Rendición de cuentas*
Javier Sicilia
Para Federico Samaniego y todos los caravaneros.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Algunos gringólogos –unos de ellos,
nos contaron, piden, cuando llegan a Estados Unidos, agua Evian para lavarse el
cabello; tal vez por eso empiezan a entender poco– vieron la Caravana por la
Paz en territorio estadunidense con escepticismo. La verdad es que fue un
éxito. Por vez primera, unos ciudadanos mexicanos, víctimas de la guerra contra
las drogas, y otros ciudadanos que, a diferencia de esos gringólogos, la
comprenden como un horror y un gran fracaso que necesita un camino de paz,
decidieron, en condiciones límite, ejercer la diplomacia ciudadana.
Frente a lo que los gobiernos, arrodillados ante los
capitales de la muerte, han dejado de hacer –construir la paz y la justicia a
nivel binacional–, ese puñado de ciudadanos viajaron más de 10 mil kilómetros
–desde el oeste de Estados Unidos, hacia el este, hasta llegar a Washington– y
dialogaron en su camino con todos: ciudadanos estadunidenses, comunidades
latinas y afroamericanas, concejales, congresistas; el embajador de México,
Arturo Sarukhán; la secretaria para Democracia y Asuntos Globales de la
Secretaría de Estado, María Otero, y, telefónicamente, con la directora adjunta
para Asuntos Hispanos de la Casa Blanca, Julie Chávez, la nieta del gran César
Chávez.
La agenda que llevamos, tan importante como difícil, es la
misma que no hemos dejado de colocar desde hace año y medio en el centro del
debate público mexicano, pero en narrativa estadunidense: la regulación de las
drogas, el control férreo de las armas de asalto, una política tan profunda
como seria del lavado de dinero, la visibilización de las víctimas de ambas
fronteras –las cárceles estadunidenses guardan casi 25% de la población mundial
de los presos, la mayoría de ellos afroamericanos y latinos criminalizados por
la droga– y el riesgo de perder la democracia bajo el regreso de regímenes
autoritarios policiacos y militares.
Allí radicó la dificultad y la importancia de la Caravana;
allí también radicó su novedad. Al igual que por primera vez se ejerció una
democracia ciudadana binacional, por vez primera, a través de ese ejercicio,
los estadunidenses escucharon la responsabilidad que los ciudadanos de ese país
tienen en el dolor que la guerra contra las drogas está causando en México. Por
vez primera las comunidades latinas y afroamericanas se unieron para entender
que el problema que viven ambas minorías es semejante y tiene su origen en esa
guerra. Por vez primera concejales y congresistas escucharon de voz de las
víctimas los costos atroces de una guerra tan absurda como perdida –vi a muchos
de ellos llorar y conmoverse–. Por vez primera diversas organizaciones
estadunidenses unieron sus agendas en favor de la paz y caminaron con las
víctimas de EU y de México. Por vez primera se trabajó en territorio de la Unión
Americana en un profundo diálogo de sociedad civil para enviar, desde abajo,
desde las profundidades de la democracia, mensajes fundamentales en los
términos de una agenda bilateral México-Estados Unidos.
Los resultados, por lo mismo, no son inmediatos. Serán, como
los frutos de una buena siembra, lentos pero buenos. Frente a los gringólogos
que, oxigenados con aguas francesas, han quedado atrapados en los consejos
especializados de las políticas de pasillo –un mundo que la realidad y el
parteaguas civilizatorio ya rebasó–, el Movimiento por la Paz con Justicia y
Dignidad abrió un nuevo camino que, si saben cambiar el punto de mira, pueden
usar para salir de su anquilosamiento y ayudar a construir esa agenda
binacional de paz que la Caravana explicitó como nadie lo había hecho.
A quienes piensan que la Caravana no sirvió de nada, les
decimos que, a diferencia de su claudicación, nosotros decidimos encender una
vela para evitar maldecir en la oscuridad. Desde esa luz hemos sabido que no es
la maldad la que genera el desprecio de su derrotismo, sino su debilidad la que
ayuda a los poderes a degradar la dignidad humana. Ningún estado de ánimo, a
pesar del dolor que llevamos con nosotros, de las duras marchas, de los días
pasados en autobuses y en suelos de iglesias, nos ha llenado de mayor felicidad
que el saber que somos algo para los demás. En esas profundidades el número, la
estridencia o los resultados inmediatos no importan. Sólo importa la intensidad
del amor. Al fin y al cabo –es lo que hemos dicho a los gobiernos de EU y de
México– los seres humanos son lo más importante de la vida. Esto jamás podrán
cambiarlo ni los poderosos ni los criminales que extraviaron lo humano para, en
nombre del dinero, servir al crimen.
El mismo Dios, lo sabemos los cristianos, se deja servir por
nosotros en lo humano. Todo lo demás es la desmesura, la hybris que –lo
mostraron los griegos– es el origen de la tragedia. Contra esa desmesura que
instaló una guerra que nos devorará a todos si no la detenemos, nosotros
encendimos una vela más y cumplimos la misión que el dolor nos impuso: poner al
ser humano en el centro de la agenda binacional. Esa luz, un día iluminará la
noche y salvará la vida. La esperanza de las víctimas, que perdieron todo pero
que no han dejado de marchar ni de esperar en el amor, es a fin de cuentas la
única esperanza.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San
Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino
de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la
Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la
APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad
y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
*Tomado de la revista Proceso.
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