progressif

martes, abril 06, 2010

"Si me atrapan o me matan... nada cambia"*








Tomados de La Jornada, Hernández, El Fisgón y Rocha yEl Universal, Helioflores.


Julio Scherer García

Una expresión de Julio Scherer García ha quedado grabada con hierro candente, entre
muchas otras, en quienes colaboramos con él. “Si el Diablo me ofrece una entrevista, voy a
los infiernos…”. En el mayor de los sigilos, bajo la exigencia de reserva absoluta que él
respetó y respeta, el fundador de Proceso fue convocado a encontrarse con Ismael El Mayo
Zambada. “Tenía interés en conocerlo”, le dijo el capo del cártel de Sinaloa, colega y
compadre de El Chapo Guzmán. En el encuentro, que terminó en puntos suspensivos, El
Mayo Zambada dejó un reto: “Me pueden agarrar en cualquier momento… o nunca”.
Un día de febrero recibí en Proceso un mensaje que ofrecía datos claros acerca de su
veracidad. Anunciaba que Ismael Zambada deseaba conversar conmigo.
La nota daba cuenta del sitio, la hora y el día en que una persona me conduciría al refugio
del capo. No agregaba una palabra.
A partir de ese día ya no me soltó el desasosiego. Sin embargo, en momento alguno pensé
en un atentado contra mi persona. Me sé vulnerable y así he vivido. No tengo chofer,
rechazo la protección y generalmente viajo solo, la suerte siempre de mi lado.
La persistente inquietud tenía que ver con el trabajo periodístico. Inevitablemente debería
contar las circunstancias y pormenores del viaje, pero no podría dejar indicios que llevaran a
los persecutores del capo hasta su guarida. Recrearía tanto como me fuera posible la
atmósfera del suceso y su verdad esencial, pero evitaría los datos que pudieran convertirme
en un delator.
Me hizo bien recordar a Octavio Paz, a quien alguna vez le oí decir, enfático como era:
“Hasta el último latido del corazón, una vida puede rodar para siempre.”
Una mañana de sol absoluto, mi acompañante y yo abordamos un taxi del que no tuve ni
la menor idea del sitio al que nos conduciría. Tras un recorrido breve, subimos a un
segundo automóvil, luego a un tercero y finalmente a un cuarto. Caminamos en seguida un
rato largo hasta detenernos ante una fachada color claro. Una señora nos abrió la puerta y
no tuve manera de mirarla. Tan pronto corrió el cerrojo, desapareció.
La casa era de dos pisos, sólida. Por ahí había cinco cuadros, pájaros deformes en un cielo
azuloso. En contraste, las paredes de las tres recámaras mostraban un frío abandono. En la
sala habían sido acomodados sillones y sofás para unas diez personas y la mesa del
comedor preveía seis comensales.
Me asomé a la cocina y abrí el refrigerador, refulgente y vacío. La curiosidad me llevó a
buscar algún teléfono y sólo advertí aparatos fijos para la comunicación interna. La
recámara que me fue asignada tenía al centro una cama estrecha y un buró de tres cajones
polvosos. El colchón, sin sábana que lo cubriera, exhibía la pobreza de un cobertor viejo.
Probé el agua de la regadera, fría, y en el lavamanos vi cuatro botellas de Bonafont y un
jabón usado.
Hambrientos, el mensajero y yo salimos a la calle para comer, beber lo que fuera y estirar
las piernas. Caminamos sin rumbo hasta una fonda grata, la música a un razonable
volumen. Hablamos sin conversar, las frases cortadas sin alusión alguna a Zambada, al
narco, la inseguridad, el ejército que patrullaba las zonas periféricas de la ciudad.
Volvimos a la casa desolada ya noche. Nos levantaríamos a las siete de la mañana. A las
ocho del día siguiente desayunamos en un restaurante como hay muchos. Yo evitaba
cualquier expresión que pudiera interpretarse como un signo de impaciencia o inquietud,
incluso la mirada insistente a los ojos, una forma de la interrogación profunda. El tiempo se
estiraba, indolente, y comíamos con lentitud.
Las horas siguientes transcurrieron entre las cuatro paredes ya conocidas. Yo llevaba
conmigo un libro y me sumergí en la lectura, a medias. Mi acompañante parecía haber
nacido para el aislamiento. Como si nada existiera a su alrededor, llegué a pensar que él
mismo pudiera haber desaparecido sin darse cuenta, sin advertirlo. Me duele escribir que no
tenía más vida que la servidumbre, la existencia sin otro horizonte que el minuto que viene.
“Ya nos avisarán –me dijo sorpresivamente–. La llamada vendrá por el celular.”
Pasó un tiempo informe, sin manecillas. ‘Paciencia’, me decía.
Salimos al fin a la oscuridad de la noche. En unas horas se cruzarían el ocaso y el amanecer
sin luz ni sombra, quieto el mundo.
lll
Viajamos en una camioneta, seguidos de otra. La segunda desapareció de pronto y ocupó
su lugar una tercera. Nos seguía, constante, a cien metros de distancia. Yo sentía la soledad
y el silencio en un paisaje de planicies y montañas.
Por veredas y caminos sinuosos ascendimos una cuesta y de un instante a otro el universo
entero dio un vuelco. Sobre una superficie de tierra apisonada y bajo un techo de troncos y
bejucos, habíamos llegado al refugio del capo, cotizada su cabeza en millones de dólares,
famoso como el Chapo y poderoso como el colombiano Escobar, en sus días de auge, zar
de la droga.
Ismael Zambada me recibió con la mano dispuesta al saludo y unas palabras de
bienvenida:
–Tenía mucho interés en conocerlo.
–Muchas gracias –respondí con naturalidad.
Me encontraba en una construcción rústica de dos recámaras y dos baños, según pude
comprobar en los minutos que me pude apartar del capo para lavarme. Al exterior había
una mesa de madera tosca para seis comensales, y bajo un árbol que parecía un bosque,
tres sillas mecedoras con una pequeña mesa al centro. Me quedó claro que el cobertizo
había sido levantado con el propósito de que el capo y su gente pudieran abandonarlo al
primer signo de alarma. Percibí un pequeño grupo de hombres juramentados.
A corta distancia del narco, los guardaespaldas iban y venían, a veces los ojos en el jefe y a
ratos en el panorama inmenso que se extendía a su alrededor. Todos cargaban su pistola y
algunos, además, armas largas. Dueño de mí mismo, pero nervioso, vi en el suelo un arma
negra que brillaba intensamente bajo un sol vertical. Me dije, deliberadamente forzada la
imagen: podría tratarse de un animal sanguinario que dormita.
–Lo esperaba para que almorzáramos juntos–, me dijo Zambada y señaló la silla que
ocuparía, ambos de frente.
Observé de reojo a su emisario, las mandíbulas apretadas. Me pedía que no fuera a decir
que ya habíamos desayunado.
Al instante fuimos servidos con vasos de jugo de naranja y vasos de leche, carne, frijoles,
tostadas, quesos que se desmoronaban entre los dedos o derretían en el paladar, café
azucarado.
–Traigo conmigo una grabadora electrónica con juego para muchas horas–, aventuré con el
propósito de ir creando un ambiente para la entrevista.
–Platiquemos primero.
lll
Le pregunté al capo por Vicente, Vicentillo.
–Es mi primogénito, el primero de cinco. Le digo “Mijo”. También es mi compadre.
Zambada siguió en la reseña personal:
–Tengo a mi esposa, cinco mujeres, quince nietos y un bisnieto. Ellas, las seis, están aquí,
en los ranchos, hijas del monte, como yo. El monte es mi casa, mi familia, mi protección, mi
tierra, el agua que bebo. La tierra siempre es buena, el cielo no.
–No le entiendo.
–A veces el cielo niega la lluvia.
Hubo un silencio que aproveché de la única manera que me fue posible:
–¿Y Vicente?
–Por ahora no quiero hablar de él. No sé si está en Chicago o Nueva York. Sé que estuvo en
Matamoros.
–He de preguntarle, soy lo que soy. A propósito de su hijo, ¿vive usted su extradición con
remordimientos que lo destrocen en su amor de padre?
–Hoy no voy a hablar de “Mijo”. Lo lloro.
–¿Grabamos?
Silencio.
–Tengo muchas preguntas–, insistí ya debilitado.
–Otro día. Tiene mi palabra.
Lo observaba. Sobrepasa el 1.80 de estatura y posee un cuerpo como una fortaleza, más
allá de una barriga apenas pronunciada. Viste una playera y sus pantalones de mezclilla
azul mantienen la línea recta de la ropa bien planchada. Se cubre con una gorra y el bigote
recortado es de los que sugieren una sutil y permanente ironía.
–He leído sus libros y usted no miente–, me dice.
Detengo la mirada en el capo, los labios cerrados.
–Todos mienten, hasta Proceso. Su revista es la primera, informa más que todos, pero
también miente.
–Señáleme un caso.
–Reseñó un matrimonio que no existió.
–¿El del Chapo Guzmán?
–Dio hasta pormenores de la boda.
–Sandra Ávila cuenta de una fiesta a la que ella concurrió y en la que estuvo presente el
Chapo.
–Supe de la fiesta, pero fue una excepción en la vida del Chapo. Si él se exhibiera o yo lo
hiciera, ya nos habrían agarrado.
–¿Algunas veces ha sentido cerca al ejército?
–Cuatro veces. El Chapo más.
–¿Qué tan cerca?
–Arriba, sobre mi cabeza. Huí por el monte, del que conozco los ramajes, los arroyos, las
piedras, todo. A mí me agarran si me estoy quieto o me descuido, como al Chapo. Para que
hoy pudiéramos reunirnos, vine de lejos. Y en cuanto terminemos, me voy.
–¿Teme que lo agarren?
–Tengo pánico de que me encierren.
–Si lo agarraran, ¿terminaría con su vida?
–No sé si tuviera los arrestos para matarme. Quiero pensar que sí, que me mataría.
Advierto que el capo cuida las palabras. Empleó el término arrestos, no el vocablo clásico
que naturalmente habría esperado.
Zambada lleva el monte en el cuerpo, pero posee su propio encierro. Sus hijos, sus
familias, sus nietos, los amigos de los hijos y los nietos, a todos les gustan las fiestas. Se
reúnen con frecuencia en discos, en lugares públicos y el capo no puede acompañarlos. Me
dice que para él no son los cumpleaños, las celebraciones en los santos, pasteles para los
niños, la alegría de los quince años, la música, el baile.
–¿Hay en usted espacio para la tranquilidad?
–Cargo miedo.
–¿Todo el tiempo?
–Todo.
–¿Lo atraparán, finalmente?
–En cualquier momento o nunca.
Zambada tiene sesenta años y se inició en el narco a los dieciséis. Han transcurrido
cuarenta y cuatro años que le dan una gran ventaja sobre sus persecutores de hoy. Sabe
esconderse, sabe huir y se tiene por muy querido entre los hombres y las mujeres donde
medio vive y medio muere a salto de mata.
–Hasta hoy no ha aparecido por ahí un traidor–, expresa de pronto para sí. Lo imagino
insondable.
–¿Cómo se inició en el narco?
Su respuesta me hace sonreír.
–Nomás.
–¿Nomás?
Vuelvo a preguntar:
–¿Nomás?
Vuelve a responder:
–Nomás.
Por ahí no sigue el diálogo y me atengo a mis propias ideas: el narcotráfico como un imán
irresistible y despiadado que persigue el dinero, el poder, los yates, los aviones, las
mujeres propias y ajenas con las residencias y los edificios, las joyas como cuentas de
colores para jugar, el impulso brutal que lleve a la cúspide. En la capacidad del narcotráfico
existe, ya sin horizonte y aterradora, la capacidad para triturar.
lll
Zambada no objeta la persecución que el gobierno emprende para capturarlo. Está en su
derecho y es su deber. Sin embargo, rechaza las acciones bárbaras del Ejército.
Los soldados, dice, rompen puertas y ventanas, penetran en la intimidad de las casas,
siembran y esparcen el terror. En la guerra desatada encuentran inmediata respuesta a sus
acometidas. El resultado es el número de víctimas que crece incesante. Los capos están en
la mira, aunque ya no son las figuras únicas de otros tiempos.
–¿Qué son entonces? –pregunto.
Responde Zambada con un ejemplo fantasioso:
–Un día decido entregarme al gobierno para que me fusile. Mi caso debe ser ejemplar, un
escarmiento para todos. Me fusilan y estalla la euforia. Pero al cabo de los días vamos
sabiendo que nada cambió.
–¿Nada, caído el capo?
–El problema del narco envuelve a millones. ¿Cómo dominarlos? En cuanto a los capos,
encerrados, muertos o extraditados, sus reemplazos ya andan por ahí.
A juicio de Zambada, el gobierno llegó tarde a esta lucha y no hay quien pueda resolver en
días problemas generados por años. Infiltrado el gobierno desde abajo, el tiempo hizo su
“trabajo” en el corazón del sistema y la corrupción se arraigó en el país. Al presidente,
además, lo engañan sus colaboradores. Son embusteros y le informan de avances, que no
se dan, en esta guerra perdida.
–¿Por qué perdida?
–El narco está en la sociedad, arraigado como la corrupción.
–Y usted, ¿qué hace ahora?
–Yo me dedico a la agricultura y a la ganadería, pero si puedo hacer un negocio en los
Estados Unidos, lo hago.
lll
Yo pretendía indagar acerca de la fortuna del capo y opté por valerme de la revista Forbes
para introducir el tema en la conversación.
Lo vi a los ojos, disimulado un ánimo ansioso:
–¿Sabía usted que Forbes incluye al Chapo entre los grandes millonarios del mundo?
–Son tonterías.
Tenía en los labios la pregunta que seguiría, ahora superflua, pero ya no pude contenerla.
–¿Podría usted figurar en la lista de la revista?
–Ya le dije. Son tonterías.
–Es conocida su amistad con el Chapo Guzmán y no podría llamar la atención que usted lo
esperara fuera de la cárcel de Puente Grande el día de la evasión. ¿Podría contarme de qué
manera vivió esa historia?
–El Chapo Guzmán y yo somos amigos, compadres y nos hablamos por teléfono con
frecuencia. Pero esa historia no existió. Es una mentira más que me cuelgan. Como la
invención de que yo planeaba un atentado contra el presidente de la República. No se me
ocurriría.
–Zulema Hernández, mujer del Chapo, me habló de la corrupción que imperaba en Puente
Grande y de qué manera esa corrupción facilitó la fuga de su amante. ¿Tiene usted noticia
acerca de los acontecimientos de ese día y cómo se fueron desarrollando?
–Yo sé que no hubo sangre, un solo muerto. Lo demás, lo desconozco.
Inesperada su pregunta, Zambada me sorprende:
–¿Usted se interesa por el Chapo?
–Sí, claro.
–¿Querría verlo?
–Yo lo vine a ver a usted.
–¿Le gustaría…?
–Por supuesto.
–Voy a llamarlo y a lo mejor lo ve.
La conversación llega a su fin. Zambada, de pie, camina bajo la plenitud del sol y
nuevamente me sorprende:
–¿Nos tomamos una foto?
Sentí un calor interno, absolutamente explicable. La foto probaba la veracidad del encuentro
con el capo.
Zambada llamó a uno de sus guardaespaldas y le pidió un sombrero. Se lo puso, blanco,
finísimo.
–¿Cómo ve?
–El sombrero es tan llamativo que le resta personalidad.
–¿Entonces con la gorra?
–Me parece.
El guardaespaldas apuntó con la cámara y disparó.

*Tomado de La Jornada.