progressif

sábado, octubre 27, 2007

Desfiladero*




Tomados de La Jornada, El Fisgón y Helguera y El Universal, Omar.

Jaime Avilés
jamastu@gmail.com



Zedillo: crimen de Estado
Se cumplen 10 años de la matanza de Acteal

Hay que juzgarlo junto a sus tres cómplices

Implicados, Chuayffet, Ruiz Ferro y militares

He leído (con tapones en la nariz) la primera parte del texto de Héctor Aguilar Camín sobre la matanza de Acteal (Nexos de octubre), que a partir de una serie de testimonios a modo, recopilados por la PGR, el gobierno de Chiapas y el Ejército, pretende reconstruir el clima político imperante en la zona de los Altos, antes de la mañana del 22 de diciembre de 1997, cuando fueron asesinadas, y en algunos casos descuartizadas a machetazos, 45 personas que oraban en una ermita del municipio de San Pedro Chenalhó.

Aguilar Camín vuelve a utilizar una técnica de montaje documental que Nexos ya había puesto en práctica para mostrar a los combatientes del EZLN como violadores de los derechos humanos de las comunidades indígenas de Chiapas que no participaron en la insurrección de 1994. Esa misma técnica fue la que a su turno empleó el historiador Carlos Tello Díaz en La rebelión de las cañadas, un libelo confeccionado con filtraciones del Cisen, delaciones de un desertor de la comandancia zapatista y datos de otros informantes de la misma estofa.

El explícito, como puede comprobarlo quien hojee Nexos, aspira a demostrar que la matanza de 1997 fue un acto legítimo de defensa propia, al que no tuvieron más remedio que acudir las “víctimas” de los abusos cometidos por los filozapatistas en la región. O a reforzar, con otras palabras, la vieja tesis oficialista, la del conflicto entre dos comunidades “por la disputa de un banco de arena”, según la cual, en el episodio nada tuvo que ver el gobierno de la República.

Aunque todavía no llega tan lejos en lo que se ha publicado hasta ahora, no se necesita una bola de cristal para anticipar que hacia allá se dirige la publicación en pos de su segundo objetivo, el implícito, y que no pretende sino desvirtuar de antemano las exigencias que ya está formulando la sociedad civil para que dentro de dos meses, cuando se cumplan 10 años de la matanza, el ex presidente Ernesto Zedillo Ponce de León, el ex secretario de Gobernación Emilio Chuayffet Chemor, el ex gobernador Julio César Ruiz Ferro y el general Mario Renán Castillo, ex jefe de las tropas federales en Chiapas, sean detenidos, juzgados y castigados como notorios responsables de un crimen de Estado que en su momento horrorizó y avergonzó a la humanidad.

Qué bueno que los intelectuales orgánicos del régimen reabran el caso Acteal, porque ello permitirá no sólo revisar de nuevo un asesinato colectivo, concebido, preparado y ejecutado con fines eminentemente estratégicos –para concretar la ocupación militar de los Altos, que nada justificaba hasta ese momento–, sino examinar otra vez, y con mayor perspectiva, la gestión de Zedillo, autor intelectual del Fobaproba, el mayor atraco perpetrado contra el patrimonio de los mexicanos, y arquitecto del puente inconcluso a la “transición”, que en realidad condujo al país a la catástrofe del foxismo.

Acerca de esto reflexionaba, conmovido, el pasado lunes por la mañana, recorriendo las instalaciones del flamante memorial de Tlatelolco que en ese instante inauguraba el rector de la UNAM, Juan Ramón de la Fuente, en compañía del jefe del Gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard Casaubon; de Elena Poniatowska y de algunos protagonistas del movimiento estudiantil de 1968, en la planta baja de la antigua torre de la cancillería, frente a la Plaza de las Tres Culturas, donde ocurrió la matanza del 2 de octubre.

El edificio, que pertenecía a la Secretaría de Relaciones Exteriores y quedó en manos del gobierno capitalino durante el sexenio pasado, fue entregado a la UNAM por Andrés Manuel López Obrador, cuando gobernaba el Distrito Federal, para que allí se erigiera un centro cultural en recuerdo de la lucha de la inteligencia contra el despotismo, así como de la represión que la aplastó, convirtiendo a los estudiantes de aquella generación en modernizadores de la vida pública del país.

Bajo la dirección de Sergio Raúl Arroyo, ex titular del Instituto Nacional de Antropología e Historia, que renunció a ese cargo tras oponerse a los intentos de saqueo de Vicente Fox y Marta Sahagún en algunos museos de sitio, el Centro Cultural Universitario Tlatelolco ha reunido un centenar de testimonios audiovisuales de personajes destacados de aquella lucha, analistas políticos y actores colaterales, como el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, diseñador de la torre de la cancillería, que se pueden consultar en computadoras dispuestas para tal efecto.

Asimismo, ofrece una cronología del conflicto que estalló a fines de julio de 1968, al suscitarse un pleito entre estudiantes de una preparatoria y una vocacional, y de su vertiginoso desarrollo a lo largo de agosto y septiembre, que cimbró al sistema político en sus cimientos en medio de una represión creciente que sólo podía desembocar en el asesinato de cientos de jóvenes. Ilustrado con espléndidos videos, películas, fotografías, canciones, carteles, periódicos, revistas y volantes de la época; se trata de un elocuente y estremecedor discurso museográfico que estuvo a cargo de un brillante equipo de historiadores conformado por Álvaro Vázquez Mantecón, Alejandro García, Juncia Avilés, Ximena Molina, Cinthia Velázquez y Andrea Navarro.

De acuerdo con la idea original tanto del rector como de sus creadores, este espacio continuará añadiendo elementos a su acervo –en breve será puesta en exhibición la puerta de la escuela de San Ildefonso destruida por un bazucazo del Ejército, por ejemplo– y pronto, sin duda, se transformará en un nuevo escenario de la política y la cultura. Hay que visitarlo y comprobar que ante todo es un lugar sumamente emocionante, que inspirará las luchas de las próximas generaciones, y que renovará el optimismo y la esperanza de quienes hoy combaten por la democracia, la libertad y la justicia desde las filas de la APPO, la Convención Nacional Democrática (CND), Atenco, las comunidades indígenas y tantos frentes de batalla cívica más, y a diario reciben los insultos, el desprecio, el odio y la violencia del régimen golpista, como en su momento lo sufrieron los héroes del 68, cuya dolorosa victoria es desde ya precursora de la nuestra.

Si en la construcción del memorial de Tlatelolco tuvieron un papel decisivo quienes se obstinaron en llevar a juicio a Gustavo Díaz Ordaz y a Luis Echeverría, ahora, para poner la primera piedra del monumento a las víctimas de Acteal y garantizar que nadie jamás olvide ese crimen de Estado, hay que movilizarse desde ya para encausar penalmente a Zedillo y sus cómplices. Buena ocasión para ello podría ser el próximo domingo 18 de noviembre, en el Zócalo, cuando se celebre la tercera asamblea de la CND, que será encabezada por López Obrador.


*Tomado del diario La Jornada.

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La otra palabra y las tergiversaciones sobre Acteal


R. Aída Hernández Castillo*


A casi 10 años de haberse cometido una de las masacres más sangrientas en la historia reciente de Chiapas, los intentos por rescribir los acontecimientos para negar la responsabilidad gubernamental han causado la indignación de los sobrevivientes y de los familiares de los 45 hombres, mujeres y niños asesinados brutalmente por grupos paramilitares en la comunidad tzotzil de Acteal, municipio de San Pedro Chenalhó, el 28 de diciembre de 1997.

El artículo de Héctor Aguilar Camín en la revista Nexos, el anunciado libro de Eric Hugo Flores y el intercambio de cartas en El Correo Ilustrado de La Jornada, han puesto en el centro del debate viejos argumentos que pretenden presentar la masacre como producto de pugnas intracomunitarias. A pocas semanas de acontecida la masacre, representantes de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Chiapas visitaron las oficinas del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), Unidad Sureste, en San Cristóbal de las Casas, en aquel entonces bajo mi dirección, para solicitarnos un estudio en el que explicáramos “la manera en que las prácticas culturales de los tzotziles de San Pedro Chenalhó permitían entender los rituales de guerra utilizados en la masacre de Acteal”. La manera en que se planteó la “pregunta de investigación” provocó el rechazo de todos los investigadores de mi centro de trabajo, que se rehusaron a colaborar con un estudio así.

Preocupadas por la manera en que los argumentos culturales podrían ser utilizados para justificar la masacre, o al menos para deslindar a los poderes locales de sus responsabilidades políticas, un grupo interdisciplinario de investigadoras que veníamos laborando en la región nos dimos a la tarea de preparar un trabajo académico de divulgación que permitiera contextualizar la masacre en el marco de procesos políticos y sociales más amplios. El libro La otra palabra. Mujeres y violencia en Chiapas. Antes y después de Acteal, publicado dentro de la serie Textos Urgentes del CIESAS (1998), a sólo cuatro meses de acontecida la masacre, reconstruye con base en una investigación histórica los vínculos entre los grupos de poder locales y los cacicazgos indígenas y nos permite entender las condiciones sociales que posibilitaron la creación de grupos paramilitares en la región de San Pedro Chenalhó.

La violencia utilizada en la masacre, las armas de alto poder y las botas militares que portaban los perpetradores rompían con las características de los conflictos intracomunitarios descritos por investigadoras como Ana María Garza y Graciela Freyermuth, quienes durante años habían analizado la violencia de género en ese municipio. Sus trabajos en este libro nos muestran que hasta antes de la masacre de Acteal la violencia nunca se había manifestado de manera masiva contra grupos de niños y mujeres, y las mutilaciones corporales habían estado ausentes de los conflictos comunitarios. Los “rituales de guerra” que la Comisión de Derechos Humanos pretendía “contextualizar culturalmente” eran muy similares a los descritos por el antropólogo Ricardo Falla en su obra Masacres de la selva, y apuntan más bien a una cultura de la contrainsurgencia, que tiene sus raíces sobre todo en los centros de adiestramiento de tropas especiales en Centroamérica y Estados Unidos.

Durante ese mismo año un semanario nacional publicó un artículo negando el alto nivel de violencia utilizado en la masacre, la existencia de mutilaciones corporales y el asesinato de mujeres embarazadas, poniendo en tela de juicio las denuncias de los sobrevivientes. La abogada Martha Figueroa, representante legal de las viudas y huérfanos de Acteal, colaboradora de nuestro libro, tuvo acceso a los reportes de las autopsias de los masacrados, que corroboran las historias de terror narradas por los sobrevivientes. La duda, sin embargo, había sido sembrada en la opinión pública, y por lo visto nuestro trabajo no logró contrarrestar a los ideólogos del Estado, que 10 años más tarde regresan a la hipótesis de las “pugnas intracomunitarias” para justificar la impunidad y evitar que se castigue a los verdaderos responsables al más alto nivel estatal y federal.

* Doctora en antropología, investigadora del CIESAS

** Publicado en el periódico La Jornada.