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lunes, octubre 22, 2012

“Proceso” y sus adentros*




Tomados de La Jornada, Hernández y Helguera y El Universal, Helioflores.



Julio Scherer García 

En 1965 Julio Scherer García publicó su primer libro, La piel y la entraña, fruto de una larga serie de entrevistas con David Alfaro Siqueiros, en las que el periodista obligó al muralista, entonces en la cárcel, a exponer su piel y sus entrañas. Casi medio siglo después, bien podría Scherer García haber titulado de la misma manera su nuevo libro en el cual es él mismo quien se muestra en forma descarnada, como nunca antes, por dentro y por fuera. De su vida personalísima, íntima, a sus relaciones con los hombres del poder; de los amores que ya partieron a los vituperios que sobreviven; de los episodios luminosos a las vivencias amargas; de las interioridades de Excélsior a las intimidades de Proceso… el autor de Vivir asume la insólita decisión de levantar las cortinas de su historia personal y compartida y nos entrega trozos de existencia con honestidad y valor. Algo sabe él de lo que significan esas virtudes. En el estilo directo, escueto, que envuelve la densidad del pensamiento y de las emociones del fundador de Proceso, en Vivir transcurren episodios humanos y familiares de alta tensión, experiencias periodísticas singulares, momentos límite que sacuden el alma. Su libro conduce a sumergirse en México y en los oscuros entretelones de su vida pública. Y sobre todo, ofrece una oportunidad única: asomarse al mundo interno, atormentado en ocasiones, apasionado siempre, de Julio Scherer García. Del libro, que ya circula con el sello de Grijalbo, reproducimos fragmentos relativos a momentos clave en la historia de Proceso. (RRC) 

Proceso nació el 6 de noviembre de 1976, aún bajo el gobierno de Luis Echeverría. En la portada apareció mi nombre con el título de director general, una dolorosa remembranza de Excélsior.

La casa de Reforma 18 sí ameritaba el título. Editaba Excélsior dos periódicos, Últimas Noticias, primera y segunda edición; dos semanarios, Revista de Revistas, Jueves de Excélsior; y un par de publicaciones sin relieve, Ja já y Policía. 

Nombrado director gerente de Proceso, Miguel Ángel Granados Chapa tomó el mando de la revista. En las reuniones previas a su aparición, dispuso el orden y la periodicidad con la que debían escribir los colaboradores. Además, redactaría el editorial de cada semana, un texto breve que daba cuenta de los puntos de vista de Proceso, en rigor el pensamiento de Granados Chapa. Miguel Ángel repetiría a lo largo de su vida que yo había contribuido a mi propio derrumbe. Afirmaba que no abrí los ojos ante Regino Díaz Redondo, periodista sin hechura y drogadicto, a pesar de las advertencias con que me pedía un cambio de actitud frente a los acontecimientos.

Sorprendido por la súbita y brutal corrupción que generó Echeverría al interior de la cooperativa, creo que no había tenido oportunidad para tomar algunas providencias. El espacio que me quedaba era reducido, minados en su responsabilidad los trabajadores de “Formación” y “Rotativas”, y sin los cuales era impensable la aparición del diario. Un ejemplo de lo que narro está escrito en un texto del que me ocupo a propósito de Arturo Sánchez Medina. El líder de los obreros se había ahogado en la traición y a la traición había convocado a muchos. 

Nunca quise discutir con Miguel Ángel los puntos de discordia entre ambos. En alguna medida le debía como periodista mi supervivencia y mi gratitud hacia él era patente. Además del respeto a su trabajo, dan cuenta los hechos. Por iniciativa nacida en Proceso, Miguel Ángel fue elevado a la dignidad ciudadana, Medalla Belisario Domínguez, el 8 de octubre del 2008.

Miguel Ángel renunció a Proceso ocho meses después de la fundación de la revista. Aún éramos débiles, sin un peso de ahorro, inciertos en cuanto a un alto nivel de los reporteros, algunos principiantes. El paso que daba me lo comunicó en horas de caminata alrededor de Fresas 13. Yo le pedí que no se fuera y él se mantuvo firme. Sin palabras explícitas, dejó en claro: éramos incompatibles. Él, Miguel Ángel, creía en la crítica que esclarece el punto central de la discusión política y los quehaceres de nuestro oficio. Yo creía en los hechos concretos, los que se huelen y se tocan. Miguel Ángel se sentía atraído por los pensadores, y yo, sobre todo, por los reporteros.

***

Años después del 8 de julio de 1976, con Los periodistas en las librerías, Vicente Leñero me contó de su ánimo en la asamblea. Pensaba que me había adelantado a los acontecimientos al ponerme de pie y anunciar el camino a la calle. Me dijo:

—Creo que te precipitaste. Tu nombre ya se coreaba en la asamblea. Debiste aguardar unos minutos.

Los sucesos que seguirían al golpe modificarían el punto de vista de Vicente. No podría olvidar su juicio:

—Frente a cualquier crítica adversa, sostendría que te habías mantenido en la línea correcta.

Vicente me llevó a la zona profunda de la amistad. Su crítica adversa, en momentos cruciales, habría terminado con lo poco que restaba de mí. 

Permanecimos juntos un primer año, luego un segundo y en una larga etapa, veinte años. Vicente me decía que deseaba volver a su vocación en el teatro, los libros, la cultura, los talleres que impartía, su condición de profesor. Me obsequiaba parte de su tiempo esencial.

***
Vicente Leñero, Enrique Maza y yo renunciamos en noviembre de 1996 a los puestos directivos de la revista. En el futuro nos concentraríamos en el Consejo de Administración. Habíamos cumplido veinte años juntos y era tiempo para que las oportunidades del futuro se abrieran a una nueva generación. Además, cumplíamos una promesa entre nosotros: a los cuatro lustros en el semanario, iríamos en pos del azaroso encuentro personal con la vida.

El día de la despedida viví la amistad apasionada de mis compañeros y la honda tristeza que deparaba una nueva relación con ellos. En la fiesta estábamos todos los que deberíamos estar, entre ellos Gabriel García Márquez.

—Hoy no te beso —me dijo, en referencia al momento en que había sentido la levedad de su rostro en mi cara al minuto de la entrega en Monterrey del primer premio de Nuevo Periodismo, el 21 de octubre de 2000.

—Yo sí —le dije.

Estaba Susana, sin que la muerte se hubiera atrevido a tocarla, estaban mis hijos.

Días después de la fiesta, Vicente me dijo que no le preocupaba el futuro de Proceso tanto como los años inciertos que me esperaban. No me imaginaba lejos del periodismo, pendiente de los sucesos del tamaño que fueran.

—¿Qué vas a hacer? —me preguntaba.

—No sé —respondía.

También le preocupaba Enrique. Sus conflictos con la Santa Sede, de la que había sido devoto durante su juventud y buena parte de la época que le siguió, lo mantenían en permanente tensión. Veía en la Iglesia Católica, Apostólica Romana, un poder terrenal sin aspiración a la eternidad. Sus negocios eran los de esta tierra.

Recuerdo, entre otros, los conflictos de Enrique por la publicación de un volumen pequeño, El diablo. Fiel a su formación teológica, encaraba el dogma. Satanás no existía en la forma corpórea que la Iglesia pretende hacer creer a sus seguidores. El diablo es el mal sobre la tierra, siniestro, misterioso, universal.

El Vaticano exigió a Enrique la abjuración de la obra. Enrique se negó. El Vaticano retrocedió apenas y mantuvo sus amenazas, la excomunión incluida. Enrique volvió a negarse. Finalmente llegaron a un acuerdo las partes en conflicto. Enrique no reeditaría a Satanás.

El futuro de Vicente Leñero traería consigo una posible nostalgia, pero no ofrecía mayores problemas. Volvería al teatro, a los guiones cinematográficos, a los talleres, a la literatura, a su magisterio.
Yo me fui de vacaciones en compañía de Regina y Gabriela. Visitamos Brasil y Argentina durante un mes, bañados en la alegría. Una sola angustia ocultaría brevemente nuestro sol. Visitamos Bahía, la capital de Brasil de 1549 a 1763, caminamos por sus ruinas majestuosas, perdidos en el tiempo. Yo recordaba Antigua, la ciudad de piedra de Guatemala, también de escombros centenarios. Hablábamos de las ruinas y veíamos el azul desvanecido del atardecer.

Llegamos a la ciudad de Bahía allá por octubre de 1996, aún fuerte el calor. Fuimos de un lado al otro sin puntos de referencia. Ya tarde pregunté a mis hijas por qué no veíamos grupos de niños, uno al menos. Gabriela, segura en sus conocimientos de sociología volcados en los niños, me dijo que en Bahía las criaturas abandonaban sus guaridas en la noche. Era frecuente que viejos decrépitos que por ahí andaban los esclavizaran para su lujuria o mendicidad.

La desazón se me apareció apremiante y urgí a Regina y a Gabriela para que regresáramos cuanto antes al automóvil, dejado quién sabe dónde. Las sombras caían y yo miraba rostros lúbricos y cuerpos amenazantes.

Temí un asalto, los cuchillos desnudos, la violación tumultuaria, la muerte. Como podía me empeñaba en tranquilizar a mis hijas y ellas hacían lo mismo. Sin embargo, la opacidad del lenguaje se imponía en palabras convulsas. 

Maldecía la falta de una pistola y también el cuerpo gastado, poca cosa para una riña hasta la última sangre.

Me preguntaba por mis hijas, pero no sólo por ellas: 

¿Y yo? ¿Tendría el valor para ir a la muerte en defensa de Regina y Gabriela? ¿Las vería expirar a unos metros, paralizado?

A la vida le temo como no le temo a la muerte. La muerte es inevitable. Cae. El terror en los límites de la cordura, es asunto personal.
***

Palabras más, palabras menos, Carlos Marín me planteó, claro:

—En esas condiciones, renuncio a la coordinación de información.

—No, Carlos —procuré en una tregua.

La imposición de mi autoridad, en momentos de crisis, habría desencadenado la tormenta en Proceso.

Enterado de las diferencias entre Carlos Marín y Anne Marie Mergier, corresponsal de Proceso en Europa, fui al teléfono.

—Le ruego, Anne Marie, que acepte trabajar con Marín. Ya tendré oportunidad de conversar con usted acerca de la difícil situación por la que atravesamos.

—No, don Julio.

Acudí a Vicente:

—Ayúdame.

Habló con Anne Marie. Anne Marie cedió.

La situación se me hizo clara. Marín actuaba con soltura. Una mayoría de la administración estaba de su lado a partir de un estudiado entendimiento con el gerente, Enrique Sánchez España. Además, el coordinador de información presumía de la aceptación de un grupo de reporteros.

Rafael Rodríguez Castañeda, el coordinador de redacción, se atenía a su trabajo.

Frente al anuncio de un conflicto que crecía en su propio dinamismo, llegué a proponerle a Rodríguez Castañeda su designación como director. Me dijo y después repetiría ante los reporteros:

—Yo no camino sobre cadáveres.
***

A nuestra partida, un sexteto inventado por el Consejo de Administración había tomado la responsabilidad de la dirección. Lo integraban: Rodríguez Castañeda, Marín, Carlos Puig, Froylán López Narváez, Francisco Ortiz Pinchetti y Gerardo Galarza. Poco tiempo después de iniciado su trabajo, el malestar se hizo patente en el semanario. Divisiones internas y pleitos abiertos habían hecho inviable un proyecto mal concebido.

Después de reyertas que subían de tono, del sexteto quedó un cuarteto, pero sólo Rodríguez Castañeda y Marín eran reales aspirantes a la dirección. Marín se movía con torpes aires de autoridad en la redacción y en la administración. Rodríguez Castañeda trabajaba sin alardes en la concepción de la revista y el diseño de la portada, imagen de la revista en la calle, nuestra preferente publicidad. Marín y Rodríguez Castañeda disputaban por todo.

Elena Guerra, mi secretaria, me prevenía:

—Haga algo, don Julio.
—¿Qué, Elenita?
—Pierde usted autoridad, los compañeros lo ven pasivo, distinto de lo que usted es.
Yo pensaba sobre todo en Rafael Rodríguez Castañeda, en tanto Vicente Leñero y Enrique Maza se expresaban en la duda. Marín reflejaba una imagen externa de la que Rodríguez Castañeda carecía. El primero había escrito trabajos memorables: una entrevista con Manuel Becerra Acosta en la que detallaba su abandono de Unomásuno y su exilio en España; revelaciones sobre la matanza de Acteal, coludidos el ejército y grupos paramilitares; una acabada reseña del asesinato de Amado Carrillo, el Señor de los Cielos; reportajes sobre la Brigada Blanca.

Rafael, sin alardes protagónicos, cumplía su tarea seguro de lo que hacía. De su inteligencia y concepción periodística había nacido el proyecto exitoso de los suplementos especiales. Tres veces al año se ocupaban de temas que estremecían al país. Los rostros del narco; La guerra del narco; Con zeta de muerte; El Chapo, crimen y poder, son algunos títulos. Los suplementos crecerían hasta altos niveles. En la actualidad, los índices de venta se sitúan en no menos de los 200 mil ejemplares. Al lado de la brillantez que llegó a alcanzar Marín, Rodríguez Castañeda representaba la certeza.

En la mañana sorpresiva en la que Anne Marie Mergier volvió a comunicarse conmigo, me sorprendió la voz aguda de su español con acento descarado. Ella era absolutamente francesa. Parisina nacida en Argel, amaba la fealdad de su país de origen, ardiente, terroso, como lo describe Albert Camus.

—¿Qué ocurre, Anne Marie?

—Desde hoy, don Julio, trabajo con usted directamente o renuncio a Proceso. No soporto a Marín. Es autoritario y conmigo ha llegado a la destemplanza. Con usted o me voy.

—No se preocupe, Anne Marie —le había asegurado.

Hablé con Marín:

—A partir de hoy, Anne Marie trabaja conmigo.

La respuesta me llegó inmediata:

—Cuente con mi renuncia. No admito la merma arbitraria de mi autoridad.

Las buenas maneras habían terminado. Marín luchaba por la dirección. Se comportaba como si nada pudiera detenerlo.

***

Anne Marie disfrutaba de un puesto eminente en Proceso. Había llegado a la casa de Fresas 13 de manera casual. Cercana a Lucía Luna, responsable de la sección internacional en nuestro trabajo, le había propuesto impartir un curso de francés para el personal interesado en el aprendizaje del idioma. El padre de Lucía Luna, Fernando Luna de la Paz, había sido mi profesor de filosofía en el Centro Cultural Universitario. A su hija le tenía confianza absoluta.

En París, Anne Marie había obtenido, durante su época de estudiante, un diploma en las disciplinas de arte, particularmente pintura y escultura. Disfrutaba el premio. En su éxito había encabezado una visita guiada por el Museo de Rodin, ella al frente de sus compañeros.

Corresponsal de Proceso, empezó a viajar por Europa. Su primer golpe fue en la cárcel de Long Kesh, en Belfast. Emprendió su trabajo en las condiciones más difíciles: francesa en el cuerpo de una revista mexicana absolutamente desconocida en Irlanda del Norte y sin los contactos que todo reportero necesita para su trabajo.

Escribió el 20 de julio de 1981: 

Las reivindicaciones de los presos políticos en Irlanda del Norte siguen sin respuesta alguna por parte del gobierno británico. En declaraciones recientes, la primera ministra, Margaret Thatcher, mantuvo su posición sobre el problema. “Un crimen es un crimen”, y los independentistas irlandeses siguen siendo considerados como reos comunes y no como presos políticos. Mientras ocho presos más han relevado a sus compañeros muertos de hambre, 414 de los 650 encarcelados en total por razones políticas siguen en una “huelga de desnudez”.

Luego: 

Obligados a llevar el uniforme de los presos comunes, la mayoría de los independentistas irlandeses presos en Long Kesh viven completamente desnudos, algunos desde hace dos años, otros desde hace tres. Sólo cuando el frío es demasiado insoportable, se cubren con una manta. 

Fueron ocho las entregas sucesivas que Anne Marie envió a México desde la prisión de Long Kesh. Bobby Sands fue un personaje al que siguió con la meticulosidad de una artista en su martirio del hambre. Anotó Anne Marie el 19 de mayo de 1982:
 

Cinco de mayo de 1982. Ocho de la noche. Falls Road. La calle más rebelde de los barrios rebeldes recuerda el primer aniversario de la muerte de Bobby Sands.

Ocho taxis negros abren la marcha. Diez ex presos de Long Kesh caminan a pasos lentos con inmensas fotos de los huelguistas de hambre muertos entre el mes de mayo y el de septiembre de 1981. Lo siguen los familiares de los difuntos. Luego viene la multitud.

Son cuatro mil, cinco mil. Tal vez más. Silenciosos. Jóvenes, ancianos, mujeres, hombres, niños. Graves. Tercos. En las ventanas flotan banderas negras. Sólo se escucha el ritmo lúgubre de los tambores. El viento es más helado que nunca.
*** 

Entre telefonemas, memorándums y revisión de documentos, le pregunté a Elena Guerra:

—Dígame, ¿qué hacemos?

—No sé —me respondió.

Nuestros diálogos eran repetitivos, sin punto de arribo. En la obsesión, una noche se impuso la claridad en el momento preciso: la decisión, la que fuera, tendría que apartar a los trabajadores de la administración, en manos de Marín, del tema central: la elección del nuevo director.

Ésta debería surgir de la voluntad de los reporteros.

El tiempo se venía encima. El 23 de marzo de 1999, el Consejo de Administración había citado a Rodríguez Castañeda, Carlos Marín y Froylán López Narváez a una reunión capital. En esa fecha decidiríamos los nombres de los compañeros a los que deberíamos liquidar. Los asuntos marchaban mal en Fresas 13. Los signos del declive resultaban alarmantes.

Urgía poner en práctica la decisión que llevaba en mente. Me reuní a toda prisa con el notario Juan Vicente Matute Ruiz de la Notaría 179 en el DF, los consejeros Vicente Leñero Otero y Enrique Maza García, los auditores José Palomec y Francisco Álvarez y el abogado Juan José Royo. Les propuse la celebración de una junta de consejo para el 23 de marzo. Les expuse los motivos con claridad. Vicente Leñero y Enrique Maza me hicieron clara su incertidumbre. Pero convenimos: no había de otra.

Media hora antes de la cita, nos encontrábamos todos en el salón del consejo. Llegó Rodríguez Castañeda. Serios, graves, esperábamos a Marín y a López Narváez. Entraron. Sus rostros acusaron un desconcierto que los rebasaría. Anuncié que, de acuerdo a las facultades del Consejo de Administración, a partir de ese momento desahogaríamos el único punto de la orden del día, la elección del nuevo director. Pregunté, sin más, quién se apuntaba como candidato para la sucesión en una elección entre reporteros y editores. Sólo se escuchó la voz de Rafael:

—Yo.

López Narváez y Marín se pusieron de pie, suelta la furia. Froylán abandonó primero la sala de juntas. Marín lo siguió. Brotaron los improperios. Froylán pronunció la frase que pretendió me sepultaría. Me llamó el Díaz Redondo de Proceso.

Ya en la redacción, Marín estalló. Habló de urnas envenenadas. Enrique Sánchez España me dijo que también se iba.

Era figura clara en la empresa y me encendió de rabia.

—Usted se queda —le grité. 

En la sala de redacción informé del nombramiento de Rafael Rodríguez Castañeda como nuevo director de Proceso. Escuché aplausos, pero no me llegó el canto del entusiasmo. Hoy podemos afirmar que en Proceso supimos ver el futuro.
***

Instalado Rodríguez Castañeda en la dirección de Proceso, el sentido del tiempo cambió para mí. Ya no participaba en los acontecimientos de la vida noticiosa como un testigo privilegiado. Ahora veía los sucesos a distancia, crítico o cronista, mas no reportero.

De alguna manera apartado de la vida que había hecho mía durante cincuenta años, el tiempo se alargaba inmisericorde. Veinticuatro horas pueden provocar sentimiento de indefinición, el final de la jornada siempre pendiente. ¿Cómo vivirlas para hacerlas útiles, atractivas? ¿Qué hacer con las horas que sobran? ¿Cómo vivir pensando en el amor el día entero o leyendo y escribiendo de amanecer a amanecer? Las horas sin vida pueden resumirse en un vacío que convoque al aburrimiento.

Me atraía el magisterio, pero no me conquistaba para la pasión de una vida vuelta al exterior. Los ojos están hechos para mirar, los oídos para escuchar y el tiempo de la reflexión ocupaba en mí un segundo espacio. No soy un intelectual ni aspiro a la erudición. Soy persona que existe a partir de los sentidos, no de mi inteligencia.Las personas de las que me apropio, mis hijos, mis amigos, me resultan insustituibles. Representan el corazón que palpita, pero sé que nada remplaza la vida personal. No obstante, en Proceso me negué a tener una oficina propia. Estaba en mi decisión ampliar en todo lo que fuera posible el territorio del director. Yo deseaba que se sintiera a sus anchas, sin la sombra de quien tenía una historia propia y le había dictado órdenes durante mucho tiempo. Las relaciones en la alternancia son complicadas, al acecho la envidia, los celos, las intrigas de terceros, la propia malevolencia. 

El día de la toma de posesión de Rodríguez Castañeda al frente de Proceso le había dicho que sería su incondicional en el trabajo, y él me había respondido que mantendría un respeto sin sombra para mis decisiones como presidente del Consejo de Administración.
Con Rafael conversaba primero en la superficie y poco a poco hacia adentro. Trascendimos el trabajo y nos hicimos amigos. La confianza caminaba de un lado para otro. Pero no bastaba. Hacía falta el humor y ambos lo procurábamos con éxito.

A los reporteros los veía regularmente. Pugnaba con ellos para que escribieran libros en una buena prosa y se pulieran como redactores. Tenía presente a Monsiváis: “Sólo los textos bien escritos se pueden recordar”.

***

Un día de abril de 2010, un enviado de Ismael El Mayo Zambada me transmitió un mensaje del capo: deseaba conversar conmigo a partir de un dato. Estaba enterado de mi trabajo y me tenía confianza.

Rafael Rodríguez Castañeda, director de Proceso; Salvador Corro, el subdirector, y yo, presidente del Consejo de Administración, abordamos el asunto en un estado de tensión explicable. Sin embargo, no asomaba entre nosotros inquietud mayor. Sabíamos cuál era el compromiso que nos unía con nuestros lectores, la información en el límite de lo posible. Y cumpliríamos con nuestra tarea.

Proceso vive con las puertas abiertas. En Fresas 13 no existe un circuito cerrado ni vigilancia especial. Sólo un par de policías cuidan la calle, el incesante ir y venir de los automóviles por la estrecha vía. Entre nosotros no hay guaruras.

En esas condiciones analizamos sin sobresaltos los problemas que suscitaría el viaje ineludible. La conclusión en nuestras deliberaciones fue una: llegar hasta El Mayo e informar del encuentro sin cargar tinta alguna. Yo contaría todo, salvo detalles que pudieran abrir pistas a la autoridad y dar con el delincuente. En su momento repetí que no soy delator. 

En nuestras conversaciones, abiertas las puertas de la dirección, pero la voz baja, sin altibajos, monótona para subrayar la naturalidad de nuestros conciliábulos, ponderamos las reacciones del viaje. Dábamos por cierto que sobre Fresas 13 caerían dolosos calificativos a propósito de la tarea que yo emprendería. 

En momento alguno pensamos seriamente en un contratiempo mayor ni que yo quedara como rehén del narco. Cualquiera podría acometer contra nosotros, los trabajadores de Proceso, el asalto que le viniera en gana. Transitamos por la calle en paz, la naturalidad como norma. 

No hay argumento que pudiera justificar el narcotráfico, ni la delincuencia organizada, ni los asesinatos, los secuestros, las desapariciones, las mutilaciones. Pero entre los delincuentes priva una ley que no necesita de redacción alguna para aplicarse. Para el soplón no existe piedad. Ha de pagar su traición con la vida y muchas veces con la vida de sus familiares. El traidor paga dos ojos por uno.
***
Frente a la perspectiva del encuentro con Zambada, Rodríguez Castañeda, Corro y yo dimos por cierto que sería un golpe periodístico, pero a él seguirían las diatribas, las críticas enconadas, las ganas contra nosotros.

Al despedirnos, el director de Proceso me dijo en un largo abrazo: “Si en una semana no sé de usted, tenga por seguro que usted sabrá de mí”.
*Tomado de la revista Proceso.