Rabia social*
Tomados de La Jornada, Hernández, Helguera y Rocha y El Universal, Helioflores.
MARCELA TURATI
Afinales de la década de los sesenta, Roger Bartra era un joven marginal; le repugnaba la idea de gastar su vida en un mismo puesto de trabajo en el que pudiera asegurarse una jubilación, aunque con el tiempo consiguió un empleo formal que le aseguró un futuro.
Ahora que este antropólogo y doctor en sociología mira a su alrededor, ve que se extiende el empleo flexible y temporal, aquel que no ofrece contrato, prestaciones, seguros médicos ni jubilación, en el que no se crea antigüedad ni se hace carrera y que obliga al trabajador a empezar de cero y lo convierte en un milusos.
Ese modelo extendido de trabajo, que oscila entre el desempleo y la precariedad, y que ya no es una opción, sino la base de una nueva cultura laboral, tiene a la gente ocupada en velar por su supervivencia y despolitizada al grado de poner en riesgo la democracia.
“Con la crisis avanzan estas formas inestables de trabajo y aumenta el desempleo, pero no todos son completamente desempleados; son pequeños trabajadores que emigran de una empresa a otra, de un trabajito a otro, como el estilo freelance, ese esquema de trabajo que tiende a generalizarse para que las empresas no se comprometan con contratos de largo plazo ni aseguren a los trabajadores, porque les sale más barato”, dice en entrevista con Proceso.
Explica: “En los años sesenta quien tenía precariedad en el trabajo era porque así lo decidía, era parte de la contracultura detestar el trabajo fijo, aburrido y que duraba muchos años; éramos unos cuantos marginales que acabamos integrándonos. Pero ahora ese trabajo flexible es estructural, y en ese sector se encuentra un porcentaje amplio de la población que ha crecido en esa cultura, se ha acostumbrado y habrá que estudiar cuáles son las consecuencias en el conjunto de la sociedad. Por lo pronto se ve la gran despolitización, gente más centrada en problemas familiares e individuales que se interesa menos por los de la colectividad”.
Contrario a lo que varios analistas vaticinan sobre el posible alzamiento armado que podría generar la frustración de mexicanos que se debaten en la supervivencia, Bartra cree que más que una nueva revolución, hay una implosión social de rabia contenida que sólo genera malestar.
“No creo que se acerque el peligro de una explosión social; lo que veo es una implosión social, porque la gente está centrada en la supervivencia, en resolver sus problemas, en sobrevivir en estas condiciones tan difíciles, y por lo tanto se desentiende de los grandes problemas políticos, aumenta el desprecio por la política y me temo que el menosprecio por la democracia. La gente no entiende cómo, viviendo bajo condiciones democráticas, su economía ha empeorado”, dice.
El investigador emérito de la UNAM recomienda que ante esta nueva forma de trabajo no se deje desprotegida la salud de los trabajadores, tengan o no empleo, y explorar sistemas de protección social, como el seguro de desempleo que tienen los países más desarrollados.
“Es importante no dejar desprotegida a la mano de obra de los trabajadores que están en situación de precariedad, porque la precariedad no tiene que trasladarse al terreno de la salud”, señala.
El doctor en sociología por la Universidad de La Sorbona, en París, nota que son especialmente los varones quienes se sienten desconcertados ante este esquema de empleo que implica quedarse en casa y hacer trabajos ocasionales; las mujeres de alguna manera ya estaban insertas en ese esquema de empleos flexibles.
Recién llegado de Inglaterra, donde pasó un año, Bartra dice que en México la crisis se vive más “dramáticamente” porque las fuerzas políticas no han hecho las reformas que se requieren para ubicar a México a la altura de Brasil o India, que se han insertado en las tendencias modernas globalizadoras, y considera que como los partidos políticos están ya enfocados en ganar las elecciones presidenciales, casi seguramente no se pondrán de acuerdo para construir alternativas.
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Cuando la clase media sufre... *
MARCELA TURATI
Para los nuevos desempleados –entre los que se incluyen cada vez más integrantes de la casi extinta clase media mexicana– los días se acumulan sin horizonte... Sus roles domésticos incluso se han invertido o, de plano, se difuminan. Para algunos todavía parece importante cuidar las apariencias, pero otros se resignan a recibir ayuda y se aíslan cada vez más. Contar con estudios superiores y hasta posgrados ya no es garantía: el drama de la sobrevivencia diaria en México está marcando a todos.
Es hijo de diplomático, estudió letras hispánicas en la UNAM y habla español, inglés y chino. Hasta abril era gerente de una aerolínea mexicana en el aeropuerto de Shanghai y vivía con su esposa y su hijo en China. Desde que la influenza pulverizó su puesto de trabajo no se ha colocado: vive en la colonia Peralvillo, está en el buró de crédito, tuvo que echar mano del dinero que ahorraba para su hijo, racionó sus gastos y se permite gastar 15 pesos al día en internet para buscar empleo. La crisis no le da para más.
“Esto es un lujo”, dice con una sonrisa resignada, mirando el vaso de café Starbuks que bebe al momento de la entrevista. Como para avalar su identidad, lo que llegó a ser cuando trabajaba, saca de su cartera la tarjeta de presentación que usaba en su último empleo en la que se lee: Rodrigo Cerda Orozco, duty manager, Pudon Internacional Airport, Shanghai.
Él, como las otras personas que aparecen en este reportaje, afronta como puede el desempleo que alcanzó la cifra más elevada en 13 años. Todos ellos se animaron a ponerle su rostro al paro que viven 3 millones de mexicanos porque se rebelan a bajar la mirada, a que se les vea en forma condescendiente o como sospechosos de algún defecto que les impida ocuparse.
“Es duro. Pensé que había pasado de estrato económico y de repente caer, tener dificultad para pagar mis cuentas, angustiarme porque ¡chin, nos gastamos 300 pesos en la cuenta! Ya dejamos de ir al cine, de salir a comer, de ir con amigos a tomar algo, de comprar cosas. A mi hijo le debo dinero porque tuvimos que agarrar de su cochinito”, dice el treintañero, ávido de hablar. Después confesará: le sirve como desahogo.
Como otros, sólo comparte con su esposa su miedo a que el empobrecimiento se prolongue. Le molestan las miradas de pena que percibe en algunos de sus conocidos. Él, como la mayoría de los nuevos desempleados, lleva con decoro su situación y rechaza la sugerencia de que sea otro quien pague alguna de sus cuentas o siquiera su café.
“Soy algo orgulloso. Me cuesta aceptar que estoy pasando esta crisis, me cuesta”, dice Rodrigo. Batalló para aceptar que su mamá inscriba a su hijo en una escuela privada y le pague las colegiaturas, pero tuvo que ceder porque considera que “la educación oficial es malísima”.
Su esposa está en casa, deprimida, y tampoco ha podido encontrar trabajo. Por ahora, los Cerda sobreviven de dos clases particulares de inglés que él imparte y le ocupan tres días enteros, porque tarda cuatro horas en el puro traslado. Él está en litigio contra la aerolínea que lo invitó a Shanghai, le prometió sueldo de ejecutivo, le pidió que sufragara los gastos de mudanza con sus propios ahorros hasta conseguirle visa de trabajo, y lo despidió justo después de que ayudó a que salieran de China los mexicanos varados durante la crisis de la influenza.
La idea de ser indemnizado y de recibir la llamada de alguna empresa que requiera sus habilidades lo mantiene firme.
Días largos
La desocupación en México afecta a casi siete de cada 100 personas en edad productiva. Sólo el último año aumentó en un millón la cifra de damnificados del desempleo y, de acuerdo con el Centro de Reflexión y Acción Laboral, 90% de quienes están en paro tenían experiencia laboral.
A este drama se suma el hecho de que 4 millones de personas necesitan trabajar más horas para completar el gasto y de que en los últimos 10 años se ha perdido 60% del poder de compra de quienes todavía perciben algún ingreso, según el Centro de Análisis Multidisciplinario de la Facultad de Economía de la UNAM. En suma, al menos 7 millones de personas viven la crisis por el desempleo, el subempleo o la precariedad. Y sortean esta situación con esfuerzo, sufrimiento y solidaridad familiar.
Distinto a lo que se cree, ninguno de los entrevistados se pasa el día en el sofá viendo tele. Todos son unos verdaderos maestros de la supervivencia: tienen como rutina levantarse temprano, alistar a los hijos –si los hay– para la escuela, recorrer oficinas de empleo, dejar currículos, hacer labores hogareñas, dedicar horas de navegación por internet para mandar solicitudes de empleo y preguntar a sus conocidos por ofertas de trabajo.
La búsqueda de empleo les ocupa el día y la mayoría de sus pensamientos. El trabajo se vuelve una fijación que los mantiene presionados. Como si fuera una película que se pueda adelantar y retrasar, examinan cada tramo de su último desempeño laboral para detectar fallas. Algunos no se perdonan haber rechazado una oportunidad que les pareció de bajo nivel y que hoy aceptarían, y se lo recriminan una y otra vez.
El comunicólogo Rodrigo Teja Anaya deja a su hija en la guardería a las nueve de la mañana y regresa a casa a navegar unas cuatro horas en internet: recorre sitios como zonajobs.com, boomerang.com, empleo.com y páginas del gobierno en busca de puestos vacantes. Trabajaba en El Papalote Museo del Niño, pero, al igual que su tocayo, lo despidieron a raíz de la crisis de la influenza.
“Mando unos 10 currículum al día relacionados con mi perfil y cinco más que no tienen que ver con mi carrera ni con mi experiencia ni con el sueldo que quiero. En dos meses me han hablado de tres lugares”, narra en un Vips donde se realiza la entrevista, aunque aclara que se desacostumbró a comer en restaurante.
Varias de las ofertas que le hicieron, en las que solicitaban licenciados en comunicación y ofrecían 9 mil pesos al mes, resultaron estafas: “Fui de traje como me pedían, llegué y vi que lo que ofrecían era participar en la típica pirámide de productos para bajar de peso, en la que si te quedas tienes que poner 500 o mil pesos y terminas pagando tus productos, tu línea telefónica y rentando el cubículo a la empresa que te contrata”. No por nada, en varias páginas de búsqueda de empleo se advierte contra los estafadores.
Lo que a Rodrigo más le ha costado en esta crisis es tener que quedarse en casa, porque estaba acostumbrado a hacer su vida en la calle. También tuvo que adaptarse a no tener llena la alacena.
“La mamá de mi hija me ayuda mucho en eso, me ofrece que coma de lo que tiene en su casa, y mi mamá y la mamá del amigo con el que comparto departamento nos mandan comida. Y cuando no hay, te aguantas el hambre, o pasas el día con un cereal en la panza”, dice.
A pesar de las cifras que reportan el despeñadero económico, él no cree que en México haya desempleo y considera que lo suyo es una mala racha. “Todos te dicen: ‘échale ganas’, pero no es echándole ganas como consigues trabajo; es más bien no cayendo en la depresión”.
La soledad
La mayoría de los que se encontraron un día en la calle sin empleo ha eliminado las comidas fuera de casa, los gastos en diversión, los paseos, y muchas veces ha sacado a sus hijos de escuelas privadas para pasarlos a públicas. Los que pudieron, salvaron la conexión a internet, su ancla con el mundo.
Pero todos podaron su círculo de amigos. Confían su situación sólo a las personas más cercanas; ante los demás se tragan lo que están viviendo, porque el desempleo llega a convertirse en motivo de exclusión social.
“Hay una cosa cabrona del desempleo: te vas aislando poco a poco, porque muchas veces las dinámicas de consumo son el eje de la convivencia”, explica Juan Martínez, quien a sus 39 años está a punto de irse a Argentina a probar suerte porque en México ve canceladas sus oportunidades. Allá, un buen amigo le ofrece techo, comida y lo invita a un nuevo proyecto.
Los integrantes del Club Copa Vive el Automovilismo, aficionados que se reúnen cada miércoles en un bar a beber cerveza, hablar de carros y de vaguedades, también han resentido la crisis.
De los 50 que eran –la mayoría empresarios y profesionistas–, una docena perdió su fuente de ingreso: dejaron de participar en las carreras, aunque siguen acudiendo al bar. “¡Eh, mantenido, ya ponte a trabajar!”, es la broma que se hace contra los sin-empleo. “Estoy en mi año sabático, me toca que me mantengan”, es la fórmula con la que los aludidos se defienden.
“Normalmente bromeamos mucho con eso de que somos el ‘club de los desempleados’, pero de pronto dejan de ser bromas, porque varios ya no se aparecen: algunos tenían hipotecas, muchos empezaron a vender sus coches; la mayoría tiene unos seis a 10 meses de gracia para mantenerse con su presupuesto, pero empieza a vencerse el plazo y dejan de venir”, dice Eduardo Escárpita, un abogado egresado del ITAM que hasta hace unos días pertenecía al “club” y acabó estrenándose en un nuevo empleo.
En febrero, Eduardo abandonó el despacho para el que trabajaba porque adquirió la franquicia de un restaurante y porque tenía asegurado otro empleo formal.
Pero “a los 15 días de que renuncié ocurrió lo del dólar y me cerró las oportunidades, porque todos los despachos cerraron puertas. Aun recomendado me decían: ‘espérate a marzo’, y luego hasta octubre. Y la influenza empeoró todo. Para mi negocio fueron meses mortales”.
Debido a la tardanza para ubicarse en un empleo, tuvo que posponer tres veces su boda. No se imaginaba inaugurándose en esa nueva etapa de su vida sin salir a trabajar.
“Mi novia me insistía: ‘vamos a salir adelante, tuviste un buen trabajo, sé quién eres y cómo te manejas’. Pero yo sabía que no podía mantener nuestro tren de vida”, explica. Se le ve contento porque en cuanto supo que acababa de ser contratado fijó por fin la fecha de su matrimonio para noviembre.
A los 30 años de edad, la crisis implica muchas veces ponerle una pausa a la vida, mantenerla en suspenso, esperar a mejores épocas. Pero cada vez se ve más lejana la posibilidad de ahorrar, de tener un empleo fijo y escalar a un puesto mejor, de contar con derechos laborales y jubilarse con una pensión digna. En estos tiempos, empleo no significa progreso. A la mayoría de la población, un trabajo no la mantiene alejada de la pobreza.
“Me pregunto si nunca voy a poder casarme, tener un departamento propio, tener un hijo… si siempre voy a ser freelance, mal pagada, sin contrato. No sé si tendré que ocuparme en otra cosa para la que no estudié”, reflexiona angustiada Claudia, una periodista de 34 años. Ya en varios trabajos sus jefes le habían pedido su cuota de sexo por mantenerse en el cargo, y ni así se salvó de los recortes.
La activista de derechos humanos Perla Gómez se queja frustrada de que durante años ha luchado por ser feminista, autosuficiente, por “tener una habitación propia”, como aconsejaba la escritora Virginia Woolf, y sin embargo tener que depender ahora de alguien. “Odio tener que estirar la mano para que mi esposo me dé dinero y me mantenga. Es horrible”, se queja con sus amigas.
Dramas familiares
Con el desempleo, la dinámica familiar cambia. La mayoría de los desempleados entrevistados acepta que han aumentado sus peleas domésticas. Se han sentido más deprimidos, irritables y ansiosos. Los hombres tienen que aprender a quedarse más tiempo en el hogar y se estrenan en las labores domésticas. En los matrimonios donde ella es la que trabaja y él no, algunas mujeres se desesperan por la situación de sus maridos.
Es el caso de Martín Melchor Quezada, quien lleva tres años en litigio con Telecom por despido injustificado, el mismo tiempo que ha visto cuestionado su papel y ha luchado por adaptarse a la camisa de fuerza que es quedarse en casa.
“Desempleado no vale uno: no te ven igual tus amigos, tu familia, ya no te dan la atención como antes, pierdes tus amistades. Es algo muy fuerte. A uno se le valora por el trabajo, por el ingreso. Estuve a punto de perder a mi familia porque ya no aportaba dinero. Mi esposa no me daba la misma atención”, dice este hombre de 45 años, quien, de ser jefe de oficina telegráfica, se convirtió en tianguista. Este mes lo reinstalan y le pagan salarios caídos, aunque dice que nada compensa la tristeza.
El licenciado en mercadotecnia con maestría en logística Emilio Vadillo toma su desempleo como “año sabático” porque él –haciendo cálculos, estirando aquí, recortando allá, echando mano de sus ahorros– ha podido darse ese lujo.
Ahora es el amo de casa. Su rutina consiste en despertar a sus niñas, prepararles el refrigerio, llevarlas a la escuela, hacer ejercicio, navegar por internet, tomar un diplomado y clases de inglés por las tardes. Se decidió a capacitarse más para estar listo al momento en que pueda reinsertarse.
“Mi esposa trabaja en un nivel similar al que yo tenía, tenemos dos hijas y los papeles cambiaron. La idea era que ella dejara de trabajar este año, pero no sucedió así; ahora yo me hago más responsable del cuidado de mis hijas, de los pagos, del mantenimiento de la casa. Ufff. Es difícil aceptar que tienen que cambiar tus actividades y esperar, porque la espera es larga.”
Buena cara
Los mayores de 35 años libran una lucha contra el tiempo. Cada semana que pasa, cada cumpleaños, cada cana, los va dejando fuera del mercado laboral. Algunos sienten vergüenza por la acumulación de días en paro, como si eso los hiciera sospechosos ante los posibles empleadores. Sospechosos de holgazanería, de falta de aptitudes, de debilidad de carácter.
El tablero de empleos que ofrece la empresa de recursos humanos Manpower, ubicada cerca del World Trade Center, exhibe ocho vacantes, en su mayor parte para varones con una edad máxima de 35 años, con inglés en varios casos como requisito.
“La edad me ha limitado”, explica la pedagoga Guadalupe Quiroz, de 52 años, una mujer de impecable maquillaje, uñas cuidadas, ropa ejecutiva. Trabajaba 12 horas diarias como bibliotecaria por 4 mil pesos al mes en el Instituto de Turismo y Gastronomía, hasta que la despidieron. Todas sus quincenas las vivió con la angustia de la guillotina laboral.
Ahora recurre al comedor popular del gobierno capitalino en la colonia Niños Héroes, en la delegación Benito Juárez, donde diario hace fila para recoger cuatro platillos –a 10 pesos cada uno– para sus dos hijos y su madre, que dependen de ella. Está tomando un curso de call center en Banamex, pero no sabe si la contratarán. Y en cuanto platica su drama, comienza a llorar de tristeza.
Para las madres solteras, los ancianos y los enfermos que se quedan sin empleo ha sido más difícil navegar a contracorriente de la ola que los arrastra al empobrecimiento, hacia el desbarrancadero que comienza a quitar el piso de las clases sociales.
Desde hace ocho meses, cuando la despidieron, Osmara Sánchez vive con sus dos hijos en la azotea del departamento de sus papás, en la clasemediera colonia Narvarte, y ahora tiene que llevarse a sus hijos a los comedores populares del gobierno capitalino.
Sentada a la mesa junto a jubilados, amas de casa, enfermos, ancianos, ella comenta: “Yo veo muy difícil la situación. Estás con la angustia de qué va a pasar, de qué vas a hacer si los niños se enferman, si se desata lo de la influenza o si se pone peor. Esto hace que te aísles en casa, no sabes cómo lo vas a resolver. Ahora los de clase media ya somos clase media extra baja y quién sabe dónde vayamos a parar. Sólo hay que seguir poniendo buena cara, no queda de otra”.
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Avalancha de juicios laborales*
MARCELA TURATI
En plena época de desempleo, César Felipe González García tiene sobrecarga de trabajo. Entra a las siete de la mañana como desde hace 17 años, pero desde el año pasado tiene que estirar el tiempo y hacer que le rinda el doble porque es el encargado de recibir las demandas por despidos injustificados en la Junta Local de Conciliación y Arbitraje del Distrito Federal.
Si hay un lugar donde el desempleo hace crisis es aquí, donde el licenciado González García, como Jefe de la Unidad Jurídica de la Oficialía de Partes, hojea, lee por encima y sella cada una de las querellas presentadas.
Si hoy alguien interpone una demanda contra un mal patrón, tendrá que hacer una fila de hasta hora y media para llegar a la ventanilla, no tendrá su primera audiencia hasta febrero y verá el veredicto final de su juicio hasta dentro de tres años. Son tantas las demandas acumuladas que el tiempo de espera para cada asunto es el doble del que se consume normalmente.
Pero el licenciado González no se queja, y hasta bromea con ello.
“Este año la situación es crítica y no se ve recuperación económica; las fuentes de empleo siguen cerrando y ya tenemos un año así. Empezamos octubre con 25 mil 679 demandas, lo que representa que ya estamos por superar todas las que se presentaron el año pasado que fueron casi 27 mil 846”, dice sin dejar de sellar los legajos que le presentan sus subalternos, quienes uno a uno van formándose con nuevos expedientes afuera de su oficina, como si fueran aviones que esperan su turno para despegar.
Al señalar a uno de sus colaboradores, dice que de tanto trabajo acumulado por mandarlo a atender en ventanilla, capturar datos y buscar expedientes, ya hasta bajó de peso. Y el aludido se jala la camisa para demostrar que le queda guanga.
Comenta que en lo que va del año tiene registrados 12 mil 730 convenios entre patrones y obreros; son acuerdos a los que llegan fuera de juicio y cada convenio puede significar la pérdida de empleo de uno o hasta de 600 trabajadores.
Mientras explica la situación ni siquiera levanta la vista de los papeles; se encuentra concentrado en sellar documentos, y a cada estampado dice a la reportera: “A la cifra que le di auméntele uno”, y después: “uno más”, y así durante los 20 minutos que dura la entrevista.
“Vamos a empezar a venir los sábados a buscar expedientes porque no tenemos tiempo de nada”, dice el abogado. Y antes de terminar la entrevista dice: “súmele otro”.
Sin derechos
Hay tanto “cliente asegurado” en el edificio de la Junta que en las escalinatas de la entrada merodean los coyotes. Vestidos de traje, sorprenden a trabajadores desesperados y los llevan a las garras de abogados que los enganchan para tramitarles su demanda, con una suma de por medio, y muchas veces pactan arreglos con la empresa demandada.
Pero no todos son ganones de esta situación. Los defensores de oficio se quejan porque, a pesar de la sobresaturación de trabajo, les quieren reducir el sueldo (de 5 mil pesos a 4 mil al mes) y porque algunas quincenas les retrasan el pago. Otra paradoja en esta Junta es que los empleados de intendencia están subcontratados por una empresa outsourcing y no tienen derechos.
En general, los empleados están inquietos porque, no obstante la acumulación de expedientes, a la Junta le quieren reducir el presupuesto.
“Este lugar es un buen termómetro porque esta es una junta miscelánea, donde atendemos cualquier actividad económica y también los asuntos contra los organismos públicos descentralizados, y hemos visto que se incrementaron las demandas contra el gobierno, lo que es doblemente preocupante porque con la crisis el gobierno ha tenido que reducir el personal y afloran otras formas de trabajo que estaban ocultas, como los trabajos por honorarios y eventuales sin contrato”, dice el presidente de la Junta Especial de la Junta Local, Lauro Sol Orea.
El abogado se queja porque a ciertas horas los pasillos están tan llenos de gente que no se puede pasar. Se llevan a cabo 50 audiencias diarias. El volumen de trabajo impide terminar los juicios en seis meses, como marca la Constitución, y los alarga a tres años. Y eso desanima a los trabajadores a denunciar las injusticias, de manera que terminan aceptando lo que el patrón les ofrece.
“La práctica de outsourcing ha propiciado la presentación de más demandas porque hace fáciles los despidos sin que tengan consecuencias para el patrón, abarata la mano de obra, no da prestaciones ni indemnizaciones y mucho menos jubilaciones. Y encima de todo el gobierno federal está proponiendo que se legalice el outsourcing”, lamenta.
Dice que le da tristeza ver que los trabajadores de menores ingresos siempre llevan las de perder porque no tienen capacidad para afrontar juicios largos, además de que necesitan el dinero para la supervivencia diaria y, por ello, acaban aceptando lo que sea.
“Muchos trabajadores vienen en situación muy dramática, en niveles muy desesperados. A veces llegan sin comer porque sin trabajo no comen, y unos aquí al final de la audiencia le piden al patrón que les dé para su camión de regreso porque llegaron haciendo sacrificios. El patrón no les da nada y nosotros tenemos que cooperar para su pasaje.”
Afinales de la década de los sesenta, Roger Bartra era un joven marginal; le repugnaba la idea de gastar su vida en un mismo puesto de trabajo en el que pudiera asegurarse una jubilación, aunque con el tiempo consiguió un empleo formal que le aseguró un futuro.
Ahora que este antropólogo y doctor en sociología mira a su alrededor, ve que se extiende el empleo flexible y temporal, aquel que no ofrece contrato, prestaciones, seguros médicos ni jubilación, en el que no se crea antigüedad ni se hace carrera y que obliga al trabajador a empezar de cero y lo convierte en un milusos.
Ese modelo extendido de trabajo, que oscila entre el desempleo y la precariedad, y que ya no es una opción, sino la base de una nueva cultura laboral, tiene a la gente ocupada en velar por su supervivencia y despolitizada al grado de poner en riesgo la democracia.
“Con la crisis avanzan estas formas inestables de trabajo y aumenta el desempleo, pero no todos son completamente desempleados; son pequeños trabajadores que emigran de una empresa a otra, de un trabajito a otro, como el estilo freelance, ese esquema de trabajo que tiende a generalizarse para que las empresas no se comprometan con contratos de largo plazo ni aseguren a los trabajadores, porque les sale más barato”, dice en entrevista con Proceso.
Explica: “En los años sesenta quien tenía precariedad en el trabajo era porque así lo decidía, era parte de la contracultura detestar el trabajo fijo, aburrido y que duraba muchos años; éramos unos cuantos marginales que acabamos integrándonos. Pero ahora ese trabajo flexible es estructural, y en ese sector se encuentra un porcentaje amplio de la población que ha crecido en esa cultura, se ha acostumbrado y habrá que estudiar cuáles son las consecuencias en el conjunto de la sociedad. Por lo pronto se ve la gran despolitización, gente más centrada en problemas familiares e individuales que se interesa menos por los de la colectividad”.
Contrario a lo que varios analistas vaticinan sobre el posible alzamiento armado que podría generar la frustración de mexicanos que se debaten en la supervivencia, Bartra cree que más que una nueva revolución, hay una implosión social de rabia contenida que sólo genera malestar.
“No creo que se acerque el peligro de una explosión social; lo que veo es una implosión social, porque la gente está centrada en la supervivencia, en resolver sus problemas, en sobrevivir en estas condiciones tan difíciles, y por lo tanto se desentiende de los grandes problemas políticos, aumenta el desprecio por la política y me temo que el menosprecio por la democracia. La gente no entiende cómo, viviendo bajo condiciones democráticas, su economía ha empeorado”, dice.
El investigador emérito de la UNAM recomienda que ante esta nueva forma de trabajo no se deje desprotegida la salud de los trabajadores, tengan o no empleo, y explorar sistemas de protección social, como el seguro de desempleo que tienen los países más desarrollados.
“Es importante no dejar desprotegida a la mano de obra de los trabajadores que están en situación de precariedad, porque la precariedad no tiene que trasladarse al terreno de la salud”, señala.
El doctor en sociología por la Universidad de La Sorbona, en París, nota que son especialmente los varones quienes se sienten desconcertados ante este esquema de empleo que implica quedarse en casa y hacer trabajos ocasionales; las mujeres de alguna manera ya estaban insertas en ese esquema de empleos flexibles.
Recién llegado de Inglaterra, donde pasó un año, Bartra dice que en México la crisis se vive más “dramáticamente” porque las fuerzas políticas no han hecho las reformas que se requieren para ubicar a México a la altura de Brasil o India, que se han insertado en las tendencias modernas globalizadoras, y considera que como los partidos políticos están ya enfocados en ganar las elecciones presidenciales, casi seguramente no se pondrán de acuerdo para construir alternativas.
++++++++++++++
Cuando la clase media sufre... *
MARCELA TURATI
Para los nuevos desempleados –entre los que se incluyen cada vez más integrantes de la casi extinta clase media mexicana– los días se acumulan sin horizonte... Sus roles domésticos incluso se han invertido o, de plano, se difuminan. Para algunos todavía parece importante cuidar las apariencias, pero otros se resignan a recibir ayuda y se aíslan cada vez más. Contar con estudios superiores y hasta posgrados ya no es garantía: el drama de la sobrevivencia diaria en México está marcando a todos.
Es hijo de diplomático, estudió letras hispánicas en la UNAM y habla español, inglés y chino. Hasta abril era gerente de una aerolínea mexicana en el aeropuerto de Shanghai y vivía con su esposa y su hijo en China. Desde que la influenza pulverizó su puesto de trabajo no se ha colocado: vive en la colonia Peralvillo, está en el buró de crédito, tuvo que echar mano del dinero que ahorraba para su hijo, racionó sus gastos y se permite gastar 15 pesos al día en internet para buscar empleo. La crisis no le da para más.
“Esto es un lujo”, dice con una sonrisa resignada, mirando el vaso de café Starbuks que bebe al momento de la entrevista. Como para avalar su identidad, lo que llegó a ser cuando trabajaba, saca de su cartera la tarjeta de presentación que usaba en su último empleo en la que se lee: Rodrigo Cerda Orozco, duty manager, Pudon Internacional Airport, Shanghai.
Él, como las otras personas que aparecen en este reportaje, afronta como puede el desempleo que alcanzó la cifra más elevada en 13 años. Todos ellos se animaron a ponerle su rostro al paro que viven 3 millones de mexicanos porque se rebelan a bajar la mirada, a que se les vea en forma condescendiente o como sospechosos de algún defecto que les impida ocuparse.
“Es duro. Pensé que había pasado de estrato económico y de repente caer, tener dificultad para pagar mis cuentas, angustiarme porque ¡chin, nos gastamos 300 pesos en la cuenta! Ya dejamos de ir al cine, de salir a comer, de ir con amigos a tomar algo, de comprar cosas. A mi hijo le debo dinero porque tuvimos que agarrar de su cochinito”, dice el treintañero, ávido de hablar. Después confesará: le sirve como desahogo.
Como otros, sólo comparte con su esposa su miedo a que el empobrecimiento se prolongue. Le molestan las miradas de pena que percibe en algunos de sus conocidos. Él, como la mayoría de los nuevos desempleados, lleva con decoro su situación y rechaza la sugerencia de que sea otro quien pague alguna de sus cuentas o siquiera su café.
“Soy algo orgulloso. Me cuesta aceptar que estoy pasando esta crisis, me cuesta”, dice Rodrigo. Batalló para aceptar que su mamá inscriba a su hijo en una escuela privada y le pague las colegiaturas, pero tuvo que ceder porque considera que “la educación oficial es malísima”.
Su esposa está en casa, deprimida, y tampoco ha podido encontrar trabajo. Por ahora, los Cerda sobreviven de dos clases particulares de inglés que él imparte y le ocupan tres días enteros, porque tarda cuatro horas en el puro traslado. Él está en litigio contra la aerolínea que lo invitó a Shanghai, le prometió sueldo de ejecutivo, le pidió que sufragara los gastos de mudanza con sus propios ahorros hasta conseguirle visa de trabajo, y lo despidió justo después de que ayudó a que salieran de China los mexicanos varados durante la crisis de la influenza.
La idea de ser indemnizado y de recibir la llamada de alguna empresa que requiera sus habilidades lo mantiene firme.
Días largos
La desocupación en México afecta a casi siete de cada 100 personas en edad productiva. Sólo el último año aumentó en un millón la cifra de damnificados del desempleo y, de acuerdo con el Centro de Reflexión y Acción Laboral, 90% de quienes están en paro tenían experiencia laboral.
A este drama se suma el hecho de que 4 millones de personas necesitan trabajar más horas para completar el gasto y de que en los últimos 10 años se ha perdido 60% del poder de compra de quienes todavía perciben algún ingreso, según el Centro de Análisis Multidisciplinario de la Facultad de Economía de la UNAM. En suma, al menos 7 millones de personas viven la crisis por el desempleo, el subempleo o la precariedad. Y sortean esta situación con esfuerzo, sufrimiento y solidaridad familiar.
Distinto a lo que se cree, ninguno de los entrevistados se pasa el día en el sofá viendo tele. Todos son unos verdaderos maestros de la supervivencia: tienen como rutina levantarse temprano, alistar a los hijos –si los hay– para la escuela, recorrer oficinas de empleo, dejar currículos, hacer labores hogareñas, dedicar horas de navegación por internet para mandar solicitudes de empleo y preguntar a sus conocidos por ofertas de trabajo.
La búsqueda de empleo les ocupa el día y la mayoría de sus pensamientos. El trabajo se vuelve una fijación que los mantiene presionados. Como si fuera una película que se pueda adelantar y retrasar, examinan cada tramo de su último desempeño laboral para detectar fallas. Algunos no se perdonan haber rechazado una oportunidad que les pareció de bajo nivel y que hoy aceptarían, y se lo recriminan una y otra vez.
El comunicólogo Rodrigo Teja Anaya deja a su hija en la guardería a las nueve de la mañana y regresa a casa a navegar unas cuatro horas en internet: recorre sitios como zonajobs.com, boomerang.com, empleo.com y páginas del gobierno en busca de puestos vacantes. Trabajaba en El Papalote Museo del Niño, pero, al igual que su tocayo, lo despidieron a raíz de la crisis de la influenza.
“Mando unos 10 currículum al día relacionados con mi perfil y cinco más que no tienen que ver con mi carrera ni con mi experiencia ni con el sueldo que quiero. En dos meses me han hablado de tres lugares”, narra en un Vips donde se realiza la entrevista, aunque aclara que se desacostumbró a comer en restaurante.
Varias de las ofertas que le hicieron, en las que solicitaban licenciados en comunicación y ofrecían 9 mil pesos al mes, resultaron estafas: “Fui de traje como me pedían, llegué y vi que lo que ofrecían era participar en la típica pirámide de productos para bajar de peso, en la que si te quedas tienes que poner 500 o mil pesos y terminas pagando tus productos, tu línea telefónica y rentando el cubículo a la empresa que te contrata”. No por nada, en varias páginas de búsqueda de empleo se advierte contra los estafadores.
Lo que a Rodrigo más le ha costado en esta crisis es tener que quedarse en casa, porque estaba acostumbrado a hacer su vida en la calle. También tuvo que adaptarse a no tener llena la alacena.
“La mamá de mi hija me ayuda mucho en eso, me ofrece que coma de lo que tiene en su casa, y mi mamá y la mamá del amigo con el que comparto departamento nos mandan comida. Y cuando no hay, te aguantas el hambre, o pasas el día con un cereal en la panza”, dice.
A pesar de las cifras que reportan el despeñadero económico, él no cree que en México haya desempleo y considera que lo suyo es una mala racha. “Todos te dicen: ‘échale ganas’, pero no es echándole ganas como consigues trabajo; es más bien no cayendo en la depresión”.
La soledad
La mayoría de los que se encontraron un día en la calle sin empleo ha eliminado las comidas fuera de casa, los gastos en diversión, los paseos, y muchas veces ha sacado a sus hijos de escuelas privadas para pasarlos a públicas. Los que pudieron, salvaron la conexión a internet, su ancla con el mundo.
Pero todos podaron su círculo de amigos. Confían su situación sólo a las personas más cercanas; ante los demás se tragan lo que están viviendo, porque el desempleo llega a convertirse en motivo de exclusión social.
“Hay una cosa cabrona del desempleo: te vas aislando poco a poco, porque muchas veces las dinámicas de consumo son el eje de la convivencia”, explica Juan Martínez, quien a sus 39 años está a punto de irse a Argentina a probar suerte porque en México ve canceladas sus oportunidades. Allá, un buen amigo le ofrece techo, comida y lo invita a un nuevo proyecto.
Los integrantes del Club Copa Vive el Automovilismo, aficionados que se reúnen cada miércoles en un bar a beber cerveza, hablar de carros y de vaguedades, también han resentido la crisis.
De los 50 que eran –la mayoría empresarios y profesionistas–, una docena perdió su fuente de ingreso: dejaron de participar en las carreras, aunque siguen acudiendo al bar. “¡Eh, mantenido, ya ponte a trabajar!”, es la broma que se hace contra los sin-empleo. “Estoy en mi año sabático, me toca que me mantengan”, es la fórmula con la que los aludidos se defienden.
“Normalmente bromeamos mucho con eso de que somos el ‘club de los desempleados’, pero de pronto dejan de ser bromas, porque varios ya no se aparecen: algunos tenían hipotecas, muchos empezaron a vender sus coches; la mayoría tiene unos seis a 10 meses de gracia para mantenerse con su presupuesto, pero empieza a vencerse el plazo y dejan de venir”, dice Eduardo Escárpita, un abogado egresado del ITAM que hasta hace unos días pertenecía al “club” y acabó estrenándose en un nuevo empleo.
En febrero, Eduardo abandonó el despacho para el que trabajaba porque adquirió la franquicia de un restaurante y porque tenía asegurado otro empleo formal.
Pero “a los 15 días de que renuncié ocurrió lo del dólar y me cerró las oportunidades, porque todos los despachos cerraron puertas. Aun recomendado me decían: ‘espérate a marzo’, y luego hasta octubre. Y la influenza empeoró todo. Para mi negocio fueron meses mortales”.
Debido a la tardanza para ubicarse en un empleo, tuvo que posponer tres veces su boda. No se imaginaba inaugurándose en esa nueva etapa de su vida sin salir a trabajar.
“Mi novia me insistía: ‘vamos a salir adelante, tuviste un buen trabajo, sé quién eres y cómo te manejas’. Pero yo sabía que no podía mantener nuestro tren de vida”, explica. Se le ve contento porque en cuanto supo que acababa de ser contratado fijó por fin la fecha de su matrimonio para noviembre.
A los 30 años de edad, la crisis implica muchas veces ponerle una pausa a la vida, mantenerla en suspenso, esperar a mejores épocas. Pero cada vez se ve más lejana la posibilidad de ahorrar, de tener un empleo fijo y escalar a un puesto mejor, de contar con derechos laborales y jubilarse con una pensión digna. En estos tiempos, empleo no significa progreso. A la mayoría de la población, un trabajo no la mantiene alejada de la pobreza.
“Me pregunto si nunca voy a poder casarme, tener un departamento propio, tener un hijo… si siempre voy a ser freelance, mal pagada, sin contrato. No sé si tendré que ocuparme en otra cosa para la que no estudié”, reflexiona angustiada Claudia, una periodista de 34 años. Ya en varios trabajos sus jefes le habían pedido su cuota de sexo por mantenerse en el cargo, y ni así se salvó de los recortes.
La activista de derechos humanos Perla Gómez se queja frustrada de que durante años ha luchado por ser feminista, autosuficiente, por “tener una habitación propia”, como aconsejaba la escritora Virginia Woolf, y sin embargo tener que depender ahora de alguien. “Odio tener que estirar la mano para que mi esposo me dé dinero y me mantenga. Es horrible”, se queja con sus amigas.
Dramas familiares
Con el desempleo, la dinámica familiar cambia. La mayoría de los desempleados entrevistados acepta que han aumentado sus peleas domésticas. Se han sentido más deprimidos, irritables y ansiosos. Los hombres tienen que aprender a quedarse más tiempo en el hogar y se estrenan en las labores domésticas. En los matrimonios donde ella es la que trabaja y él no, algunas mujeres se desesperan por la situación de sus maridos.
Es el caso de Martín Melchor Quezada, quien lleva tres años en litigio con Telecom por despido injustificado, el mismo tiempo que ha visto cuestionado su papel y ha luchado por adaptarse a la camisa de fuerza que es quedarse en casa.
“Desempleado no vale uno: no te ven igual tus amigos, tu familia, ya no te dan la atención como antes, pierdes tus amistades. Es algo muy fuerte. A uno se le valora por el trabajo, por el ingreso. Estuve a punto de perder a mi familia porque ya no aportaba dinero. Mi esposa no me daba la misma atención”, dice este hombre de 45 años, quien, de ser jefe de oficina telegráfica, se convirtió en tianguista. Este mes lo reinstalan y le pagan salarios caídos, aunque dice que nada compensa la tristeza.
El licenciado en mercadotecnia con maestría en logística Emilio Vadillo toma su desempleo como “año sabático” porque él –haciendo cálculos, estirando aquí, recortando allá, echando mano de sus ahorros– ha podido darse ese lujo.
Ahora es el amo de casa. Su rutina consiste en despertar a sus niñas, prepararles el refrigerio, llevarlas a la escuela, hacer ejercicio, navegar por internet, tomar un diplomado y clases de inglés por las tardes. Se decidió a capacitarse más para estar listo al momento en que pueda reinsertarse.
“Mi esposa trabaja en un nivel similar al que yo tenía, tenemos dos hijas y los papeles cambiaron. La idea era que ella dejara de trabajar este año, pero no sucedió así; ahora yo me hago más responsable del cuidado de mis hijas, de los pagos, del mantenimiento de la casa. Ufff. Es difícil aceptar que tienen que cambiar tus actividades y esperar, porque la espera es larga.”
Buena cara
Los mayores de 35 años libran una lucha contra el tiempo. Cada semana que pasa, cada cumpleaños, cada cana, los va dejando fuera del mercado laboral. Algunos sienten vergüenza por la acumulación de días en paro, como si eso los hiciera sospechosos ante los posibles empleadores. Sospechosos de holgazanería, de falta de aptitudes, de debilidad de carácter.
El tablero de empleos que ofrece la empresa de recursos humanos Manpower, ubicada cerca del World Trade Center, exhibe ocho vacantes, en su mayor parte para varones con una edad máxima de 35 años, con inglés en varios casos como requisito.
“La edad me ha limitado”, explica la pedagoga Guadalupe Quiroz, de 52 años, una mujer de impecable maquillaje, uñas cuidadas, ropa ejecutiva. Trabajaba 12 horas diarias como bibliotecaria por 4 mil pesos al mes en el Instituto de Turismo y Gastronomía, hasta que la despidieron. Todas sus quincenas las vivió con la angustia de la guillotina laboral.
Ahora recurre al comedor popular del gobierno capitalino en la colonia Niños Héroes, en la delegación Benito Juárez, donde diario hace fila para recoger cuatro platillos –a 10 pesos cada uno– para sus dos hijos y su madre, que dependen de ella. Está tomando un curso de call center en Banamex, pero no sabe si la contratarán. Y en cuanto platica su drama, comienza a llorar de tristeza.
Para las madres solteras, los ancianos y los enfermos que se quedan sin empleo ha sido más difícil navegar a contracorriente de la ola que los arrastra al empobrecimiento, hacia el desbarrancadero que comienza a quitar el piso de las clases sociales.
Desde hace ocho meses, cuando la despidieron, Osmara Sánchez vive con sus dos hijos en la azotea del departamento de sus papás, en la clasemediera colonia Narvarte, y ahora tiene que llevarse a sus hijos a los comedores populares del gobierno capitalino.
Sentada a la mesa junto a jubilados, amas de casa, enfermos, ancianos, ella comenta: “Yo veo muy difícil la situación. Estás con la angustia de qué va a pasar, de qué vas a hacer si los niños se enferman, si se desata lo de la influenza o si se pone peor. Esto hace que te aísles en casa, no sabes cómo lo vas a resolver. Ahora los de clase media ya somos clase media extra baja y quién sabe dónde vayamos a parar. Sólo hay que seguir poniendo buena cara, no queda de otra”.
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Avalancha de juicios laborales*
MARCELA TURATI
En plena época de desempleo, César Felipe González García tiene sobrecarga de trabajo. Entra a las siete de la mañana como desde hace 17 años, pero desde el año pasado tiene que estirar el tiempo y hacer que le rinda el doble porque es el encargado de recibir las demandas por despidos injustificados en la Junta Local de Conciliación y Arbitraje del Distrito Federal.
Si hay un lugar donde el desempleo hace crisis es aquí, donde el licenciado González García, como Jefe de la Unidad Jurídica de la Oficialía de Partes, hojea, lee por encima y sella cada una de las querellas presentadas.
Si hoy alguien interpone una demanda contra un mal patrón, tendrá que hacer una fila de hasta hora y media para llegar a la ventanilla, no tendrá su primera audiencia hasta febrero y verá el veredicto final de su juicio hasta dentro de tres años. Son tantas las demandas acumuladas que el tiempo de espera para cada asunto es el doble del que se consume normalmente.
Pero el licenciado González no se queja, y hasta bromea con ello.
“Este año la situación es crítica y no se ve recuperación económica; las fuentes de empleo siguen cerrando y ya tenemos un año así. Empezamos octubre con 25 mil 679 demandas, lo que representa que ya estamos por superar todas las que se presentaron el año pasado que fueron casi 27 mil 846”, dice sin dejar de sellar los legajos que le presentan sus subalternos, quienes uno a uno van formándose con nuevos expedientes afuera de su oficina, como si fueran aviones que esperan su turno para despegar.
Al señalar a uno de sus colaboradores, dice que de tanto trabajo acumulado por mandarlo a atender en ventanilla, capturar datos y buscar expedientes, ya hasta bajó de peso. Y el aludido se jala la camisa para demostrar que le queda guanga.
Comenta que en lo que va del año tiene registrados 12 mil 730 convenios entre patrones y obreros; son acuerdos a los que llegan fuera de juicio y cada convenio puede significar la pérdida de empleo de uno o hasta de 600 trabajadores.
Mientras explica la situación ni siquiera levanta la vista de los papeles; se encuentra concentrado en sellar documentos, y a cada estampado dice a la reportera: “A la cifra que le di auméntele uno”, y después: “uno más”, y así durante los 20 minutos que dura la entrevista.
“Vamos a empezar a venir los sábados a buscar expedientes porque no tenemos tiempo de nada”, dice el abogado. Y antes de terminar la entrevista dice: “súmele otro”.
Sin derechos
Hay tanto “cliente asegurado” en el edificio de la Junta que en las escalinatas de la entrada merodean los coyotes. Vestidos de traje, sorprenden a trabajadores desesperados y los llevan a las garras de abogados que los enganchan para tramitarles su demanda, con una suma de por medio, y muchas veces pactan arreglos con la empresa demandada.
Pero no todos son ganones de esta situación. Los defensores de oficio se quejan porque, a pesar de la sobresaturación de trabajo, les quieren reducir el sueldo (de 5 mil pesos a 4 mil al mes) y porque algunas quincenas les retrasan el pago. Otra paradoja en esta Junta es que los empleados de intendencia están subcontratados por una empresa outsourcing y no tienen derechos.
En general, los empleados están inquietos porque, no obstante la acumulación de expedientes, a la Junta le quieren reducir el presupuesto.
“Este lugar es un buen termómetro porque esta es una junta miscelánea, donde atendemos cualquier actividad económica y también los asuntos contra los organismos públicos descentralizados, y hemos visto que se incrementaron las demandas contra el gobierno, lo que es doblemente preocupante porque con la crisis el gobierno ha tenido que reducir el personal y afloran otras formas de trabajo que estaban ocultas, como los trabajos por honorarios y eventuales sin contrato”, dice el presidente de la Junta Especial de la Junta Local, Lauro Sol Orea.
El abogado se queja porque a ciertas horas los pasillos están tan llenos de gente que no se puede pasar. Se llevan a cabo 50 audiencias diarias. El volumen de trabajo impide terminar los juicios en seis meses, como marca la Constitución, y los alarga a tres años. Y eso desanima a los trabajadores a denunciar las injusticias, de manera que terminan aceptando lo que el patrón les ofrece.
“La práctica de outsourcing ha propiciado la presentación de más demandas porque hace fáciles los despidos sin que tengan consecuencias para el patrón, abarata la mano de obra, no da prestaciones ni indemnizaciones y mucho menos jubilaciones. Y encima de todo el gobierno federal está proponiendo que se legalice el outsourcing”, lamenta.
Dice que le da tristeza ver que los trabajadores de menores ingresos siempre llevan las de perder porque no tienen capacidad para afrontar juicios largos, además de que necesitan el dinero para la supervivencia diaria y, por ello, acaban aceptando lo que sea.
“Muchos trabajadores vienen en situación muy dramática, en niveles muy desesperados. A veces llegan sin comer porque sin trabajo no comen, y unos aquí al final de la audiencia le piden al patrón que les dé para su camión de regreso porque llegaron haciendo sacrificios. El patrón no les da nada y nosotros tenemos que cooperar para su pasaje.”
*Tomados de la revista Proceso.
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