Los jóvenes de hoy son los del 68*
Tomados de La Jornada, El Fisgón y Helguera.
Elena Poniatowska
Agradezco con toda mi alma a la escritora Rosa Beltrán,
directora de Literatura, a quien se le ocurrió organizar este gran homenaje; le
agradezco a María Teresa Uriarte, directora de Difusión Cultural de la
Universidad Nacional Autónoma de México su apoyo y finalmente les agradezco a
los tres rectores aquí presentes, el doctor Guillermo Soberón, el doctor Juan
Ramón de la Fuente y el doctor José Narro que nos recibe hoy en la sala Miguel
Covarrubias. Son tres rectores que han sido y siguen siendo los Tres Mosqueteros
que defienden a la UNAM y a sus estudiantes y la abren al diálogo y a la
discusión.
Y que gritan en el estadio cuando ganan los Pumas: “Goya,
Goya, cachun, cachun ra rá, cachun cachun ra rá, Goya Universidad”.
Hoy en día, tal parece que México es un país al que todo le
duele, enfermo de corrupción, infectado de violencia, pero si uno se acerca a
su corazón escucha un latido tan enérgico que lo pone a temblar: el de su
juventud. Según el último censo, la población joven en nuestro país supera los
28 millones, de los cuales 324 mil estudian en la UNAM, aunque este año unos
110 mil muchachos quedaron afuera. Hace unos días, el doctor Juan Ramón de la
Fuente aclaró que hay más de 5 millones de analfabetas en nuestro país y que no
sólo son ancianos, mujeres y niños sino jóvenes.
Los jóvenes son mi fuerza, mi inspiración y mi orgullo. Creo
en ellos como en el Santo Niño de Atocha en el que confiaba Jesusa Palancares.
Sin ellos no tendría sentido teclear un día sí y otro también desde el año de
1953 hasta la fecha.
Sin los jóvenes, México estaría irremediablemente perdido,
sin aliento, sin nadie por quién luchar, sin vuelo, sin futuro. La tienen
difícil en estos años porque a los egresados de las distintas facultades
universitarias se les cierran las puertas:
–¿Tiene experiencia?
–Acabo de terminar mi carrera.
–Lo siento. Que pase el siguiente.
Muchos tienen que trabajar para pagar sus estudios y al
final se encuentran con que no hay nada para ellos y el veredicto es
inapelable: “No cubre usted el perfil para la vacante”. Admiro a los jóvenes
porque insisten y a veces logran su sueño a pesar de que México, hoy por hoy,
es el país del desempleo.
Sin embargo, son los jóvenes los que se ponen de pie porque
la marginación los hace sensibles a la injusticia y defender a los menos
favorecidos; se identifican con los grupos que los gobiernos se encargan de
sepultar y resucitar cada seis años con fines electorales. A lo largo del
tiempo han sido solidarios con los ferrocarrileros, con los mineros, con los
indígenas, con los campesinos, con los zapatistas, los paracaidistas, las
madres de desaparecidos, con las familias víctimas de la violencia por la
guerra del narcotráfico y son ellos quienes apoyan las grandes causas sociales
de nuestro país.
Supe que la juventud representaba un poder prodigioso desde
antes de 1968. Bastaba verlos discutir en torno a una mesa en la cafetería de
la UNAM para saber que eran dioses. Bastaba mirar sus rostros encendidos en el
pleito por la plusvalía y los derechos del trabajador para darse cuenta que
conformaban la fuerza de nuestro país y que sus camisetas, sus clavículas, la
mezclilla que se revienta en sus rodillas, sus tenis sin agujetas los hacía
vivir al borde de sí mismos. Me regalaron sus imágenes verbales y desde
entonces sé que todo lo suyo está ligado al fuego cruzado en el que crecen.
En 1968, cuando atropellaron sus derechos y el gobierno los
encerró en el Palacio Negro de Lecumberri, contaron uno a uno su propia
historia. Escuchar su voz aprisionada en la cárcel o en el juzgado fue una
lección y un privilegio. La Chata, María Fernanda Campa, pasó diez años de su
vida en un ir y venir de la cárcel de Santa Marta Acatitla para visitar a su
padre Valentín Campa, a la de Lecumberri para acompañar a Raúl Álvarez Garín.
Su madre, la doctora en matemáticas Manuela Garín de Álvarez, hoy de cien años
de edad, resultó un ejemplo de entereza y sentido del humor. En esos años todo
era miedo. Ser joven y ser estudiante equivalía a convertirse en carne de
cañón; recuérdense a los cinco excursionistas que pretendían subir a la
Malinche y fueron asesinados por una turba que gritaba “comunistas” y “vienen a
violar a nuestras hijas” el 14 de septiembre de 1968 en San Miguel Canoa,
Puebla.
QUERIDA ELENA, TE
ABRAZA EL PUEBLO. Elena Poniatowska cumple este sábado 80 años de edad.
Escritora, periodista, colaboradora de La Jornada, los celebra rodeada del
cariño de su familia, amigos, colegas, lectores. ¡Feliz cumpleaños, querida
Elena!Foto María Meléndrez Parada
Montserrat Gispert, María Alicia Martínez Medrano, Mercedes
Olivera, Adelita Castillejos, la Tita, la Nacha, Selma Beraud, Elisa Ramírez,
Paz Cervantes, la poeta María Ángeles Comesaña se enfrentaron al primer tanque
que entró al Zócalo y la actriz Margarita Isabel se las arregló para hacer reír
hasta a los granaderos.
La amistad y el ingenio se forjan en las circunstancias más
adversas. Entre otros muchos actos de heroísmo, las mujeres se las ingeniaron
para hacer gelatinas con vodka lo cual ayudó a que José Revueltas escribiera su
notable novela El apando a lo largo de un mes bajo la mirada de su compañero de
celda, Martín Dozal.
Pensar en 1968 es rendirle tributo a un movimiento que
cambió la vida de México. El régimen mostró lo peor de sí y los estudiantes lo
mejor.
1968 es un parteaguas y un compromiso moral porque gracias a
los muchachos de ayer, hoy somos más fuertes, más resistentes y le quitamos
algo de su impunidad al poder. Aprendimos a denunciar y a resistir. Movimientos
campesinos y obreros a lo largo de la república se reconocen deudores del 68.
Los estudiantes del 68 eran inteligentes, frescos,
combativos, sabían cómo transmitir su mensaje, no tenían armas sino deseos de
hacer el amor y de alfabetizar a niños sin escuela y a muchachas bonitas que
tallan su ropa en el lavadero. Se burlaron de los granaderos y del Presidente
de la República. “Sal al balcón, hocicón, sal al balcón, bocón”. Marcharon
junto al rector Barros Sierra que hizo suya su causa. “Únete pueblo, únete
pueblo, únete pueblo agachón”. Tomaron las calles, desacralizaron al Zócalo,
cuestionaron el autoritarismo y cuando los acusaron de agitadores caminaron
bajo una manta que decía: “Estos son los agitadores: ignorancia, hambre y
miseria”. Recurrieron al silencio para hacerse oír como en la marcha del 13 de
septiembre de 1968.
Soy una mujer de ochenta años, madre de tres hijos, abuela
de diez nietos. Como lo escribió mi bien amado José Emilio Pacheco, en los días
asoleados y azules como hoy, me recuerdo joven, junto a él, junto a Vicente
Rojo, a Neus Espresate, a Carlos Monsiváis y cuando nos reunimos los que todavía
estamos vivos pienso que desmentimos su poema: “(…) Ya somos todo aquello/
contra lo que luchamos/ a los veinte años”.
Como me pidieron que hablara “muy cortito” sólo quiero
contarles que hace algunos años, subí a la rectoría de la UNAM con algún mensaje
de López Obrador para Juan Ramón de la Fuente, entonces rector. Los dos, de
pie, nos acercamos a uno de los grandes ventanales de la torre de rectoría. El
doctor de la Fuente miró hacia la explanada en la que caminaban unos muchachos.
Desde lo alto veíamos sus nucas y sus hombros y de pronto me dijo: “Es a ellos
a quienes tengo que cuidar”.
De la Fuente tenía y tiene toda la razón. Es a ellos a
quienes nosotros, los que ya vivimos, los viejos de ochenta años, tenemos que
cuidar.
Texto leído por la periodista, en la sala Miguel
Covarrubias, el pasado lunes 14 de mayo durante el homenaje por su cumpleaños
80 que recibió en la UNAM.
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