Desbarajuste y desmemoria*
Tomados de La Jornada, Helguera, Hernández, El fisgón y Rocha y El Universal, Helioflores y Naranjo.
Octavio Rodríguez Araujo
El México posrevolucionario se construyó dándole todo el poder al presidente de la República. No había de otra: se trataba de reconstruir el país en la dinámica de un proyecto (bueno o malo) de desarrollo integral con fuerte intervención del Estado. Las que debieron ser clases sociales, en aquel entonces de los años 20, no eran tales y ninguna tenía, por lo mismo, suficiente fuerza para asumir el poder. Lo que se disputaba entonces se hacía con las armas y otras formas de neutralización política” que nada tenían que ver con la democracia (asesinatos, cooptación, envío “diplomático” al exterior, etcétera). Los gobernadores, algunos, eran caciques estatales e incluso regionales, y el Partido Nacional Revolucionario (PNR) tuvo el propósito de incluirlos para hacerlos partícipes de las decisiones centrales al mismo tiempo que se les dejaba su poder estatal.
La característica del viejo régimen fue, además del intervencionismo estatal, el presidencialismo, autoritario como le correspondía ser ante la ausencia (deliberada) de contrapesos. Obregón y Calles así lo entendieron y cuando hubo intentos, sobre todo de diputados, por restarle atribuciones al presidente del país, ambos maniobraron para evitarlo, y lo lograron. Con el PNR y su sistema corporativo que cristalizó cabalmente con la fundación del Partido de la Revolución Mexicana (PRM), la fuerza de los gobernadores disminuyó considerablemente (con algunas excepciones) y los partidos locales, que por varios años tuvieron vigencia en los estados, desaparecieron.
El presidencialismo dominaba mediante su partido a los poderes Legislativo y Judicial (el presidente nombraba a sus miembros). No había oposición significativa y todo en el país dependía, en buena medida, de la voluntad de quien ocupara la silla presidencial. Los resultados fueron crecimiento económico sostenido y estabilidad económica y política (ésta garantizada también por la represión de todo intento de oposición, sobre todo de trabajadores y campesinos, y ausencia o acotamiento de libertades, comenzando por la de expresión, etcétera). El cambio más visible de ese largo periodo fue del bonapartismo a la democracia autoritaria, en ambos casos con amplia intervención estatal y con un discurso populista que no siempre correspondía a las acciones de gobierno. Los gobernadores, como consecuencia, no sólo eran determinados por el gobierno federal en turno, sino que aquéllos buscaban, para poder gobernar y contar con recursos, el apoyo de éste. El federalismo era una ficción.
La reforma electoral de 1977 abrió la puerta al registro y fortalecimiento de partidos de oposición. El crecimiento de éstos amplió los límites de la democracia electoral restringida o acotada y condujo a la pérdida de hegemonía (y control) del poder presidencial en la Cámara de Diputados, en ese año fuera del control priísta por primera vez.
Diversas circunstancias, muy conocidas, evitaron el triunfo del Frente Democrático Nacional en 1988 y permitieron el triunfo del Partido Acción Nacional (PAN) en 2000, iniciándose así la llamada alternancia de partidos en el poder presidencial. La debilidad de Fox y luego de Calderón en la Presidencia, además de errores gravísimos en la conducción de sus gobiernos, se tradujo en el fortalecimiento de gobernadores que, en 2004, fundaron la Conferencia Nacional de Gobernadores (Conago), con predominio priísta. Ésta se convirtió en un contrapeso al gobierno federal que, en teoría, le corresponde al Senado. El fortalecimiento de las entidades federativas, por iniciativa original de la Conago, fue posible por el deterioro de la presidencia del país como factotum nacional y por el aprovechamiento de algunos gobernadores, sobre todo del PRI, de esta circunstancia. El pretexto fue vigorizar el federalismo y el resultado fue, como tenía que ser, el dominio de ciertos gobernadores (unos más que otros) en sus estados, lo que ahora algunos llaman “la vuelta al caciquismo”, que no es otra cosa que el gobierno estatal, en algunos casos al más viejo estilo priísta, es decir autoritario.
Algunos analistas, despistados y especialmente ignorantes de lo que fue el feudalismo, le han llamado a este proceso “feudalización del país”, y ahora claman por regresarle al presidente las atribuciones que tenía antes de 1997, incluso las metaconstitucionales que criticaban en el pasado.
Con base en estos razonamientos ajenos a la historia y al desarrollo de México, diversos intelectuales y políticos (partidarios y no partidarios) tratan de justificar las alianzas contra natura de partidos tradicionalmente opuestos so pretexto de acabar con el “caciquismo” en algunos estados y para restarle fuerza al PRI con miras al 2012. Y tales adalides de la recuperación del poder presidencial olvidan que fue el PAN el que, para ganarle a López Obrador (aunque fuera a la mala), hizo alianzas con el tricolor y mantuvo en el poder a Marín y a Ruiz, para sólo referirme a los gobernadores más discutidos y discutibles. Una democracia, incluso la meramente formal, supone en una república federal que el poder de los gobernadores no esté subordinado al del presidente del país. Que esto les puede permitir a los gobernantes locales ejercer su poder con menos límites que en el pasado es cierto, pero de eso se trata el federalismo y, además, éste no es el culpable sino más bien la falta del contrapeso que se supone debe ejercer el Congreso local y, en ciertas circunstancias, el Senado. Al final, siempre es lo mismo: un gobernante llega hasta donde se lo permiten los gobernados, y los partidos políticos tienen el deber histórico de formar mayorías que le sirvan de contrapeso a quien gobierna, si acaso es verdadera su vocación de poder. El problema es cuando los partidos políticos no cumplen su parte y con tal de no perder prerrogativas legales (recursos en concordancia con los votos obtenidos) se asocian con quienes debieran oponerse.
Un desbarajuste es lo que estamos viviendo. Primero y por muchos años querían restarle poder el presidente del país, ahora se quejan de que no lo tenga en la misma proporción que antes, y a los gobernadores que están ahí para gobernar los acusan de caciques porque no tienen contrapesos. ¿Y de quién es la culpa? Me da mucha pena, pero es de los partidos opositores (del signo que sea), que no han podido tener mayoría en los congresos locales ni han sabido orientar y convencer a la población para que vote por ellos. El PRI lo hizo en 2009. Supo hacerlo y sacar provecho de los errores del PAN en el gobierno. ¿Qué hacía el PRD mientras tanto? Dividirse internamente, coquetear a diestra y siniestra, deslindarse de quien lo hizo crecer en 2006, ponerse en manos de ineptos y no saber refundarse en serio.
*Tomado de La Jornada.
El México posrevolucionario se construyó dándole todo el poder al presidente de la República. No había de otra: se trataba de reconstruir el país en la dinámica de un proyecto (bueno o malo) de desarrollo integral con fuerte intervención del Estado. Las que debieron ser clases sociales, en aquel entonces de los años 20, no eran tales y ninguna tenía, por lo mismo, suficiente fuerza para asumir el poder. Lo que se disputaba entonces se hacía con las armas y otras formas de neutralización política” que nada tenían que ver con la democracia (asesinatos, cooptación, envío “diplomático” al exterior, etcétera). Los gobernadores, algunos, eran caciques estatales e incluso regionales, y el Partido Nacional Revolucionario (PNR) tuvo el propósito de incluirlos para hacerlos partícipes de las decisiones centrales al mismo tiempo que se les dejaba su poder estatal.
La característica del viejo régimen fue, además del intervencionismo estatal, el presidencialismo, autoritario como le correspondía ser ante la ausencia (deliberada) de contrapesos. Obregón y Calles así lo entendieron y cuando hubo intentos, sobre todo de diputados, por restarle atribuciones al presidente del país, ambos maniobraron para evitarlo, y lo lograron. Con el PNR y su sistema corporativo que cristalizó cabalmente con la fundación del Partido de la Revolución Mexicana (PRM), la fuerza de los gobernadores disminuyó considerablemente (con algunas excepciones) y los partidos locales, que por varios años tuvieron vigencia en los estados, desaparecieron.
El presidencialismo dominaba mediante su partido a los poderes Legislativo y Judicial (el presidente nombraba a sus miembros). No había oposición significativa y todo en el país dependía, en buena medida, de la voluntad de quien ocupara la silla presidencial. Los resultados fueron crecimiento económico sostenido y estabilidad económica y política (ésta garantizada también por la represión de todo intento de oposición, sobre todo de trabajadores y campesinos, y ausencia o acotamiento de libertades, comenzando por la de expresión, etcétera). El cambio más visible de ese largo periodo fue del bonapartismo a la democracia autoritaria, en ambos casos con amplia intervención estatal y con un discurso populista que no siempre correspondía a las acciones de gobierno. Los gobernadores, como consecuencia, no sólo eran determinados por el gobierno federal en turno, sino que aquéllos buscaban, para poder gobernar y contar con recursos, el apoyo de éste. El federalismo era una ficción.
La reforma electoral de 1977 abrió la puerta al registro y fortalecimiento de partidos de oposición. El crecimiento de éstos amplió los límites de la democracia electoral restringida o acotada y condujo a la pérdida de hegemonía (y control) del poder presidencial en la Cámara de Diputados, en ese año fuera del control priísta por primera vez.
Diversas circunstancias, muy conocidas, evitaron el triunfo del Frente Democrático Nacional en 1988 y permitieron el triunfo del Partido Acción Nacional (PAN) en 2000, iniciándose así la llamada alternancia de partidos en el poder presidencial. La debilidad de Fox y luego de Calderón en la Presidencia, además de errores gravísimos en la conducción de sus gobiernos, se tradujo en el fortalecimiento de gobernadores que, en 2004, fundaron la Conferencia Nacional de Gobernadores (Conago), con predominio priísta. Ésta se convirtió en un contrapeso al gobierno federal que, en teoría, le corresponde al Senado. El fortalecimiento de las entidades federativas, por iniciativa original de la Conago, fue posible por el deterioro de la presidencia del país como factotum nacional y por el aprovechamiento de algunos gobernadores, sobre todo del PRI, de esta circunstancia. El pretexto fue vigorizar el federalismo y el resultado fue, como tenía que ser, el dominio de ciertos gobernadores (unos más que otros) en sus estados, lo que ahora algunos llaman “la vuelta al caciquismo”, que no es otra cosa que el gobierno estatal, en algunos casos al más viejo estilo priísta, es decir autoritario.
Algunos analistas, despistados y especialmente ignorantes de lo que fue el feudalismo, le han llamado a este proceso “feudalización del país”, y ahora claman por regresarle al presidente las atribuciones que tenía antes de 1997, incluso las metaconstitucionales que criticaban en el pasado.
Con base en estos razonamientos ajenos a la historia y al desarrollo de México, diversos intelectuales y políticos (partidarios y no partidarios) tratan de justificar las alianzas contra natura de partidos tradicionalmente opuestos so pretexto de acabar con el “caciquismo” en algunos estados y para restarle fuerza al PRI con miras al 2012. Y tales adalides de la recuperación del poder presidencial olvidan que fue el PAN el que, para ganarle a López Obrador (aunque fuera a la mala), hizo alianzas con el tricolor y mantuvo en el poder a Marín y a Ruiz, para sólo referirme a los gobernadores más discutidos y discutibles. Una democracia, incluso la meramente formal, supone en una república federal que el poder de los gobernadores no esté subordinado al del presidente del país. Que esto les puede permitir a los gobernantes locales ejercer su poder con menos límites que en el pasado es cierto, pero de eso se trata el federalismo y, además, éste no es el culpable sino más bien la falta del contrapeso que se supone debe ejercer el Congreso local y, en ciertas circunstancias, el Senado. Al final, siempre es lo mismo: un gobernante llega hasta donde se lo permiten los gobernados, y los partidos políticos tienen el deber histórico de formar mayorías que le sirvan de contrapeso a quien gobierna, si acaso es verdadera su vocación de poder. El problema es cuando los partidos políticos no cumplen su parte y con tal de no perder prerrogativas legales (recursos en concordancia con los votos obtenidos) se asocian con quienes debieran oponerse.
Un desbarajuste es lo que estamos viviendo. Primero y por muchos años querían restarle poder el presidente del país, ahora se quejan de que no lo tenga en la misma proporción que antes, y a los gobernadores que están ahí para gobernar los acusan de caciques porque no tienen contrapesos. ¿Y de quién es la culpa? Me da mucha pena, pero es de los partidos opositores (del signo que sea), que no han podido tener mayoría en los congresos locales ni han sabido orientar y convencer a la población para que vote por ellos. El PRI lo hizo en 2009. Supo hacerlo y sacar provecho de los errores del PAN en el gobierno. ¿Qué hacía el PRD mientras tanto? Dividirse internamente, coquetear a diestra y siniestra, deslindarse de quien lo hizo crecer en 2006, ponerse en manos de ineptos y no saber refundarse en serio.
*Tomado de La Jornada.
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