progressif

domingo, enero 16, 2011

Víctimas "colaterales"*

Tomado de La Jornada, Hernández.


Marcela Turati

En el conflicto que se extiende por todo el país –que oficialmente sólo debe llamarse guerra para fines propagandísticos, sin que esto implique asumir la indispensable protección de los civiles– el mayor peligro se corre al quedar en medio de dos bandos, es decir, cuando no se combate. Esta es la situación que describe el libro Fuego cruzado. Las víctimas atrapadas en la guerra del narco, de la periodista Marcela Turati, reportera de Proceso, del cual reproducimos, con autorización de la editorial Grijalbo, el capítulo dedicado a los menores de edad: una especie de macabro álbum donde se muestra cómo caen heridos o muertos niño por niño, joven por joven…

…los de adelante corren mucho y los de atrás se quedarán… tras… tras… tras…

Carlos Javier caminaba a la tienda a hacer un mandado. A me­dio camino lo envolvió una balacera. Intentó resguardarse del enjambre de balas. No pudo. Los vecinos y el tendero ya habían atrancado sus puertas. Quedó sin refugio. Se tiró al piso hasta que llegó la ambulancia a recogerlo. Ya muerto, agujerado por varias balas. Tenía nueve años.1

… agáchense, y vuélvanse a agachar…


Daniela está en el patio de su colegio. Hace unos minutos se divertía en el recreo. Sabrá la niña de 13 a qué jugaba y con quién platicaba. Ahora está tirada. Y sangra. Tiene un hoyo en la pierna. Es un balazo. Le cayó del cielo. Salió de un helicóptero.2


… un bracito ya se le rompió, su carita está llena de hollín…


Liliana acompañaba a su papá de camino a la guardería. Papá e hija juntos, ¿puede haber mayor alegría? El ambiente en el auto familiar se tornó denso en un parpadeo. Entró un mosquerío de balas. Una se le incrustó en el cuello. La mató apenas cumplidos los tres años.3

Cada mes se cavan al menos 24 tumbas para albergar huesos tier­nos en México.4 Corresponden a los restos de los “ejecutados” más pequeños y más inocentes del conflicto armado desatado durante el sexenio calderonista. Cosidos a balas, despedazados con explosivos, torturados hasta la muerte, heridos con esquirlas de granadas, asesinados al estilo de la mafia, un niño o una niña caen casi al ritmo de uno por día.

La geografía nacional incorpora nuevos camposantos donde se ven los restos de una camioneta despeñada, con sangre salpicada en los asientos, en los parabrisas y en un cuaderno con forro de Kitty la gatita, en un paraje de la sierra de Sinaloa; una bicicleta infantil abandonada en una calle de Coahuila porque su conductora fue bajada de un tiro en la cabeza, o la película de Shrek en el piso de un camión urbano utilizado como trinchera, el mismo sitio donde cayó herido un vaquerito lagunero de cuatro años.

La bitácora de la violencia contra infantes tiene escalofriantes registros y, mes con mes, incorpora más niños. Un primer dato extraoficial, proporcionado por la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), daba cuenta de la muerte de 610 menores de 18 años (de diciembre de 2006 a marzo de 2009), atrapados en alguno de los campos de batalla nacionales. De acuerdo con un segundo registro, de año y medio después, la cifra de niños sacrificados se había duplicado.

Cada mes fueron 22 los infantes atrapados justo en la línea de fuego. O en el paredón.5 Para 2010, organizaciones como la Red por los Derechos de la Infancia en México o el programa Infancia en Movimiento contaban que el promedio mensual de menores de edad asesinados es de 30.6

De las 610 muertes que contabilizó la Sedena, una sexta parte ocurrió en el fuego cruzado entre bandas rivales o en enfren­tamientos entre sicarios y fuerzas del Estado. La cifra no incluyó las muertes infantiles que causaron las fuerzas federales. Al menos 73 de estos nuevos angelitos fueron asesinados “de pilón”, por el hecho de estar junto a un adulto que tenía cuentas pendientes con quienes disputan el negocio de la droga o que fue confundido con otro o era considerado un estorbo. Como si fueran extras de una película protagonizada por adultos, los niños que caen en el entorno son bajas que no importan. Pagan con su vida por los de su sangre o por desconocidos.

En la numeralia de la muerte infantil están los hijos de los po­licías, que seguramente soñaban que de grandes usarían el mismo uniforme y tripularían una patrulla. Pero no los dejaron ser nadie. Padre e hijos fueron a la tumba, como en el caso de Valeria Jazmín y Samantha Julissa, de 12 y 5 años, hijas de un jefe policial de Tijuana.7

Otros fueron forzados a compartir la fosa familiar: como los niños de 4, 7, 9 y 16 años exterminados con saña como desquite porque su hermano mayor –un miembro de la Marina a quien ya habían asesinado– participó en la captura de un narcotraficante. Adultos y niños fueron asesinados como perros, como si su linaje estuviera maldito.8

Rotos todos los códigos de honor suscritos entre mafiosos que ordenaban no meterse contra inocentes, las balas se alojan cada día en cuerpos infantiles. Hay féretros de todos los tamaños. Uno de pocos centímetros, como de cajita de muñecos, quedó a la medida de Alfredo, un bebé de un año y cinco meses rafagueado con su papá en una carrera de caballos.

Los malos se ensañan con los niños, a quienes ven como blan­cos enemigos. Así ocurrió con el juarense de 10 años cuyo cuerpo fue hallado en la caja de una pick up junto a sus abuelos muertos. Sus pantorrillas, descobijadas por las bermudas, sangraban; su rostro aún sin vello lucía moretones.9 Los tres fueron torturados hasta la muerte. No tuvieron un destino distinto los hermanos Andrés y Cristian, de 10 y 15 años: junto a sus cadáveres había 36 casquillos percutidos de .9 y .40 milímetros; calibres con los que se matan los narcos.10


… Pimpón se va a la cama, se acuesta y a dormir…

El territorio nacional parece campo minado. Si tuviera que portar una advertencia en letras chiquitas, ésta debería decir: “No amigable para niños y niñas. Manténgalos alejados”.

La cifra real de infantes asesinados es un misterio. Sus casos están revueltos en la fosa común donde se suman cuerpos jóvenes y viejos. El gobierno no hace distingos. Lo que hay son estima­ciones independientes, conteos de organizaciones civiles, de me­dios de comunicación o de académicos, que sumando los retazos de las cifras oficiales lograron establecer que los homicidios de menores de edad cometidos con armas de fuego se triplicaron este sexenio.

Ahí se puede incluir la tragedia de Alexia Belem, una niña jua­rense de 12, que andaba nerviosa porque su ciudad estaba conver­tida en una balacera. Antes de que concluyera el ciclo escolar pidió a su familia que se mudaran a El Paso, Texas, junto a sus abuelos, y consiguió que se lo dieran de regalo de graduación. No vio su regalo: cuando iba a la tienda con unas primas, unos hombres en fuga la subieron por la fuerza a su camioneta y la utilizaron como escudo antibalas.11

En el recuento de los caídos hay que sumar al niño de siete años que era el copiloto de su papá cuando los interceptó un comando de la muerte. El padre alcanzó a pedirle que huyera. Fueron sus últimas palabras. Él obedeció. Corrió para salvarse, pero lo alcan­zaron; también lo rafaguearon.12

El sufrimiento de otros miles de infantes escapa al inventario de los saldos de la guerra. Como si fueran niños imaginarios, niños que sólo ven otros niños, su desgracia no figura en las estadísticas aunque resulten heridos. Tampoco cuentan las pesadillas de los más de 40 mil huérfanos13 engendrados por la narcoviolencia. Ni los millares de infantes con pesadillas nocturnas y miedo a aso­marse a la calle.

La violencia mexicana no entra en la categoría de lo que las convenciones internacionales llaman “conflicto armado”, aunque la Red por los Derechos de la Infancia de México señala que los efectos que ha ocasionado –muertes, orfandad, traumas, suspen­sión de clases, desplazamientos forzados, desapariciones– son similares a los de una guerra. En ambos casos a los niños se les violenta el derecho a la vida, a jugar, a desarrollarse en un ambiente protegido, a vivir en paz.14

Diariamente, en cualquier rincón del país ocurre al menos un enfrentamiento entre militares y delincuentes. Si se contaran los encontronazos entre bandas rivales por la disputa del territorio, la cifra del riesgo se duplicaría. No es extraño que alguna calle o carretera se conviertan repentinamente en línea de fuego. Los adultos corren a resguardarse. No siempre atinan a hacerlo los infantes.

Pum. En Acapulco cae Mireya Montserrat, de ocho años, aún con el uniforme del colegio, junto a su hermano Carlos, tres años mayor, y su mamá. Globos rosas y blancos y en forma de estrellas adornan su velorio.15 Pum. Esa le toca a Antonio, un zacateca­no de 13 años sorprendido en la calle por una balacera; intentó protegerse pero una granada de fragmentación lo mató.16 Ra-ta­ta-ta-ta-ta. El auto donde viaja Aarón es traspasado por más de 30 balazos, uno de los cuales le perfora la cabeza; los sicarios se llevan su cuerpo de apenas ocho años.17 Pum-Pum-Pum. Estos balazos impactan a Laisa, de nueve años, y a Enrique, su hermano menor, que juegan en un parque donde se convierten en pararra­yos de las balas que iban dirigidas al patrón de su papá.18 Pum. Ésta tira a Gabino, de 15, que salió a comprar azúcar para el café con el que acompañarían su pastel de cumpleaños. Puuuuuum. Esa se escucha más fuerte. Es una granada que quema a un niño de nueve años en Guadalajara.19 Puuuuum-Puuuuum-Puuuuum. Esos explosivos matan a 10 duranguenses (siete de ellos de entre ocho y 17 años) que se desplazaban en una camioneta a un pueblo cerca­no para recibir su beca de Oportunidades. No alcanzan féretro, son amortajados en cobijas.20

En esta guerra no hay un campo de refugiados donde los niños puedan crecer lejos de las balas ni conservar intactos sus sueños.

… el ratón vaquero sacó su pistola, se inclinó el sombrero…

Una de las víctimas mortales era un vaquerito lagunero de cuatro años, malhablado y chambeador, experto en montar yeguas y cuidar chivas. Se llamaba Alan Alexis Martínez y fue herido cuando regresaba del supermercado con su mamá y su abuelo. El camión que los transportaba fue atrapado en el fuego cruzado entre militares y narcotraficantes. Las películas nuevas que lo emo­cionaban –Shrek, El Chavo del Ocho, La Era del Hielo– quedaron regadas.

“Mi hija escuchó que el chofer gritó que se agacharan y se soltó la balacera. Mi nieto venía en el asiento al lado de la ventana, se asustó, se arrimó con mi hija, ella lo cubrió, a los dos los cubrió mi sue­gro, pero el niño ya estaba herido. Gritaron que los auxiliaran, desesperados, y nadie lo hizo. Cuando bajó con el niño herido los soldados no la dejaron traspasar el retén ni llegar a la ambulancia que estaba detrás.”

Cuando lo impactó la bala, Alan Alexis gritaba: “ayúdame, mami, ayúdame… Me duele, me duele”. Pero batallaron media hora para conseguir que alguien lo trasladara a un hospital. Cuando llegaron a urgencias ya echaba sangre por la nariz y por la boca. Esto lo narra Violeta Puente Ramírez, la abuela del difunto, una mujer de 51 años, sentada en un sillón de la casa de pintura vieja y moño negro en la puerta. En el asiento contiguo escucha su mari­do, Cipriano Martínez Hernández, un abuelo joven de 50 años que parece mudo: el nieto era su mejor amigo: despertaba a las seis de la mañana para “pastear” juntos las cabras, ordeñar vacas y montar yeguas. Y como toda persona que se respete, su nieto cobraba por su trabajo para financiarse las maquinitas.

“Como el niño era bien maldiciente me decía: ‘Échame unas pinches galletas y un jugo’, y se iban los dos a las chivas; el niño arreaba unas yeguas, las troteaba como grande. Si mi esposo no le pagaba me decía: ‘abuelita, este güey no me paga, voy a jugar a las pinches maquinitas, feréamelas (darle feria)’. Nos hacía reír mucho con sus groserías –cuenta nostálgica la abuela–. Era muy listo, parecía que nada se le dificultaba, ayudaba al vecino a acarrear piedras, se juntaba con mayores, no le gustaba el kínder, no sabía tener miedo; en una ocasión se quedó solo en el monte mientras la chiva paría y trajo al chivo cargando ahí nomás.”

La tristeza se respira en esta casa del ejido Santo Niño Aguanaval, conurbado con Torreón, donde la foto de Alan Alexis do­mina la sala. En el retrato tiene tres años, luce traje gris, las manos acartonadas sobre las rodillas, un sombrero vaquero en la cabeza. Mira serio, como incómodo con el disfraz de catrín. Se ve retador con sus ojos negros y grandes.

“En el hospital me dicen que él ya había fallecido por un derra­me interno por una bala, y ahí me dicen que mi hija trae una herida en la pierna izquierda y la estaban operando. Ahí duró ella casi un mes en lo que le pusieron el injerto porque la hirió una granada de fragmentación que floreó y le dejó un hoyo de 20 centímetros”, agrega Cipriano aún como sonámbulo.

Los periódicos locales informaron que el arma que asesinó a Alan Alexis fue una Barrett, pero el dato no volvió a mencionarse. Cada que la mamá se entera del asesinato de otros niños en La Laguna se empecina en ir al funeral porque se le revive la rabia y comienza de nuevo a maldecir a los hombres armados, diciendo: “Si se quieren matar que se maten entre ellos y en el monte, no acá, no acá”.

Alan Alexis ya no pudo realizarse. Decía que de grande quería ser narco. A veces, cuando se enojaba, pedía la pistola, la navaja, el arma que fuera, para vengarse del ofensor. Era colérico. Tenía su carácter. Era un reflejo de la realidad que aprendió. En la tele. En la música. En la calle. O en casa. l

Referencias


1 Agencia Notimex, “Grupo armado hiere a menor en Monterrey”, 11 de junio de 2010.

2 “Bala perdida hiere a estudiante en Reynosa”, Milenio, 28 de mayo de 2010.

3 “Matan a niña de tres años de edad junto con su padre”, Norte Digital, 2 de junio de 2010.

4 Las cifras del diario Reforma, del 1 de enero de 2010 al 23 de abril, indican que 97 menores cayeron en ese lapso (“Mata más niños la nar­coviolencia”, 28 de abril de 2010); por su parte, la Red por los Derechos de la Infancia de México señaló que los primeros tres meses murieron asesinados por el conflicto 90 menores (entrevista en W Radio, 30 de abril de 2010).

5 Gustavo Castillo García, “Han muerto 610 niños en la guerra por la droga”, La Jornada, 12 de abril de 2009.

6 Del 1 de enero al 31 de julio, el Monitoreo de Medios del progra­ma Infancia en Movimiento, de Ririki Intervención Social, sumaba en mil 123 los menores de 18 años asesinados en el contexto del conflicto armado.

7 “Vive Tijuana día rojo: atacan hasta a niños”, Reforma, 16 de enero de 2008.

8 “Asesinan a familiares de marino caído en operativo contra Bel­trán”, El Sol de México, 22 de diciembre de 2009.

9 “Torturan y asesinan a niño, a su abuela y a un hombre”, El Diario de Juárez, 20 de junio de 2010.

10 “Suman 237 menores asesinados en dos años”, Norte Digital, 3 de junio de 2010.

11 “Tenía miedo a morir de un balazo”, El Diario de Juárez, 12 de junio de 2008.

12 “Asesinan a niño de siete años junto a su padre”, Norte de Ciudad Juárez, 15 de noviembre de 2009.

13 Cálculo de Wilberto Martínez, demógrafo de la Universidad Au­tónoma de Ciudad Juárez, tomando en cuenta la tasa de fecundidad y la estructura poblacional por edad. “Pesadillas de la orfandad”, Proceso, 8 de agosto de 2010.

14 “Triplican muerte de niños”, Reforma, 7 de junio de 2010.

15 “Muere niña lesionada en balacera de Acapulco”, El Universal, 15 de abril de 2010.

16 “Mata a niños narcoviolencia”, Reforma, 18 de junio de 2008.

17 “Buscan cuerpos de mujer y niños asesinados por sicarios”, Mile­nio, 4 de mayo de 2010.

18 “Velan a su niña; otro hijo lucha por su vida”, El Diario de Juárez, 3 de octubre de 2009.

19 “Granadazo lesionó a un niño”, Milenio, 22 de julio de 2010.

20 “Sobreviven dos mujeres durante masacre de niños”, Milenio, 30 de marzo de 2010.

*Tomado de la revista Proceso.