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domingo, junio 07, 2009

Soberanía popular y supremacía de la Constitución*


Tomado de La Jornada, Hernández.


Arnaldo Córdova

Esos conceptos, soberanía popular y supremacía de la Constitución, son categorías que se les atragantan a nuestros juristas, a nuestros jueces y, también, a nuestros legisladores. Por lo común, razonan como si fueran principios ajenos el uno al otro y casi nunca logran establecer una relación de origen entre ellos. Son, pues, conceptos que funcionan cada uno en su propia esfera. En la historia del pensamiento jurídico y político, en realidad, se trata de dos puntos de vista contrapuestos y enemigos. Se trata del postulado de Rousseau, el gran pensador ginebrino, que consistía en que el pueblo decide qué leyes se da, y de Kant, el gran filósofo alemán, que sostenía que la ley es soberana porque es un dictado de la razón y en su elaboración no tiene nada que ver el voto del pueblo.

Casi todas las constituciones en el mundo dan la razón a Rousseau, pues estipulan que derivan de la voluntad del pueblo y que ésta es la norma suprema. Nuestra Carta Magna admite ambos principios, el de la soberanía popular, que llama soberanía nacional, en su artículo 39, y el de la supremacía de la Constitución y sus leyes en su artículo 133. La voluntad del pueblo es el origen ineliminable de todas sus instituciones, comprendidas sus leyes. La supremacía constitucional deriva también de ese principio fundador, pues es la voluntad popular la que determina que la ley suprema es la Constitución, sus leyes y los tratados internacionales que signa su gobierno y refrenda el Senado.

Junto con ello, hay otro problema que, en particular a nuestros jueces, resulta difícil de digerir. La relación que existe entre el Constituyente, creador original de la Constitución en representación del pueblo, y lo que el maestro Felipe Tena Ramírez llamó Constituyente permanente y otro gran maestro, Mario de la Cueva, prefirió denominar, más apropiadamente, poder revisor de la Constitución. Cuál de esos dos poderes tiene más peso o si son iguales es un falso predicamento. En materia electoral, nuestra Suprema Corte de Justicia se ha sacado de la manga una novísima interpretación que determina, ni más ni menos, que el Constituyente original es plenamente soberano, mientras que el revisor no. El ministro Góngora Pimentel llegó a decir que era “inaceptable” que el “órgano” reformador tuviera poder “ilimitado” para modificar la Carta Magna (al parecer, el ilustre ministro ha cambiado ya de opinión y esto es loable).

Nuestra Constitución, en otras palabras, puede ser modificada, pero de a poquito. De aceptarse eso, se estaría postulando que el revisor es un inferior y sus modificaciones no tendrían la misma fuerza que las del primero y, si ese fuera el caso, entonces el único imperativo válido sería el original, lo que sería ilógico, porque entonces, de ser válido sólo lo que determinó el Constituyente original, no se entendería cómo es que la Constitución ha sido ya modificada y adicionada innumerables veces. Muchas decisiones del original ya no existen.

El artículo 135 admite, en efecto, sin límite ninguno, que todo su articulado puede ser modificado. Y establece el procedimiento: el cambio lo debe aceptar una mayoría calificada de dos terceras partes de los miembros presentes de las dos cámaras del Congreso de la Unión y ser ratificado por la mitad más una de las legislaturas de los estados. No dice absolutamente nada más. Por lo demás, pueden verse en su letra todos los artículos de la Carta Magna y podrá constatarse que ninguno establece que no puede ser modificado o adicionado.
Si se quiere hablar de proceso o procedimiento legislador está todo contenido en ese artículo y no se puede invocar ningún otro principio o ley y ni siquiera, hay que advertirlo, el artículo 72 constitucional, que está dedicado tan sólo a la elaboración de leyes derivadas (excepto, acaso, por el hecho de que una cámara actúa como receptora y la otra como revisora de las iniciativas). Lo que no resulta por ningún lado es que las determinaciones de ese poder revisor sean inferiores a las del Constituyente original. Si así fuera, una gran parte de la Constitución, en su texto actual, sería espuria.

En sus resoluciones en materia electoral que la Corte produjo durante 2008 y, en especial, la que se contiene en la que tocó al amparo en revisión 525/2008, se planteó un falso dilema sobre el que recayó una decisión que viola abiertamente todos los principios constitucionales. En primer lugar, fue muy extraño plantearse si en la Ley de Amparo existía una norma que prohibiese la procedencia del juicio de amparo en contra de una reforma constitucional cuando los señores ministros sabían de antemano que no hay tal norma. Luego, decidir sobre la naturaleza del poder revisor de la Constitución resultaba igualmente bizarro, porque no es concebible que se pueda uno amparar en contra de instituciones constitucionales, pues son ellas las que garantizan todos los derechos de todos los mexicanos. No se puede uno amparar contra lo que lo ampara.

Pensar, igualmente, que el poder revisor no se identifica con el original significa descalificarlo como una institución inferior a aquél, lo que sería aberrante, pues, así como no se puede ir contra la soberanía del original, tampoco es dable poner en duda la soberanía del revisor, siendo ambos la expresión de la voluntad popular, vale decir, de la soberanía del pueblo. Fuera de lo que postulan nuestros jueces supremos, el poder revisor es igualmente soberano que el original, pues de otra forma no estaría autorizado a reformar la Carta Magna.

En su resolución citada, admiten que dicho poder revisor “puede ser considerado como una autoridad emisora de actos potencialmente violatorios de garantías individuales”. ¿Cómo puede ser violatorio de garantías un acto de un poder que expresa la voluntad del pueblo soberano? En el Congreso está representado, formalmente, el pueblo en todas sus manifestaciones políticas. Que nuestros jueces supremos se planteen eso es sólo indicativo de una voluntad soterrada de subvertir nuestro orden constitucional, anulando de un plumazo el principio de la soberanía popular.

Parecen pensar que, como no está prohibido expresamente, entonces se puede suponer que se da el amparo en contra de resoluciones del poder revisor. Hay sólo un problema: ese principio no opera en materia constitucional, porque en la Carta Magna se fundan nuestras instituciones, incluidas las leyes, y lo que ella no establece no se puede dar por permitido, aunque en las leyes secundarias se pueda encontrar algo parecido, pues aquí la analogía no opera.

A Javier Wimer, cuya ilustración y don de gentes nos harán falta a todos.

*Tomado de La Jornada.


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El narcotráfico como coartada**


JORGE CARRASCO ARAIZAGA


MÉXICO, D.F., 5 de junio (apro).- Legitimado con el tema del narcotráfico, Felipe Calderón decidió hacer de los operativos policíaco-militares su gran apuesta política para la segunda mitad de su gobierno.

Ante la perspectiva de un nuevo Congreso adverso, el Elliot Ness de Los Pinos –como lo caracterizó Obama– quiere evitar a toda costa lo que le ocurrió a quien lo dejó en la Presidencia de la República.

Cuando Vicente Fox perdió las elecciones del 2003 y el PAN no pudo tener la mayoría en la LIX Legislatura, su gobierno quedó prácticamente estancado, profundizando su incapacidad para gobernar en un sistema de fuerte competencia política.

Si hace seis años el PAN fracasó en convencer a la población para que le diera la mayoría, con su lema "quítale el freno al cambio", ahora Felipe Calderón optó por repetir la estrategia del miedo y odio que explotó en el 2006 y dejó profundamente divididos a los mexicanos.

De nueva cuenta, plantea un supuesto dilema: votar por "el pasado que dejó crecer el narcotráfico" o por el presente en que "se está actuando para que la droga no llegue a tus hijos".

Para reforzar su propaganda, ha echado mano del aparato policíaco y militar, utilizando a las Fuerzas Armadas, en especial al Ejército, y a la PGR con propósitos políticos.

El uso y abuso de la fuerza del Estado para objetivos políticos es propio de los regímenes autoritarios, de izquierda o de derecha.

En España, el recurso del miedo lo intentó José María Aznar cuando ocurrieron los atentados del 11 de marzo de 2004 y pretendió capitalizar la aprensión ciudadana al responsabilizar a la terrorista organización separatista vasca ETA.

Al Qaeda pronto lo desmintió al reivindicar el ataque como una represalia por el apoyo que la España de Aznar le dio a Bush para invadir Irak.

Aznar intentó lucrar con un tema que los españoles, desde el inicio de su transición democrática –a la muerte del dictador Francisco Franco, en 1975– acordaron sacarlo de la competencia política.

Para los españoles, el problema del terrorismo es un asunto de seguridad nacional y como tal no debe ser explotado políticamente, si bien forma parte de la agenda y el debate político.

En México, el tema del narcotráfico también es un problema de seguridad nacional, pero Calderón se lo apropió para lucrar políticamente. Dentro y fuera de México existe la convicción de que ante la falta de legitimidad, recurrió a ese problema para ganarse el reconocimiento que no obtuvo en las urnas.

Lo hizo sin tener un verdadero plan. Y es hora que sigue sin tenerlo. El propuesto embajador de Estados Unidos en México, Carlos Pascual, lo dejó claro apenas en marzo pasado en un documento –supervisado por él­ desde el Brookings Institution– en el que señala que las acciones de Calderón no van a ningún lado, excepto a presionar todavía más las cárceles mexicanas (Proceso 1693, del 12 de marzo de 2009).

Nadie dice que no se deba enfrentar al narcotráfico. Como un problema que erosiona la seguridad de la nación, requiere de una visión de Estado, compartida por toda la clase política y los tres Poderes. Pero desde la Presidencia, por ya casi 15 años, ni el PRI ni el PAN han propiciado un acuerdo sobre el tema.

Cada uno dice tener la solución; crean sus propias instituciones y modifican la ley a su acomodo: Lo hizo Ernesto Zedillo con la Policía Federal Preventiva; Fox, con la Agencia Federal de Investigaciones, y ahora Calderón desaparece a las dos y crea la Policía Ministerial de Investigación y la Policía Federal. El que venga y el que le siga crearán sus propias instancias. Y el problema crece sin parar.

En el tema, Calderón actúa más por necesidad política. Puso el ejemplo con Michoacán para que los panistas hagan de la narcopolítica el tema electoral. Así se explican las acusaciones de la senadora panista Teresa Ortuño contra el gobernador de Chihuahua, José Reyes Baeza.

Los panistas intentan explotar una realidad incuestionable: la protección al narcotráfico desde diferentes niveles de la política. Pero en esa realidad también está el PAN.

Más perverso todavía es que Calderón y el PAN usen los expedientes como chantaje y los cambien por distritos electorales.

Si es cierto lo que dice, que está dispuesto a dar su vida, Calderón podría empezar por el pasado inmediato y revisar el crecimiento desbordado del narcotráfico durante el gobierno de Fox.

Es algo que tiene a la mano, pues su secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, y su procurador general de la República, Eduardo Medina Mora, ocuparon puestos clave con Vicente Fox. El primero en la AFI –creada por él mismo– y el segundo, en el Cisen y en la Secretaría de Seguridad Pública.

Que expliquen, por ejemplo, a quiénes les pagó Joaquín El Chapo Guzmán por toda la cobertura política, policial o militar que ha tenido desde que lo dejaron escapar del penal de Puente Grande, a sólo tres semanas de la llegada de Fox.

Por cierto, Medina Mora tiene un especial interés en dejar en paz a El Chapo, pues ha insistido en que "dejó de ser importante" en el cártel del Pacífico.

Si de ese nivel es el interés de Calderón por enfrentar al narco, su alegada valentía no pasará de una irresponsable y nociva bravuconada.

jcarrasco@proceso.com.mx


**Tomado de la revista Proceso.