojalá y la izquierda tenga el valor de asumir que la fragmentación actual la lleva a la ruina, que es mejor fijar de una buena vez las diferencias y acordar caminar juntos cuando sea posible.
Estamos ante el fenómeno de la descomposición, que marca con todo rigor el largo final de un régimen que se ha vuelto decadente e insostenible. Pero la polarización, y sus secuelas en términos de la protesta social, no asegura la modificación del rumbo. Cuando falla la política se instaura la violencia. Pero la política exige compromisos, actuaciones transparentes, políticos, no sólo predicadores.
En días pasados un ex alumno de posgrado, Tonatiuh T. González V., me envió una propuesta atendible para las próximas elecciones. No la cito en su totalidad porque es extensa, pero sí algunas de sus partes sustantivas.
Tonatiuh partió de una consideración insoslayable en estos tiempos: que hay descontento más o menos generalizado hacia los políticos y sus partidos. Y añadió: “Varios analistas políticos han defendido el derecho de los electores a anular el voto para mostrar su inconformidad, mientras que otros advierten que no se puede ignorar la realidad, ya que algún candidato ganará para posteriormente [ser representante], al mismo tiempo que la anulación, al igual que sucede con la abstención, iría en beneficio de algunos partidos y en detrimento de otros.” Y propuso otra opción: “Los electores mexicanos podrían ir a votar por el candidato o partido de su preferencia pero manifestando públicamente su inconformidad con los políticos a través de múltiples manifestaciones creativas y cívicas, que además no están prohibidas por el Cofipe. Algunos ejemplos podrían ser caminar rumbo a la casilla y formarse en la fila de votación con la cara tapada con una bolsa de papel con hoyos a la altura de los ojos, la cual, obviamente, tendrían que quitarse frente a los funcionarios de casilla y al votar, pero que se podrían volver a poner después de esto. Dicha práctica es ampliamente utilizada por los fanáticos de los equipos de fútbol de distintos países para mostrar su inconformidad con su equipo, sin dejar de ir a los encuentros deportivos; también se podrían pintar en las playeras “Voto bajo protesta” o frases similares. Otros ejemplos se podrían retomar de algunos ciudadanos franceses que en la segunda vuelta de 2002, para evitar que ganara el ultraderechista Le Pen, tuvieron que votar por el gobernante Jacques Chirac, a pesar de que […] se habían comprobado actos de corrupción en su administración y, para demostrar su descontento con Chirac, asistieron a las urnas con guantes y pinzas en la nariz.”
Estas ideas me parecen muy atractivas y llamarían la atención de los medios. Se vota pero se demuestra un cierto repudio a los partidos y a sus candidatos. Si la gente no acude a las urnas (abstención) o si anula su voto, beneficiará indirectamente a los gobiernos que tienen más recursos para influir en la orientación del sufragio, como lo está haciendo ya el Partido Acción Nacional con sus ataques al PRI (su principal competidor en esta ocasión), además de que no se notará ante la opinión pública. Los medios y el mismo IFE dirán que hubo una gran abstención (que no es excepcional en elecciones intermedias), y que muchos se “equivocaron al votar” por lo que sus sufragios tuvieron que anularse. En cambio, si se vota bajo protesta y se hace evidente el rechazo a los partidos y sus candidatos, éste no podrá ser manipulado y tal vez tampoco ocultado pues se trataría de una táctica que en México no tiene precedentes y por lo cual será noticia. No es lo mismo un acto privado (el voto es secreto) que una manifestación pública de descontento, de inconformidad y de rechazo.
Las propuestas del ciudadano Tonatiuh González, como me ha pedido que lo presente al preguntarle si podía citarlo, me parecen francamente adecuadas y las hago mías en este espacio. Son fáciles de llevar a cabo, son baratas y son efectivas ante la opinión pública nacional y extranjera.
Otra cosa es por qué partido votar. Si todas las baterías del PAN están dirigidas contra el PRI es por algo, no es un caprichito de Germán Martínez ni de Felipe Calderón. Quieren ganar la mayoría en las Cámaras de Diputados, tanto en la federal como en las estatales, además de las gubernaturas y presidencias municipales en juego. Esto es claro y el PAN está usando una táctica semejante a la de 2006 contra López Obrador (la llamada “guerra sucia”). Razón suficiente, que no única, para no votar por el blanquiazul ya que, además de corrupto, utiliza malas artes, incluso fraudulentas, para llevar a puerto sus políticas reaccionarias y oscurantistas.
La competencia entre el gobierno federal (PAN) y el del Distrito Federal (PRD) por demostrar reacción pronta y según ellos eficaz ante la contingencia por la influenza (para no repetir el síndrome del 85), también tiene visos de haber sido una maniobra con fines electorales, como lo demostraría el hecho de que se decretó el fin de las exageradas restricciones “sanitarias” a partir del 6 de mayo a pesar de que los contagios siguen en aumento y también el número de muertes (más en México que en otros países, aunque estadísticamente no sea significativo). El PAN, como ha sido evidente, ha querido demostrar –a través de Calderón– que lo hecho estuvo bien, tanto que el inquilino de Los Pinos incluso se autonombró “salvador de la humanidad”, aunque su “salvación” le haya costado al país un golpe más a su crítica economía.
+++++++++++++++++++
La “clase política” o la desilusión democrática*
Adolfo Sánchez Rebolledo
Es evidente que la sucesión de escándalos en los que aparecen personajes de todas las denominaciones ha acreditado hasta la náusea la idea corriente de que, en efecto, existe una clase política” que actúa por encima o al margen de la sociedad, siempre en beneficio propio e independientemente del origen o la procedencia de sus miembros. Imposible salir en su defensa. En el extremo opuesto, entre politólogos y buenas conciencias, se pretende que la política es mero “servicio” al margen de los intereses individuales, de grupo o de clase que los políticos representan. Ambas generalizaciones son erróneas.
El fracaso de los partidos para reformar México, así como los excesos del poder, aunado a la ceguera histórica de las elites para limitar los privilegios clasistas, la persistencia de una cultura política sustentada en la intolerancia, la exclusión y la discriminación, así como la frustración ante la parálisis reaccionaria de las instituciones bajo el panismo, han creado un vasto sentimiento de animadversión contra la “clase política” –sobre todo contra la llamada “partidocracia”– y sus escándalos, pero también contra la política en general, considerada como una actividad “sospechosa” y poco edificante por los mismos intereses fácticos que defienden su propia agenda maniobrando en los pasillos del poder sin sujetarse a las reglas del juego que les impone el pluralismo, la sociedad abierta y la urgencia de hacer de México un país menos injusto y desigual.
Sin duda, todos los políticos comparten la voluntad de gobernar, es decir, la vocación de poder, la disponibilidad para ejercer profesionalmente las funciones del Estado. Tienen en común la aspiración a ser expertos en el dominio de su actividad, considerada como un arte sujeto a ciertas reglas (aunque el oportunismo sea mal visto), pero se distinguen entre sí no solamente por sus capacidades, formación y moralidad sino, y esto es decisivo, por los fines que orientan su participación en la vida pública, esto es, por los principios y valores que los unen a otros que piensan de manera semejante (partidos, grupos, etcétera) y a los objetivos que se proponen alcanzar mediante su participación en la arena pública. Si estos fines se deslavan o desaparecen bajo el peso de las ambiciones personales o de la corrupción (o por simple estrategia de camuflaje ideológico), digamos, la función política también se degrada, aunque difícilmente se pueda probar que la naturaleza última de dicha actividad sea favorecer actitudes ilícitas o inmorales. En rigor, de labios para fuera nadie acepta que cualquier medio sirva para alcanzar objetivos legítimos (sin mancharlos), aunque muchos políticos de las más diferentes ideologías se esfuercen por demostrar lo contrario, como si trataran de probar a la vez que todos son iguales. Para esos casos, en una sociedad democrática están –o deberían estar– los tribunales.
El mensaje contra la “clase política”, que no sólo denota justificada irritación, podría, empero, tener efectos ilusorios entre la ciudadanía: un lector escribe al foro de un diario nacional: “La mejor manera de cambiar este país, en este momento, es no votar por ningún partido; la clase política está corrompida, acabemos con todos ellos”. Se piensa, porque así se desea con toda pasión y buena fe, que la inmoralidad reinante se resolverá mediante una expiación ética a cargo de la sociedad que, utópicamente, alzará sobre las ruinas del viejo régimen un nuevo orden “sin políticos”, vale decir, sin Estado.
La crisis de representación es a final de cuentas la expresión de la crisis de un “modelo” político que no acaba de extinguirse mientras que el prometido para sustituirlo sigue sin crecer. Todo está a medias. Donde la alternancia debió sentar las bases de un cambio de fondo se produjo la primera gran claudicación. Satisfechos, los partidos se acomodaron a la democracia sin asumir la reforma institucional del Estado y dilapidaron la legitimidad trabajosamente alcanzada en años de transición. Las grandes reformas no llegaron, ante la incompetencia de los poderes dominantes para percibir los vientos del cambio.
El conservadurismo se resignó con la máxima hegeliana de que “todo lo real es racional”. Desaparece toda noción de futuro. No hay proyecto porque nadie lo necesita para medrar con el reparto de posiciones. Más que el despliegue de la pulsión democrática asistimos al asalto final contra el viejo constitucionalismo del siglo XX, sin cuestionar, por cierto, algunos de sus fundamentos objetivos. En nombre de la democracia, la Iglesia vuelve por sus fueros; los medios se erigen en jueces de la vida nacional, la riqueza se concentra mientras se estigmatiza al Estado, a las organizaciones sociales; la justicia no cancela la impunidad; la democracia electoral tropieza sin remedio ante la rigidez autoritaria de los sindicatos, las asociaciones civiles y religiosas. La inmoralidad campea y a su modo la corrupción también se “democratiza” gracias a la pluralidad. El cinismo se instala como primera ideología del poder. Todo se vale. De estos años emerge un país desigual, desencantado, inmerso en la violencia y la crisis económica, torpemente paliada con mucha retórica y más demagogia.
Después de las elecciones entraremos en una fase de inevitable reajuste en la competencia política. Es evidente que el régimen de partidos existente ya no responde a las realidades del país y se hacen necesarios cambios al respecto, si no se desea llegar al 2012 en un clima de absoluta confrontación. El arreglo que permitió la alternacia ya se agotó, pero eso no significa renunciar ni a la política ni a los partidos, a elevar el nivel del debate público, que hoy se halla por los suelos. Ojalá y la izquierda tenga el valor de asumir que la fragmentación actual la lleva a la ruina, que es mejor fijar de una buena vez las diferencias y acordar caminar juntos cuando sea posible.
Estamos ante el fenómeno de la descomposición, que marca con todo rigor el largo final de un régimen que se ha vuelto decadente e insostenible. Pero la polarización, y sus secuelas en términos de la protesta social, no asegura la modificación del rumbo. Cuando falla la política se instaura la violencia. Pero la política exige compromisos, actuaciones transparentes, políticos, no sólo predicadores.
*Tomados de La Jornada.
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