Un éxodo imparable...*
Tomados de La Jornada, Hernández, Helguera y Rocha y El Universal, Helioflores y Naranjo.
José Gil Olmos
Durante su segunda semana de trayecto, la Caravana por la
Paz que encabeza Javier Sicilia recogió testimonios de migrantes mexicanos que
buscan un nuevo estatus legal en Estados Unidos, así como adhesiones de
organizaciones como Mexicanos en el Exilio, dedicada a la defensa de los
paisanos que huyen de la violencia e intentan convertirse en exiliados. El
éxodo hace recordar al que agobió a países como Guatemala y El Salvador, en la
época de sus guerras internas.
EL PASO, TEXAS.- En los años ochenta fueron las guerras en
Guatemala y en El Salvador las que expulsaron a miles de familias a Estados
Unidos. Treinta años después, el éxodo hacia este país, más específicamente a
los estados del sur, proviene de México, atizado por la violencia derivada de
la guerra contra las drogas del gobierno calderonista.
El año pasado 80 de esas familias provenientes de Chihuahua,
Veracruz, Michoacán y Coahuila fundaron la organización Mexicanos en el Exilio,
cuyo propósito es proporcionar todo tipo de ayuda a sus connacionales en
territorio estadunidense: psicológica y alimenticia, así como asesoría jurídica
y laboral.
Sus 154 miembros están conscientes de que la violencia en el
país no cede y de que, por tanto, la migración podría seguir incrementándose.
Muchos de los desplazados aún no superan el miedo, por lo que cambian de casa
con frecuencia, pues temen que los sicarios o policías en activo los busquen en
las ciudades que eligieron como refugio. Saben que las bandas criminales
mexicanas no respetan fronteras.
Para Cipriana Jurado Herrera, la primera mexicana defensora
de derechos humanos que recibió el estatus de exiliada en Estados Unidos, hay
denuncias en el sentido de que sicarios de bandas criminales se internan en
Estados Unidos, sobre todo en esta localidad, para llevarse a la gente a
México.
“Yo por eso no estoy en El Paso”, comenta la exdirectora del
Centro de Investigación y Solidaridad Obrera (CISO), quien sobrevive limpiando
casas y no tiene residencia fija. Oriunda de Ciudad Juárez, admite que muchos
de los refugiados no se atreven a denunciar por miedo. Prefieren, dice, estar
en sus casas e incluso no trabajar para evitarse problemas, pero eso impide que
las quejas prosperen.
Las historias
La de Cipriana es sólo una de las múltiples historias que ha
recogido la Caravana por la Paz en su itinerario por las entidades fronterizas.
En Las Cruces, Nuevo México, Cristina presentó su caso. Dice que en abril de
2011 ella y su familia huyeron de Valle de Guadalupe, Chihuahua, tras
sobrevivir a la matanza de noviembre de 2010 en el Bar Castillo.
Dice que cuando ella y sus hijos, hermanos, cuñada y
sobrinos llegaron a Estados Unidos se creyeron a salvo, pero pronto se
desengañaron:
“Un día que salí llegaron unos hombres a la casa de la
viejita donde trabajaba. Querían llevarme a fuerza, pero ella les dijo que yo
no laboraba ahí. Me salí de esa ciudad y me fui a otra porque supe que me
estaban buscando. Ya no tengo paz tampoco aquí. Desde que empezaron a buscarme,
en febrero pasado, ya no vivo bien.”
Meses antes de la matanza en el Bar Castillo, en Valle de
Guadalupe, una banda criminal de la zona ejecutó al esposo de Cristina, quien
tenía un lote de autos, por negarse a pagar la cuota. En febrero de 2010 buscó
trabajo y el único lugar donde encontró fue precisamente en el bar, donde a
finales de ese año un grupo de sicarios acribilló a los clientes y quemó el
negocio.
Cristina relata que fue testigo de que agentes federales
iban custodiando a los agresores. Ella logró escapar cuando llegaron los
policías municipales. Más tarde, los federales implicados comenzaron a
intimidarla para que no los denunciara. En una ocasión, dice, secuestraron a su
padre para obligarla a entregarse. Esa acción la obligó a irse a Estados
Unidos, pero aquí –comenta – también se siente acorralada.
Juan Frayre Escobedo, hijo de la activista Marisela
Escobedo, ejecutada en diciembre de 2010 frente al palacio de gobierno de
Chihuahua al lado del campamento que montó para exigir justicia a las
autoridades por el asesinato de su hija Rubí Marisol, es otro de los exiliados
mexicanos.
“Nosotros teníamos que salir de México para conservar
nuestra vida. No tuvimos otra opción. Ahora es volver a empezar, con el dolor y
la impotencia de lo que ha sucedido”, comenta Juan al reportero a través del
teléfono.
Desde diciembre pasado, él se mueve por varias ciudades
fronterizas, luego de que un hombre en un centro comercial de esta ciudad se le
acercó y le dijo que él y su familia serían asesinados: “Él y otras personas me
querían sacar del centro comercial, pero se detuvieron cuando vieron el video.
En el estacionamiento lo estaban esperando cuatro personas”.
El que amenazó a Juan en esa ocasión era Héctor Miguel
Flores Morán, un pistolero del crimen organizado a quien las autoridades
atribuyeron el asesinato de Marisela. Pero él no fue quien la ejecutó, dice
Juan, “pues mi tío nunca lo reconoció”. Relata que aun cuando presentó la
denuncia ante las autoridades de esta ciudad no le hicieron caso, por lo que
decidió mudarse más lejos.
A esos testimonios se suman los de Martha Valles García,
Daniel Vega Hernández y Diana Hernández, del Valle de Guadalupe, la zona más
peligrosa de Juárez, donde los cárteles controlan la región fronteriza. En esa
región han sido asesinadas decenas de personas. Los tres pertenecen a Mexicanos
en el Exilio, que la semana pasada se sumó a la caravana encabezada por el
escritor Javier Sicilia.
“Tengo 16 años –dice Diana–. Estoy en Mexicanos en el Exilio
porque desaparecieron a mi mamá, Isela Hernández Lara, el 14 de agosto de 2011
en el Valle de Guadalupe. Amenazaron a mi familia, nos dijeron que ya no nos
querían en el pueblo, que nos querían fuera. Por eso tuvimos que salir.”
El pecado de Isela fue cuidar a un bebé de dos años, hijo de
una de las mujeres de la familia de Olga Reyes Salazar, a la cual le han matado
siete de sus miembros. Olga es una de las principales activistas del Movimiento
por la Paz con Justicia y Dignidad que se dirige a Washington.
Entrevistada en El Paso, Texas, la adolescente recuerda el
día que se llevaron a su madre: “Nosotros llegamos en la tarde. Estaba toda la
familia. De repente llegaron cinco personas armadas en una troca. Nunca nos
imaginamos que fuera a pasar algo. Se metieron a la casa y nos gritaron que nos
tiráramos en el piso. Éramos puras mujeres y mi papá.
“Nos preguntaban dónde estaba el papá del niño. Mi mamá fue
la única que se atrevió a contestar. Golpearon a mi papá hasta dejarlo
inconsciente y se la llevaron”. Les dijeron que ya no los querían ahí; que los
iban a matar. “Por eso nos venimos a El Paso a pedir asilo, somos 10,
incluyendo a mis tías, primas y a mi papá”.
Entre los familiares de Isela Hernández que salieron de
México se encuentra Daniel Vega Hernández, de 18 años, quien se crió en Estados
Unidos. El adolescente relata que antes de 2009 Valle de Guadalupe era un lugar
tranquilo.
“Se podía trabajar y pasear a toda hora, y los fines de
semana los lugareños solían dar vueltas alrededor de la plaza en sus trocas.
Todo iba bien hasta que las bandas del crimen organizado, aliadas a las policías
local, federal y a los soldados, comenzaron a disputar esta zona rural
conectada a la frontera”, expone Daniel.
Ahora ya no se puede vivir ahí. “Las casas –dice– están
abandonadas o quemadas. Mis amigos ya se murieron y los sicarios andan sueltos.
Muchos de ellos son jóvenes, les pagan bien poquito, de 20 a 100 dólares por
trabajo. Cuando estaba en la escuela en Estados Unidos llegaron los de la Army
a reclutar. Me dijeron que entrara al Ejército, pero les dije que lo haría sólo
si entraban a México a combatir a los narcos y defender a mi gente. Sólo así
aceptaría”.
–¿Hay jovencitas sicarias? –se le pregunta.
–¡Sí! Andan con su AK en el hombro. Cuando las llaman y
traen el rifle, lo sacan y disparan.
Al lado de Daniel está Martha Valles García, también de 18
años. Ella estudiaba enfermería en el Cebetis, pero tuvo que huir a Estados
Unidos. Entrevistada en el autobús dos de la caravana de paz, recuerda a su
hermana de Marisol Valles, exdirectora de Seguridad Pública en la comunidad de
Praxedis, que un día ya no aguantó. Llegó a su casa, agarró los pañales de su
niño y se fue huyendo del país con siete miembros de su familia.
“Nos contaron que ese mismo día llegaron los sicarios a
buscarla. Como no la encontraron, destruyeron la casa y se llevaron todas las
cosas. Ahora ya llevamos un año fuera de México. Acá (en Estados Unidos) ya le
dieron permiso para trabajar .Yo creo que ya no nos siguieron porque vivimos
cerca de una estación de la migra”, expone Martha.
El albergue de Rubén
Rubén García es el fundador de la Annunciation House, un
viejo edificio de ladrillos rojos ubicado en la calle de San Antonio, en el
centro de la capital tejana. Tiene más de 60 años y el pelo blanco, viste con
elegancia y, aunque parece sacerdote, es un laico comprometido.
Hace décadas, cuando El Salvador se convulsionaba por la
guerra, él viajó a ese país y rescató a un grupo de niños. Los trajo a Estados
Unidos y les dio educación, lo que le ganó el reconocimiento de las
organizaciones sociales y religiosas.
Experto en migración, Rubén García relata que a partir de
2009, cuando surgió la violencia en Chihuahua, el cruce de mexicanos hacia Estados
Unidos se elevó de manera notable. Según sus cálculos, alrededor de 100 mil
mexicanos viven en el corredor de Las Cruces, Nuevo México y El Paso.
“Muchos de ellos están pidiendo asilo porque saben que no
podrán regresar a México. Las estadísticas revelan que de cada 100 mexicanos
que piden asilo sólo dos lo obtienen; por eso la mayoría de la gente está
escondida.”
Al abandonar sus comunidades apenas cargan con lo que llevan
puesto, algunas veces incluso no cuentan ni con una identificación, menos aun
con visa, lo que complica su situación. Además, a diferencia de otras épocas en
las que los migrantes eran principalmente trabajadores, hoy son familias
enteras las que huyen de la violencia y de las autoridades coludidas con el
crimen organizado.
“Lo que estamos viendo ahora se parece a lo que vimos en los
ochenta, cuando salvadoreños y guatemaltecos huían de la guerra. Nunca imaginé
que las historias que nos contaban los centroamericanos nos las iban a contar
los mexicanos”, afirma Rubén García.
Le llama la atención, dice, que muchos migrantes mexicanos
que llegan a su albergue digan que sus familiares desaparecieron tras denunciar
que los perseguían. Y relata un caso singular:
“Se trata de una pareja a la que balearon los soldados. En
el ataque resultaron heridos sus dos hijos, un joven de 18 años y una niña de
12. Ambos llegaron vivos a un hospital, donde consiguieron seguridad. Las
propias autoridades les dijeron que cuando salieran ya no les darían
protección. Les recomendaron incluso marcharse a El Paso y les dieron dinero
para que rentaran una casa. Nunca había escuchado una historia así.”
Miedo transfronterizo
En su oficina local, Carlos Spector, representante legal de
Mexicanos en el Exilio, tiene los expedientes de decenas de migrantes. Él ayudó
a Cipriana Jurado Herrera a conseguir su estatus de asilada y ahora defiende a
Alejandro Hernández Pacheco, excamarógrafo de Televisa en Coahuila, quien fue
secuestrado por un grupo de sicarios, junto con su colega de Milenio, y
liberado posteriormente. En esa ocasión, el titular de la Secretaría de
Seguridad Pública, Genaro García Luna, organizó una conferencia de prensa e
intentó atribuirse el mérito.
El proceso legal para conseguir el asilo es lento y puede
costar hasta 10 mil dólares. Ninguna de las familias mexicanas que lo están
solicitando tiene esa cantidad, por lo que deben buscar apoyo entre sus
conocidos o paisanos.
Es en este escenario en el que se formó Mexicanos en el
Exilio, la primera agrupación de asistencia y apoyo legal a las familias que
buscan un nuevo estatus fuera de su país.
“Nuestro objetivo es organizarnos como exiliados en Estados
Unidos y denunciar la situación que se vive en México por la violencia y la
supuesta guerra contra el narcotráfico. Hemos hecho giras en varias partes de
Estados Unidos, hemos estado en diversas ciudades, como San Francisco, Los
Ángeles, San Diego, Nebraska, Nueva York y Texas, en grupos o de manera
individual. Lo que queremos es poner nuestro granito de arena desde acá para
que las cosas cambien en México”, comenta Cipriana, defensora de derechos
humanos desde hace más de dos décadas.
Comenta que buena parte de los exiliados son víctimas de las
autoridades policiacas y militares mexicanas: “Tenemos un compañero al que la
Policía Federal le cortó los dos pies porque no quiso pagarles la cuota. No
quiso presentar la denuncia formal en México, pues cuando lo llevaron al
hospital dijo que no había reconocido a quienes le hicieron esa atrocidad”.
Cipriana refiere que la Corte de Justicia estadunidense está
saturada de casos, algunos de los cuales pueden prosperar; lo que resulta
imposible, dice, es ayudar a quienes denuncian las amenazas de las bandas del
crimen organizado y de las tropas del Ejército Mexicano, más cuando los
solicitantes de asilo son soldados.
No obstante, los 154 integrantes de Mexicanos en el Exilio,
así como Cipriana y el abogado Spector, confían en ganar el juicio de asilo.
“Fue el reconocimiento del gobierno de Estados Unidos de que las cosas en
México están muy mal. Un asilo político es muy grave, por eso le caló tanto al
gobierno mexicano”, asevera la activista.
*Tomado de la revista Proceso.
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