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domingo, mayo 18, 2008

La humillación de la Iglesia*


Javier Sicilia

Nada ha sido más pernicioso para la Iglesia que sus pactos con el poder. Desde que Constantino la colocó en el siglo IV al lado del Estado, el carácter gratuito, pobre, libre de Cristo se convirtió en una forma perversa del control mediante el poder.

El que se vació de su divinidad para nacer en un pesebre y morir como un delincuente peligroso para el Imperio y el Estado de su tiempo; el que durante los tres primeros siglos fue un peligro para el Imperio porque los cristianos rechazaban las alcaldías, las gubernaturas y los magisterios militares, y sus mentes más lúcidas, como Tertuliano, señalaban que Estado e Imperio son necesariamente anticristianos, perdió parte de su fuerza cuando la mayoría de las autoridades eclesiales cayeron en la trampa de hacer del cristianismo una religión oficial. Con ello, la pobreza evangélica, el no sometimiento a ninguna autoridad y la libertad del amor, fueron humillados por el boato, los privilegios y la corrupción.

Desde entonces, la historia de la Iglesia se volvió compleja y difícil. Frente a una alta jerarquía corrompida, administrativa y controladora al servicio del Estado y sus poderes, un sinnúmero de movimientos que aún mantienen vivo el espíritu evangélico se han debatido bajo esas aguas turbias. Desde los padres del Desierto, que le dieron la espalda al pacto con Constantino, hasta los movimientos de la Teología de la Liberación y los más espirituales, como los de El Arca de Lanza del Vasto, la vida de la Iglesia ha sido una lucha entre la humillación por el poder y la vuelta al espíritu evangélico.

En México no ha sido distinto. Las mismas pugnas la han desgarrado: Junto a los grandes obispos –esos que, como lo señaló Cortés cuando pidió al rey el envío de franciscanos, “dan mal ejemplo”– y sus pactos con los encomenderos, los virreyes, los nostálgicos del Imperio, los que hacen componendas con el Estado laico y, actualmente, con el capital financiero, han estado hombres como Pedro Lorenzo de la Nada, Las Casas, extraños obispos como Méndez Arceo, Lona, Ruiz y Vera, e incontables seres anónimos que –ajenos a la prensa y a la historia que confunden Iglesia (Pueblo de Dios) con jerarquía y poder– revientan en los arrabales dando testimonio del amor de Cristo.

Estos últimos obispos sólo fueron posibles gracias a un hombre del poder que por las peores razones le devolvió su función a la Iglesia: Benito Juárez. Al apartarla del poder, con las Leyes de Reforma, la obligó a volverse evangélica, a buscar su rostro en el Cristo pobre, a ser una Iglesia antiestatista, antimilitarista y, diría yo, contemplando a Cristo desafiar al Sanedrín y al Imperio, anarquista. Sólo la derecha, aquella que, decía François Mauriac, “tiene los ojos reventados”, no pudo comprender y, nostálgica de los privilegios que su alianza innatural con Constantino le trajo, quiso continuar corrompiendo el Evangelio.

La derecha está ciega. Obnubilada por el dominio y un retorno al orden cristiano –que sólo puede volver al precio de sus pactos con un poder mucho más corrompido que el de la época de los grandes emperadores y de los grandes reyes: el del capital, el de Mammón, tan señalado por Cristo–, se ha vuelto, como los saduceos de la época de Jesús, moralina hacia afuera y corrupta por dentro. Los rostros más claros en el ámbito secular son Felipe Calderón –no he visto a nadie traicionar más los ideales cristianos que a este hombre que antes de caer en el poder hablaba del personalismo de Mounier y exaltaba la subsidiaridad–, Santiago Creel, Emilio González Márquez, Juan Camilo Mouriño y los empresarios que han creído poder hacer convivir a Cristo con Mammón. Del lado de la jerarquía de la Iglesia están nuestros más altos prelados: los cardenales Norberto Rivera y Sandoval Íñiguez, y esas congregaciones que llevan extravagantes nombres como Opus Dei o Legionarios de Cristo.

Si en sus inicios el Estado comenzó a dominar a la Iglesia y a obtener de ella lo contrario de su pensamiento de origen hasta llevarla al fascismo, hoy es la alianza con el dinero la que, en una vuelta de perversión mayor, domina también al Estado; el dinero, esa monstruosidad que un par de grandes católicos modernos –León Bloy y Giovanni Papini—, haciéndose eco de Cristo y de los primeros Padres de la Iglesia, definieron como “la sangre del pobre” y “el excremento del diablo”.

Con los ojos reventados, la derecha, hija de la alianza innatural que hace siglos la Iglesia hizo con el Imperio, ha generado un mal sin precedentes en la historia humana: el del dinero y sus obras como bien. Este mal que los primeros cristianos llamaron el Anticristo –el que pervierte los dones de Dios haciéndolos pasar por obras de Dios– es el resultado de la corrupción de lo mejor que vino con el cristianismo. El resultado de un recurso al poder del dinero, a la organización, a la gestión, a las manipulaciones de todo tipo y a la ley para asegurar la presencia de lo que sólo puede llegar por la gratuidad, la libertad y la pobreza del amor; de aquello que sólo puede venir de quien, contra todo y pudiéndolo todo, renunció y se opuso al poder para vivir dentro de los límites de la libertad y de la confianza no en Mammón ni en El Estado, sino en la pobreza del Padre.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
*Tomado de la revista Proceso.