Cuando el PRI cedió*
Tomados de La Jornada, Hernández y Rocha.
Jesús Cantú
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Finalmente el PRI accedió a proponer sólo a uno de los tres candidatos a ocupar las plazas de consejeros electorales del Consejo General del Instituto Federal Electoral, vacantes desde el 1 de noviembre de 2010. La posición del tricolor impedía cualquier posibilidad de acuerdo entre las tres principales fracciones parlamentarias (Proceso 1823). Sin embargo, la firmeza mostrada por las bancadas del PAN y el PRD lo obligó a ceder.
La designación de los tres nuevos consejeros el jueves 15, en el último día de sesiones del penúltimo periodo ordinario de la actual legislatura, es una buena noticia para el IFE, la democracia y el país, tanto por la importancia de que el órgano de gobierno estuviera completo como por el perfil de los tres nuevos consejeros, todos con reconocido prestigio en sus actividades profesionales.
Lamentablemente también permite constatar al menos tres hechos perjudiciales para la incipiente y débil democracia mexicana: el primero, que las cuotas partidistas para la designación de los integrantes de los órganos de gobierno de los institutos electorales son cada día más evidentes; el segundo, la prevalencia de los acuerdos cupulares, y el tercero, la falta de compromiso de los diputados con las normas que ellos mismos establecen.
Respecto al primer punto debe señalarse que entre las nuevas designaciones, quien más evidencia la identidad partidista es Sergio García Ramírez, prominente priista que estuvo a punto de ser candidato presidencial del tricolor en la contienda de 1988; fue secretario general del CEN de su partido en el periodo 2000-2001, y en agosto de 2005 fue propuesto por los dos precandidatos tricolores (Arturo Montiel y Roberto Madrazo) para ocupar la presidencia de ese órgano, en sustitución de Madrazo. Esto sin considerar su participación en los gabinetes presidenciales durante los gobiernos de Luis Echeverría y de José López Portillo. Su prestigio como jurista es indiscutible –aunque no en materia electoral–, pero también su priismo.
Por lo que toca a la consejera María Marván Laborde, de acuerdo con la información disponible, nunca ha militado en ningún partido político, pero su cercanía con la ideología panista es clara; la muestra más fehaciente de ello fue su participación como secretaria técnica de la fracción panista en el Congreso de Jalisco, de 1998 a 1999.
En el caso de Lorenzo Córdova no se advierte ninguna filiación partidista, y su participación como secretario técnico en el Senado de la República en 2010-2011 se dio dentro de un grupo pluripartidista.
Es factible deducir que la negociación del PRI consistió en que se le permitiera ocupar su posición con un prominente priista, a cambio de que el PAN y, particularmente, el PRD –partido al que evidentemente querían dejar fuera de la negociación– propusieran personalidades no vinculadas orgánicamente con esos partidos. Así hoy el PRI tiene en el Consejo General del IFE a dos consejeros (Francisco Guerrero y Sergio García Ramírez) con reconocida militancia en su partido y uno (Marco Antonio Baños) con evidente vinculación. Mientras que en el caso de los otros consejeros se pueden percibir afinidades e identificaciones, no hay vínculos orgánicos con el PAN o el PRD.
Los coordinadores de las fracciones parlamentarias claramente despreciaron la ciudadanización del órgano máximo de dirección del IFE, entendida ésta como la ocupación de esos puestos con personas sin militancia partidista y sin vínculos orgánicos con cualquiera de las fuerzas políticas. En contrapartida apostaron por las cuotas partidistas, aunque los coordinadores de las tres principales fuerzas parlamentarias utilizaron esta vía de manera muy diversa: desde el absoluto y total descaro tricolor para proponer a un prominente militante hasta la propuesta perredista de un académico, cuya relación es a través del activismo de su padre (Arnaldo Córdova) en torno a López Obrador.
Ante el fracaso del procedimiento iniciado en 2010 que involucraba la participación de la Comisión de Gobernación, los coordinadores de los grupos parlamentarios decidieron centralizarlo todo en la Junta de Coordinación Política, lo cual en la práctica implicaba que lo único importante era el acuerdo de los líderes de las siete fracciones. El resto de los legisladores, como fue evidente en la votación, casi unánime, simplemente se plegó a los acuerdos cupulares; los únicos que dejaron constancia de su desacuerdo, con su abstención, fueron los siete diputados petistas cercanos a Andrés Manuel López Obrador. La disciplina fue casi absoluta.
Sin embargo, todavía más grave fue el franco y evidente desprecio por el respeto a la legalidad demostrado por los responsables de emitir las normas, pues ignoraron la disposición establecida en los artículos 41 de la Constitución y el 110 del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales, de realizar una “amplia consulta con la sociedad”; tampoco se apegaron a los lineamientos de la Ley Orgánica del Congreso General de los Estados Unidos Mexicanos, que señala con precisión que el Pleno debía aprobar la emisión de una convocatoria y que la misma debía señalar los requisitos que deben cumplir los candidatos; los plazos de cada una de las etapas; el órgano o comisión de la Cámara responsable de cada una de ellas, y hasta de la realización de entrevistas. Todas estas disposiciones incorporadas en el marco legal en la reforma de 2007 se obviaron; el consenso de las cúpulas permitió a los legisladores violar flagrantemente la Constitución y la ley.
Los tres hechos atentan contra la letra de la ley y el espíritu que alentó la creación de las nuevas instituciones de las que se ha dotado el Estado mexicano para tratar de avanzar en la construcción de la democracia.
Todavía es prematuro sacar conclusiones acerca de las implicaciones positivas y negativas derivadas de la designación de los tres nuevos consejeros electorales. Lo único cierto al día de hoy es que el hecho no genera la certidumbre que requiere y merece el proceso de sucesión presidencial. Hay que brindarle, al nuevo Consejo, el beneficio de la duda y esperar a que con sus acciones y decisiones logre recuperar la confianza y credibilidad que la institución ha venido perdiendo desde noviembre de 2003.
*Tomado de la revista Proceso.
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