“Proceso” y sus adentros*
Tomados de La Jornada, Hernández y Helguera y El Universal, Helioflores.
Julio Scherer García
En 1965 Julio Scherer García publicó su primer libro, La
piel y la entraña, fruto de una larga serie de entrevistas con David Alfaro
Siqueiros, en las que el periodista obligó al muralista, entonces en la cárcel,
a exponer su piel y sus entrañas. Casi medio siglo después, bien podría Scherer
García haber titulado de la misma manera su nuevo libro en el cual es él mismo
quien se muestra en forma descarnada, como nunca antes, por dentro y por fuera.
De su vida personalísima, íntima, a sus relaciones con los hombres del poder;
de los amores que ya partieron a los vituperios que sobreviven; de los
episodios luminosos a las vivencias amargas; de las interioridades de Excélsior
a las intimidades de Proceso… el autor de Vivir asume la insólita decisión de
levantar las cortinas de su historia personal y compartida y nos entrega trozos
de existencia con honestidad y valor. Algo sabe él de lo que significan esas
virtudes. En el estilo directo, escueto, que envuelve la densidad del
pensamiento y de las emociones del fundador de Proceso, en Vivir transcurren
episodios humanos y familiares de alta tensión, experiencias periodísticas
singulares, momentos límite que sacuden el alma. Su libro conduce a sumergirse
en México y en los oscuros entretelones de su vida pública. Y sobre todo,
ofrece una oportunidad única: asomarse al mundo interno, atormentado en
ocasiones, apasionado siempre, de Julio Scherer García. Del libro, que ya
circula con el sello de Grijalbo, reproducimos fragmentos relativos a momentos
clave en la historia de Proceso. (RRC)
Proceso nació el 6 de noviembre de 1976, aún bajo el
gobierno de Luis Echeverría. En la portada apareció mi nombre con el título de
director general, una dolorosa remembranza de Excélsior.
La casa de Reforma 18 sí ameritaba el título. Editaba
Excélsior dos periódicos, Últimas Noticias, primera y segunda edición; dos
semanarios, Revista de Revistas, Jueves de Excélsior; y un par de publicaciones
sin relieve, Ja já y Policía.
Nombrado director gerente de Proceso, Miguel Ángel Granados
Chapa tomó el mando de la revista. En las reuniones previas a su aparición,
dispuso el orden y la periodicidad con la que debían escribir los
colaboradores. Además, redactaría el editorial de cada semana, un texto breve
que daba cuenta de los puntos de vista de Proceso, en rigor el pensamiento de
Granados Chapa. Miguel Ángel repetiría a lo largo de su vida que yo había
contribuido a mi propio derrumbe. Afirmaba que no abrí los ojos ante Regino
Díaz Redondo, periodista sin hechura y drogadicto, a pesar de las advertencias
con que me pedía un cambio de actitud frente a los acontecimientos.
Sorprendido por la súbita y brutal corrupción que generó
Echeverría al interior de la cooperativa, creo que no había tenido oportunidad
para tomar algunas providencias. El espacio que me quedaba era reducido,
minados en su responsabilidad los trabajadores de “Formación” y “Rotativas”, y
sin los cuales era impensable la aparición del diario. Un ejemplo de lo que
narro está escrito en un texto del que me ocupo a propósito de Arturo Sánchez
Medina. El líder de los obreros se había ahogado en la traición y a la traición
había convocado a muchos.
Nunca quise discutir con Miguel Ángel los puntos de
discordia entre ambos. En alguna medida le debía como periodista mi
supervivencia y mi gratitud hacia él era patente. Además del respeto a su
trabajo, dan cuenta los hechos. Por iniciativa nacida en Proceso, Miguel Ángel
fue elevado a la dignidad ciudadana, Medalla Belisario Domínguez, el 8 de
octubre del 2008.
Miguel Ángel renunció a Proceso ocho meses después de la
fundación de la revista. Aún éramos débiles, sin un peso de ahorro, inciertos
en cuanto a un alto nivel de los reporteros, algunos principiantes. El paso que
daba me lo comunicó en horas de caminata alrededor de Fresas 13. Yo le pedí que
no se fuera y él se mantuvo firme. Sin palabras explícitas, dejó en claro:
éramos incompatibles. Él, Miguel Ángel, creía en la crítica que esclarece el
punto central de la discusión política y los quehaceres de nuestro oficio. Yo
creía en los hechos concretos, los que se huelen y se tocan. Miguel Ángel se
sentía atraído por los pensadores, y yo, sobre todo, por los reporteros.
***
Años después del 8 de julio de 1976, con Los periodistas en
las librerías, Vicente Leñero me contó de su ánimo en la asamblea. Pensaba que
me había adelantado a los acontecimientos al ponerme de pie y anunciar el
camino a la calle. Me dijo:
—Creo que te precipitaste. Tu nombre ya se coreaba en la
asamblea. Debiste aguardar unos minutos.
Los sucesos que seguirían al golpe modificarían el punto de
vista de Vicente. No podría olvidar su juicio:
—Frente a cualquier crítica adversa, sostendría que te
habías mantenido en la línea correcta.
Vicente me llevó a la zona profunda de la amistad. Su
crítica adversa, en momentos cruciales, habría terminado con lo poco que
restaba de mí.
Permanecimos juntos un primer año, luego un segundo y en una
larga etapa, veinte años. Vicente me decía que deseaba volver a su vocación en
el teatro, los libros, la cultura, los talleres que impartía, su condición de
profesor. Me obsequiaba parte de su tiempo esencial.
***
Vicente Leñero, Enrique Maza y yo renunciamos en noviembre
de 1996 a los puestos directivos de la revista. En el futuro nos
concentraríamos en el Consejo de Administración. Habíamos cumplido veinte años
juntos y era tiempo para que las oportunidades del futuro se abrieran a una
nueva generación. Además, cumplíamos una promesa entre nosotros: a los cuatro
lustros en el semanario, iríamos en pos del azaroso encuentro personal con la
vida.
El día de la despedida viví la amistad apasionada de mis
compañeros y la honda tristeza que deparaba una nueva relación con ellos. En la
fiesta estábamos todos los que deberíamos estar, entre ellos Gabriel García
Márquez.
—Hoy no te beso —me dijo, en referencia al momento en que
había sentido la levedad de su rostro en mi cara al minuto de la entrega en
Monterrey del primer premio de Nuevo Periodismo, el 21 de octubre de 2000.
—Yo sí —le dije.
Estaba Susana, sin que la muerte se hubiera atrevido a
tocarla, estaban mis hijos.
Días después de la fiesta, Vicente me dijo que no le
preocupaba el futuro de Proceso tanto como los años inciertos que me esperaban.
No me imaginaba lejos del periodismo, pendiente de los sucesos del tamaño que
fueran.
—¿Qué vas a hacer? —me preguntaba.
—No sé —respondía.
También le preocupaba Enrique. Sus conflictos con la Santa
Sede, de la que había sido devoto durante su juventud y buena parte de la época
que le siguió, lo mantenían en permanente tensión. Veía en la Iglesia Católica,
Apostólica Romana, un poder terrenal sin aspiración a la eternidad. Sus
negocios eran los de esta tierra.
Recuerdo, entre otros, los conflictos de Enrique por la
publicación de un volumen pequeño, El diablo. Fiel a su formación teológica,
encaraba el dogma. Satanás no existía en la forma corpórea que la Iglesia
pretende hacer creer a sus seguidores. El diablo es el mal sobre la tierra,
siniestro, misterioso, universal.
El Vaticano exigió a Enrique la abjuración de la obra.
Enrique se negó. El Vaticano retrocedió apenas y mantuvo sus amenazas, la
excomunión incluida. Enrique volvió a negarse. Finalmente llegaron a un acuerdo
las partes en conflicto. Enrique no reeditaría a Satanás.
El futuro de Vicente Leñero traería consigo una posible
nostalgia, pero no ofrecía mayores problemas. Volvería al teatro, a los guiones
cinematográficos, a los talleres, a la literatura, a su magisterio.
Yo me fui de vacaciones en compañía de Regina y Gabriela.
Visitamos Brasil y Argentina durante un mes, bañados en la alegría. Una sola
angustia ocultaría brevemente nuestro sol. Visitamos Bahía, la capital de
Brasil de 1549 a 1763, caminamos por sus ruinas majestuosas, perdidos en el
tiempo. Yo recordaba Antigua, la ciudad de piedra de Guatemala, también de
escombros centenarios. Hablábamos de las ruinas y veíamos el azul desvanecido
del atardecer.
Llegamos a la ciudad de Bahía allá por octubre de 1996, aún
fuerte el calor. Fuimos de un lado al otro sin puntos de referencia. Ya tarde
pregunté a mis hijas por qué no veíamos grupos de niños, uno al menos.
Gabriela, segura en sus conocimientos de sociología volcados en los niños, me
dijo que en Bahía las criaturas abandonaban sus guaridas en la noche. Era
frecuente que viejos decrépitos que por ahí andaban los esclavizaran para su
lujuria o mendicidad.
La desazón se me apareció apremiante y urgí a Regina y a
Gabriela para que regresáramos cuanto antes al automóvil, dejado quién sabe
dónde. Las sombras caían y yo miraba rostros lúbricos y cuerpos amenazantes.
Temí un asalto, los cuchillos desnudos, la violación
tumultuaria, la muerte. Como podía me empeñaba en tranquilizar a mis hijas y
ellas hacían lo mismo. Sin embargo, la opacidad del lenguaje se imponía en
palabras convulsas.
Maldecía la falta de una pistola y también el cuerpo
gastado, poca cosa para una riña hasta la última sangre.
Me preguntaba por mis hijas, pero no sólo por ellas:
¿Y yo? ¿Tendría el valor para ir a la muerte en defensa de
Regina y Gabriela? ¿Las vería expirar a unos metros, paralizado?
A la vida le temo como no le temo a la muerte. La muerte es
inevitable. Cae. El terror en los límites de la cordura, es asunto personal.
***
Palabras más, palabras menos, Carlos Marín me planteó,
claro:
—En esas condiciones, renuncio a la coordinación de
información.
—No, Carlos —procuré en una tregua.
La imposición de mi autoridad, en momentos de crisis, habría
desencadenado la tormenta en Proceso.
Enterado de las diferencias entre Carlos Marín y Anne Marie
Mergier, corresponsal de Proceso en Europa, fui al teléfono.
—Le ruego, Anne Marie, que acepte trabajar con Marín. Ya
tendré oportunidad de conversar con usted acerca de la difícil situación por la
que atravesamos.
—No, don Julio.
Acudí a Vicente:
—Ayúdame.
Habló con Anne Marie. Anne Marie cedió.
La situación se me hizo clara. Marín actuaba con soltura.
Una mayoría de la administración estaba de su lado a partir de un estudiado
entendimiento con el gerente, Enrique Sánchez España. Además, el coordinador de
información presumía de la aceptación de un grupo de reporteros.
Rafael Rodríguez Castañeda, el coordinador de redacción, se
atenía a su trabajo.
Frente al anuncio de un conflicto que crecía en su propio
dinamismo, llegué a proponerle a Rodríguez Castañeda su designación como
director. Me dijo y después repetiría ante los reporteros:
—Yo no camino sobre cadáveres.
***
A nuestra partida, un sexteto inventado por el Consejo de
Administración había tomado la responsabilidad de la dirección. Lo integraban:
Rodríguez Castañeda, Marín, Carlos Puig, Froylán López Narváez, Francisco Ortiz
Pinchetti y Gerardo Galarza. Poco tiempo después de iniciado su trabajo, el
malestar se hizo patente en el semanario. Divisiones internas y pleitos
abiertos habían hecho inviable un proyecto mal concebido.
Después de reyertas que subían de tono, del sexteto quedó un
cuarteto, pero sólo Rodríguez Castañeda y Marín eran reales aspirantes a la
dirección. Marín se movía con torpes aires de autoridad en la redacción y en la
administración. Rodríguez Castañeda trabajaba sin alardes en la concepción de
la revista y el diseño de la portada, imagen de la revista en la calle, nuestra
preferente publicidad. Marín y Rodríguez Castañeda disputaban por todo.
Elena Guerra, mi secretaria, me prevenía:
—Haga algo, don Julio.
—¿Qué, Elenita?
—Pierde usted autoridad, los compañeros lo ven pasivo,
distinto de lo que usted es.
Yo pensaba sobre todo en Rafael Rodríguez Castañeda, en
tanto Vicente Leñero y Enrique Maza se expresaban en la duda. Marín reflejaba
una imagen externa de la que Rodríguez Castañeda carecía. El primero había
escrito trabajos memorables: una entrevista con Manuel Becerra Acosta en la que
detallaba su abandono de Unomásuno y su exilio en España; revelaciones sobre la
matanza de Acteal, coludidos el ejército y grupos paramilitares; una acabada
reseña del asesinato de Amado Carrillo, el Señor de los Cielos; reportajes
sobre la Brigada Blanca.
Rafael, sin alardes protagónicos, cumplía su tarea seguro de
lo que hacía. De su inteligencia y concepción periodística había nacido el
proyecto exitoso de los suplementos especiales. Tres veces al año se ocupaban
de temas que estremecían al país. Los rostros del narco; La guerra del narco;
Con zeta de muerte; El Chapo, crimen y poder, son algunos títulos. Los
suplementos crecerían hasta altos niveles. En la actualidad, los índices de
venta se sitúan en no menos de los 200 mil ejemplares. Al lado de la brillantez
que llegó a alcanzar Marín, Rodríguez Castañeda representaba la certeza.
En la mañana sorpresiva en la que Anne Marie Mergier volvió
a comunicarse conmigo, me sorprendió la voz aguda de su español con acento
descarado. Ella era absolutamente francesa. Parisina nacida en Argel, amaba la
fealdad de su país de origen, ardiente, terroso, como lo describe Albert Camus.
—¿Qué ocurre, Anne Marie?
—Desde hoy, don Julio, trabajo con usted directamente o
renuncio a Proceso. No soporto a Marín. Es autoritario y conmigo ha llegado a
la destemplanza. Con usted o me voy.
—No se preocupe, Anne Marie —le había asegurado.
Hablé con Marín:
—A partir de hoy, Anne Marie trabaja conmigo.
La respuesta me llegó inmediata:
—Cuente con mi renuncia. No admito la merma arbitraria de mi
autoridad.
Las buenas maneras habían terminado. Marín luchaba por la
dirección. Se comportaba como si nada pudiera detenerlo.
***
Anne Marie disfrutaba de un puesto eminente en Proceso.
Había llegado a la casa de Fresas 13 de manera casual. Cercana a Lucía Luna,
responsable de la sección internacional en nuestro trabajo, le había propuesto
impartir un curso de francés para el personal interesado en el aprendizaje del
idioma. El padre de Lucía Luna, Fernando Luna de la Paz, había sido mi profesor
de filosofía en el Centro Cultural Universitario. A su hija le tenía confianza
absoluta.
En París, Anne Marie había obtenido, durante su época de
estudiante, un diploma en las disciplinas de arte, particularmente pintura y
escultura. Disfrutaba el premio. En su éxito había encabezado una visita guiada
por el Museo de Rodin, ella al frente de sus compañeros.
Corresponsal de Proceso, empezó a viajar por Europa. Su
primer golpe fue en la cárcel de Long Kesh, en Belfast. Emprendió su trabajo en
las condiciones más difíciles: francesa en el cuerpo de una revista mexicana
absolutamente desconocida en Irlanda del Norte y sin los contactos que todo reportero
necesita para su trabajo.
Escribió el 20 de julio de 1981:
Las reivindicaciones de los presos políticos en Irlanda del
Norte siguen sin respuesta alguna por parte del gobierno británico. En
declaraciones recientes, la primera ministra, Margaret Thatcher, mantuvo su
posición sobre el problema. “Un crimen es un crimen”, y los independentistas
irlandeses siguen siendo considerados como reos comunes y no como presos
políticos. Mientras ocho presos más han relevado a sus compañeros muertos de
hambre, 414 de los 650 encarcelados en total por razones políticas siguen en
una “huelga de desnudez”.
Luego:
Obligados a llevar el uniforme de los presos comunes, la
mayoría de los independentistas irlandeses presos en Long Kesh viven
completamente desnudos, algunos desde hace dos años, otros desde hace tres.
Sólo cuando el frío es demasiado insoportable, se cubren con una manta.
Fueron ocho las entregas sucesivas que Anne Marie envió a
México desde la prisión de Long Kesh. Bobby Sands fue un personaje al que
siguió con la meticulosidad de una artista en su martirio del hambre. Anotó
Anne Marie el 19 de mayo de 1982:
Cinco de mayo de 1982. Ocho de la noche. Falls Road. La
calle más rebelde de los barrios rebeldes recuerda el primer aniversario de la
muerte de Bobby Sands.
Ocho taxis negros abren la marcha. Diez ex presos de Long
Kesh caminan a pasos lentos con inmensas fotos de los huelguistas de hambre
muertos entre el mes de mayo y el de septiembre de 1981. Lo siguen los
familiares de los difuntos. Luego viene la multitud.
Son cuatro mil, cinco mil. Tal vez más. Silenciosos.
Jóvenes, ancianos, mujeres, hombres, niños. Graves. Tercos. En las ventanas
flotan banderas negras. Sólo se escucha el ritmo lúgubre de los tambores. El
viento es más helado que nunca.
***
Entre telefonemas, memorándums y revisión de documentos, le
pregunté a Elena Guerra:
—Dígame, ¿qué hacemos?
—No sé —me respondió.
Nuestros diálogos eran repetitivos, sin punto de arribo. En
la obsesión, una noche se impuso la claridad en el momento preciso: la
decisión, la que fuera, tendría que apartar a los trabajadores de la
administración, en manos de Marín, del tema central: la elección del nuevo
director.
Ésta debería surgir de la voluntad de los reporteros.
El tiempo se venía encima. El 23 de marzo de 1999, el
Consejo de Administración había citado a Rodríguez Castañeda, Carlos Marín y
Froylán López Narváez a una reunión capital. En esa fecha decidiríamos los
nombres de los compañeros a los que deberíamos liquidar. Los asuntos marchaban
mal en Fresas 13. Los signos del declive resultaban alarmantes.
Urgía poner en práctica la decisión que llevaba en mente. Me
reuní a toda prisa con el notario Juan Vicente Matute Ruiz de la Notaría 179 en
el DF, los consejeros Vicente Leñero Otero y Enrique Maza García, los auditores
José Palomec y Francisco Álvarez y el abogado Juan José Royo. Les propuse la
celebración de una junta de consejo para el 23 de marzo. Les expuse los motivos
con claridad. Vicente Leñero y Enrique Maza me hicieron clara su incertidumbre.
Pero convenimos: no había de otra.
Media hora antes de la cita, nos encontrábamos todos en el
salón del consejo. Llegó Rodríguez Castañeda. Serios, graves, esperábamos a
Marín y a López Narváez. Entraron. Sus rostros acusaron un desconcierto que los
rebasaría. Anuncié que, de acuerdo a las facultades del Consejo de
Administración, a partir de ese momento desahogaríamos el único punto de la
orden del día, la elección del nuevo director. Pregunté, sin más, quién se
apuntaba como candidato para la sucesión en una elección entre reporteros y
editores. Sólo se escuchó la voz de Rafael:
—Yo.
López Narváez y Marín se pusieron de pie, suelta la furia.
Froylán abandonó primero la sala de juntas. Marín lo siguió. Brotaron los
improperios. Froylán pronunció la frase que pretendió me sepultaría. Me llamó
el Díaz Redondo de Proceso.
Ya en la redacción, Marín estalló. Habló de urnas
envenenadas. Enrique Sánchez España me dijo que también se iba.
Era figura clara en la empresa y me encendió de rabia.
—Usted se queda —le grité.
En la sala de redacción informé del nombramiento de Rafael
Rodríguez Castañeda como nuevo director de Proceso. Escuché aplausos, pero no
me llegó el canto del entusiasmo. Hoy podemos afirmar que en Proceso supimos
ver el futuro.
***
Instalado Rodríguez Castañeda en la dirección de Proceso, el
sentido del tiempo cambió para mí. Ya no participaba en los acontecimientos de
la vida noticiosa como un testigo privilegiado. Ahora veía los sucesos a
distancia, crítico o cronista, mas no reportero.
De alguna manera apartado de la vida que había hecho mía
durante cincuenta años, el tiempo se alargaba inmisericorde. Veinticuatro horas
pueden provocar sentimiento de indefinición, el final de la jornada siempre
pendiente. ¿Cómo vivirlas para hacerlas útiles, atractivas? ¿Qué hacer con las
horas que sobran? ¿Cómo vivir pensando en el amor el día entero o leyendo y
escribiendo de amanecer a amanecer? Las horas sin vida pueden resumirse en un
vacío que convoque al aburrimiento.
Me atraía el magisterio, pero no me conquistaba para la
pasión de una vida vuelta al exterior. Los ojos están hechos para mirar, los
oídos para escuchar y el tiempo de la reflexión ocupaba en mí un segundo
espacio. No soy un intelectual ni aspiro a la erudición. Soy persona que existe
a partir de los sentidos, no de mi inteligencia.Las personas de las que me
apropio, mis hijos, mis amigos, me resultan insustituibles. Representan el
corazón que palpita, pero sé que nada remplaza la vida personal. No obstante,
en Proceso me negué a tener una oficina propia. Estaba en mi decisión ampliar
en todo lo que fuera posible el territorio del director. Yo deseaba que se
sintiera a sus anchas, sin la sombra de quien tenía una historia propia y le
había dictado órdenes durante mucho tiempo. Las relaciones en la alternancia
son complicadas, al acecho la envidia, los celos, las intrigas de terceros, la
propia malevolencia.
El día de la toma de posesión de Rodríguez Castañeda al
frente de Proceso le había dicho que sería su incondicional en el trabajo, y él
me había respondido que mantendría un respeto sin sombra para mis decisiones
como presidente del Consejo de Administración.
Con Rafael conversaba primero en la superficie y poco a poco
hacia adentro. Trascendimos el trabajo y nos hicimos amigos. La confianza
caminaba de un lado para otro. Pero no bastaba. Hacía falta el humor y ambos lo
procurábamos con éxito.
A los reporteros los veía regularmente. Pugnaba con ellos
para que escribieran libros en una buena prosa y se pulieran como redactores.
Tenía presente a Monsiváis: “Sólo los textos bien escritos se pueden recordar”.
***
Un día de abril de 2010, un enviado de Ismael El Mayo
Zambada me transmitió un mensaje del capo: deseaba conversar conmigo a partir
de un dato. Estaba enterado de mi trabajo y me tenía confianza.
Rafael Rodríguez Castañeda, director de Proceso; Salvador
Corro, el subdirector, y yo, presidente del Consejo de Administración,
abordamos el asunto en un estado de tensión explicable. Sin embargo, no asomaba
entre nosotros inquietud mayor. Sabíamos cuál era el compromiso que nos unía
con nuestros lectores, la información en el límite de lo posible. Y
cumpliríamos con nuestra tarea.
Proceso vive con las puertas abiertas. En Fresas 13 no
existe un circuito cerrado ni vigilancia especial. Sólo un par de policías
cuidan la calle, el incesante ir y venir de los automóviles por la estrecha
vía. Entre nosotros no hay guaruras.
En esas condiciones analizamos sin sobresaltos los problemas
que suscitaría el viaje ineludible. La conclusión en nuestras deliberaciones
fue una: llegar hasta El Mayo e informar del encuentro sin cargar tinta alguna.
Yo contaría todo, salvo detalles que pudieran abrir pistas a la autoridad y dar
con el delincuente. En su momento repetí que no soy delator.
En nuestras conversaciones, abiertas las puertas de la
dirección, pero la voz baja, sin altibajos, monótona para subrayar la
naturalidad de nuestros conciliábulos, ponderamos las reacciones del viaje.
Dábamos por cierto que sobre Fresas 13 caerían dolosos calificativos a
propósito de la tarea que yo emprendería.
En momento alguno pensamos seriamente en un contratiempo
mayor ni que yo quedara como rehén del narco. Cualquiera podría acometer contra
nosotros, los trabajadores de Proceso, el asalto que le viniera en gana.
Transitamos por la calle en paz, la naturalidad como norma.
No hay argumento que pudiera justificar el narcotráfico, ni
la delincuencia organizada, ni los asesinatos, los secuestros, las
desapariciones, las mutilaciones. Pero entre los delincuentes priva una ley que
no necesita de redacción alguna para aplicarse. Para el soplón no existe
piedad. Ha de pagar su traición con la vida y muchas veces con la vida de sus
familiares. El traidor paga dos ojos por uno.
***
Frente a la perspectiva del encuentro con Zambada, Rodríguez
Castañeda, Corro y yo dimos por cierto que sería un golpe periodístico, pero a
él seguirían las diatribas, las críticas enconadas, las ganas contra nosotros.
Al despedirnos, el director de Proceso me dijo en un largo
abrazo: “Si en una semana no sé de usted, tenga por seguro que usted sabrá de
mí”.
*Tomado de la revista Proceso.
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