Sí hay alternativa*
Tomados de La Jornada, Hernández, Helguera, El Fisgón y Rocha y El Universal, Helioflores y Naranjo.
Octavio Rodríguez Araujo
La apuesta de los defensores del neoliberalismo en la actualidad y desde que Margaret Thatcher gobernara el Reino Unido es que no hay alternativas al capitalismo, desde aquellos años considerado neoliberal y globalizado. La frase que se atribuyó a la primera ministra británica: There is no alternative (no hay alternativa), estaba dirigida a las corrientes socialistas que, como se estimaba desde entonces, estaban en crisis una vez que el referente soviético se derrumbó y a pesar de que la URSS no fue socialista. El mensaje, que no carecía de bases prácticas, era que la alternativa de izquierda poco podría cambiar el mundo, aun desde el poder del Estado en determinados países, ya que el socialismo como opción se acercaba más a una utopía inacabada que a una posibilidad concreta. Se interpretaba como el fin de la historia, es decir, un mundo sin cambios sustanciales que pusieran un alto a la larga trayectoria del capitalismo como modelo económico dominante.
En aquellos años, cuando gobernaban coincidentemente la señora Thatcher y Ronald Reagan en sus respectivos países, aparecieron dos libros, a mi juicio significativos: uno de Gavin Kitching, en 1983, Rethinking Socialism. A theory for a better practice (Repensando el socialismo. Una teoría para una mejor práctica) y otro de Desmond S. King, en 1987, The New Right (La nueva derecha). Ambos textos nos alertaban ya de que, ante los cambios estructurales del capitalismo de fin de siglo, había que repensar su alternativa más allá del esquema tradicional que venía repitiéndose por el ala izquierda del pensamiento socialista desde los tiempos de Marx. Incluso el socialismo, como objetivo a alcanzar, debía redefinirse en sus términos y como práctica. El Foro de Sao Paulo, del que escribiera el martes pasado Saúl Escobar en estas páginas, surgió en 1990 como reacción latinoamericana a la globalización neoliberal ya imperante y casi mundial, con el uso de la expresión “socialista” como meta más discursiva que real, puesto que el socialismo, por definición anticapitalista, no era compartido por todos los participantes. Como los partidos y organizaciones que lo fundaron y continuaron dándole vida eran de distintas posiciones, se insistió mucho en la unidad de la diversidad de fuerzas “progresistas” (cualquier cosa que se entienda por esto) y de “izquierda”, otro concepto escurridizo si no lleva apellido.
La izquierda es un concepto resbaloso porque es relativo en sí mismo y por oposición a la derecha, que también tiene diferentes caras (las derechas). La derecha es, pese a sus variaciones (de fascista a democrática, por ejemplo), conservadora cuando no retrógrada. La izquierda, en cambio, es avanzada, razón por la cual también se le llama progresista, pese a que esta noción implica muchos riesgos de interpretación. Y la izquierda como posición avanzada por comparación con la derecha, nos propone, o nos debe proponer, una sociedad mejor, humanista y democrática en la que se garanticen la libertad y la justicia social para todos y no sólo para unos cuantos. Y se entiende que donde la izquierda tiene o tenga el poder habrá de corregir las profundas desigualdades propias del capitalismo, para construir una sociedad y un Estado donde el poder económico (nacional, extranjero o mixto) no determine la política, como en general ha ocurrido en la mayoría de los países donde la izquierda ha tomado el poder, con poquísimas excepciones.
En años recientes el socialismo como objetivo a alcanzar no es muy apreciado entre la población común de muchos países, razón por la cual la socialdemocracia ha sido la etiqueta de uso discursivo más generalizado entre las izquierdas. Los partidos de izquierda, por lo tanto, no se definen en general como socialistas (lo que supone ser anticapitalista), pues no ganarían el voto de las mayorías y dejarían de ser competitivos electoralmente. Prefieren llamarse socialdemócratas porque en esta corriente cabe todo tipo de partidos, lo que “justifica”, como en la Internacional Socialista, que se unan en la diversidad y que pongan más énfasis en la democracia, incluso formal, que en la equidad y en la justicia sociales como objetivos del ejercicio del poder. Cuando éste y los procesos democráticos son determinados por el poder económico (o en los países llamados socialistas por las burocracias estatales-partidarias privilegiadas), la política termina por pervertirse, al igual que los partidos de izquierda que no han podido o querido sustraerse a ese poder económico, y el resultado, como se ha visto desde los años 60 del siglo pasado, es el desencanto y el descontento de muchos, principalmente de los jóvenes que no ven alternativa posible a su situación ni al contexto en que se desarrollan.
La apuesta de las izquierdas de ahora, por tanto, tiene que ser, en principio, por la configuración de una alternativa a la lógica neoliberal, que en esencia no es otra cosa sino la negación del llamado Estado de bienestar del pasado o la contraposición al intervencionismo estatal que regulaba la economía para mitigar los estragos del capitalismo en cada país. ¿Una estrategia así conduciría al socialismo? No, pero sí le jalaría las riendas al capitalismo desbocado, cuyos principales beneficiarios no quieren frenos de ninguna especie. No se plantea un anticapitalismo socialista, aunque sea mi deseo, sino la vuelta al desarrollo nacional soberano, a un Estado fuerte ante el exterior cuya forma sea democrática en interior, y una democracia que trascienda lo electoral para ocuparse también y con énfasis de lo económico, lo social y lo cultural; esto es, exactamente lo contrario de lo que están haciendo los gobiernos de derecha en el mundo y en México en particular.
Sí hay alternativa, incluso dentro del capitalismo, y la que aquí se propone de manera tentativa no podría ser suscrita por el PAN ni por el PRI salinizado de ahora. Si acaso por el PRD y sus aliados. ¿Cómo llamarla? No lo sé, porque quizá izquierda socialdemócrata ya no le diga nada a nadie.
La apuesta de los defensores del neoliberalismo en la actualidad y desde que Margaret Thatcher gobernara el Reino Unido es que no hay alternativas al capitalismo, desde aquellos años considerado neoliberal y globalizado. La frase que se atribuyó a la primera ministra británica: There is no alternative (no hay alternativa), estaba dirigida a las corrientes socialistas que, como se estimaba desde entonces, estaban en crisis una vez que el referente soviético se derrumbó y a pesar de que la URSS no fue socialista. El mensaje, que no carecía de bases prácticas, era que la alternativa de izquierda poco podría cambiar el mundo, aun desde el poder del Estado en determinados países, ya que el socialismo como opción se acercaba más a una utopía inacabada que a una posibilidad concreta. Se interpretaba como el fin de la historia, es decir, un mundo sin cambios sustanciales que pusieran un alto a la larga trayectoria del capitalismo como modelo económico dominante.
En aquellos años, cuando gobernaban coincidentemente la señora Thatcher y Ronald Reagan en sus respectivos países, aparecieron dos libros, a mi juicio significativos: uno de Gavin Kitching, en 1983, Rethinking Socialism. A theory for a better practice (Repensando el socialismo. Una teoría para una mejor práctica) y otro de Desmond S. King, en 1987, The New Right (La nueva derecha). Ambos textos nos alertaban ya de que, ante los cambios estructurales del capitalismo de fin de siglo, había que repensar su alternativa más allá del esquema tradicional que venía repitiéndose por el ala izquierda del pensamiento socialista desde los tiempos de Marx. Incluso el socialismo, como objetivo a alcanzar, debía redefinirse en sus términos y como práctica. El Foro de Sao Paulo, del que escribiera el martes pasado Saúl Escobar en estas páginas, surgió en 1990 como reacción latinoamericana a la globalización neoliberal ya imperante y casi mundial, con el uso de la expresión “socialista” como meta más discursiva que real, puesto que el socialismo, por definición anticapitalista, no era compartido por todos los participantes. Como los partidos y organizaciones que lo fundaron y continuaron dándole vida eran de distintas posiciones, se insistió mucho en la unidad de la diversidad de fuerzas “progresistas” (cualquier cosa que se entienda por esto) y de “izquierda”, otro concepto escurridizo si no lleva apellido.
La izquierda es un concepto resbaloso porque es relativo en sí mismo y por oposición a la derecha, que también tiene diferentes caras (las derechas). La derecha es, pese a sus variaciones (de fascista a democrática, por ejemplo), conservadora cuando no retrógrada. La izquierda, en cambio, es avanzada, razón por la cual también se le llama progresista, pese a que esta noción implica muchos riesgos de interpretación. Y la izquierda como posición avanzada por comparación con la derecha, nos propone, o nos debe proponer, una sociedad mejor, humanista y democrática en la que se garanticen la libertad y la justicia social para todos y no sólo para unos cuantos. Y se entiende que donde la izquierda tiene o tenga el poder habrá de corregir las profundas desigualdades propias del capitalismo, para construir una sociedad y un Estado donde el poder económico (nacional, extranjero o mixto) no determine la política, como en general ha ocurrido en la mayoría de los países donde la izquierda ha tomado el poder, con poquísimas excepciones.
En años recientes el socialismo como objetivo a alcanzar no es muy apreciado entre la población común de muchos países, razón por la cual la socialdemocracia ha sido la etiqueta de uso discursivo más generalizado entre las izquierdas. Los partidos de izquierda, por lo tanto, no se definen en general como socialistas (lo que supone ser anticapitalista), pues no ganarían el voto de las mayorías y dejarían de ser competitivos electoralmente. Prefieren llamarse socialdemócratas porque en esta corriente cabe todo tipo de partidos, lo que “justifica”, como en la Internacional Socialista, que se unan en la diversidad y que pongan más énfasis en la democracia, incluso formal, que en la equidad y en la justicia sociales como objetivos del ejercicio del poder. Cuando éste y los procesos democráticos son determinados por el poder económico (o en los países llamados socialistas por las burocracias estatales-partidarias privilegiadas), la política termina por pervertirse, al igual que los partidos de izquierda que no han podido o querido sustraerse a ese poder económico, y el resultado, como se ha visto desde los años 60 del siglo pasado, es el desencanto y el descontento de muchos, principalmente de los jóvenes que no ven alternativa posible a su situación ni al contexto en que se desarrollan.
La apuesta de las izquierdas de ahora, por tanto, tiene que ser, en principio, por la configuración de una alternativa a la lógica neoliberal, que en esencia no es otra cosa sino la negación del llamado Estado de bienestar del pasado o la contraposición al intervencionismo estatal que regulaba la economía para mitigar los estragos del capitalismo en cada país. ¿Una estrategia así conduciría al socialismo? No, pero sí le jalaría las riendas al capitalismo desbocado, cuyos principales beneficiarios no quieren frenos de ninguna especie. No se plantea un anticapitalismo socialista, aunque sea mi deseo, sino la vuelta al desarrollo nacional soberano, a un Estado fuerte ante el exterior cuya forma sea democrática en interior, y una democracia que trascienda lo electoral para ocuparse también y con énfasis de lo económico, lo social y lo cultural; esto es, exactamente lo contrario de lo que están haciendo los gobiernos de derecha en el mundo y en México en particular.
Sí hay alternativa, incluso dentro del capitalismo, y la que aquí se propone de manera tentativa no podría ser suscrita por el PAN ni por el PRI salinizado de ahora. Si acaso por el PRD y sus aliados. ¿Cómo llamarla? No lo sé, porque quizá izquierda socialdemócrata ya no le diga nada a nadie.
*Tomado de La Jornada.
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