Operativos, propaganda armada
Tomado de La Jornada. Hernández.
JORGE CARRASCO ARAIZAGA
MEXICO, D.F., 24 de julio (apro).- La fórmula del despliegue militar está agotada. Después de dos años y medio del envío masivo de tropas federales, como mera reacción a la violencia de los cárteles del narcotráfico, no hay pruebas palpables de que el Estado mexicano haya recuperado el terreno perdido.
Por el contrario, quienes han demostrado una evolución son los grupos de la delincuencia organizada. Hace casi un año que traspasaron una barrera importante al atacar a la población civil que celebraba la noche del Grito de Independencia en Morelia, Michoacán.
La PGR atribuyó la acción a Los Zetas, el brazo armado del cartel del Golfo.
Meses después, entre diciembre de 2008 y enero de este año, sicarios del mismo grupo torturaron, decapitaron y acuchillaron a una veintena de militares en Nuevo León, Guerrero y Quintana Roo, incluido un general en retiro, en abierto desafío al Ejército y a su comandante en jefe, el presidente de la República.
A principios de año, sicarios rompieron otra barrera importante: dispararon contra el consulado de Estados Unidos en Monterrey. Aun cuando no haya sido dirigido por alguna organización, sino resultado de alguna acción individual descontrolada, el hecho representó que están desapareciendo los límites.
La delincuencia organizada también elevó el nivel de los enfrentamientos, como el ocurrido a principios de junio en Playa Caleta, en Acapulco, entre miembros del clan Beltrán Leyva y el Ejército, y con la Policía Federal, en las afueras del puerto. Fue una acción que los vecinos que padecieron la refriega vivieron como una auténtica batalla.
En esa escalada, no sería extraña una agresión mayor, incluido contra algún alto funcionario o un gobernador. Además de las autoridades de seguridad, los gobernadores también pueden estar en la mira.
Ya hay un antecedente con el ataque, en febrero pasado, a la escolta del gobernador José Reyes Baeza, de Chihuahua, asiento del cártel de los Carrillo Fuentes, que está en abierta disputa con la organización de Joaquín El Chapo Guzmán.
En Michoacán, el gobernador Leonel Godoy ha extremado sus medidas de seguridad ante la confrontación con La Familia, que ha demostrado una gran capacidad de penetración en distintos niveles de gobierno.
Chihuahua y Michoacán han sido, precisamente, los dos estados donde el gobierno de Felipe Calderón ha ordenado aparatosos despliegues policiaco-militares que le han servido para la propaganda, pero no para controlar a los grupos delictivos.
A Ciudad Juárez, en mayo del año pasado, envió una fuerza federal superior a los 10 mil elementos, de los cuales más de ocho mil eran del Ejército. Después de un año, esa fuerza se retiró con más pena que gloria, en medio de acusaciones de violaciones a los derechos humanos y sin haber acabado con la extrema violencia de los narcotraficantes, ocurrida incluso en las barbas de la fuerza federal.
La semana pasada, Calderón envío a Michoacán una fuerza de 5 mil 500 elementos, más de la mitad de ellos militares. Muchos, incluso, como varios agrupamientos de la Policía Federal, llegaron de Ciudad de Juárez.
A sabiendas de que esa estrategia no llega a ningún lado más que al desgaste institucional, Calderón ni puede dar marcha atrás ni tiene más opción que usarlos como propaganda de guerra.
La agresión gubernamental es retórica, como lo exhibió el martes 21 el secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, cuando retó a La Familia Michoacana: "Los estamos esperando".
Muy lejos está la ofensiva contra las estructuras de protección política y de ganancia económica del narcotráfico.
No sólo en Michoacán, en cualquier entidad del país Calderón tiene espacio para actuar si es que en verdad decide combatir a los cárteles, más allá de sacar en montón, sin coordinación y aún enfrentadas entre sí, las fuerzas del gobierno federal.
jcarrasco@proceso.com.mx
MEXICO, D.F., 24 de julio (apro).- La fórmula del despliegue militar está agotada. Después de dos años y medio del envío masivo de tropas federales, como mera reacción a la violencia de los cárteles del narcotráfico, no hay pruebas palpables de que el Estado mexicano haya recuperado el terreno perdido.
Por el contrario, quienes han demostrado una evolución son los grupos de la delincuencia organizada. Hace casi un año que traspasaron una barrera importante al atacar a la población civil que celebraba la noche del Grito de Independencia en Morelia, Michoacán.
La PGR atribuyó la acción a Los Zetas, el brazo armado del cartel del Golfo.
Meses después, entre diciembre de 2008 y enero de este año, sicarios del mismo grupo torturaron, decapitaron y acuchillaron a una veintena de militares en Nuevo León, Guerrero y Quintana Roo, incluido un general en retiro, en abierto desafío al Ejército y a su comandante en jefe, el presidente de la República.
A principios de año, sicarios rompieron otra barrera importante: dispararon contra el consulado de Estados Unidos en Monterrey. Aun cuando no haya sido dirigido por alguna organización, sino resultado de alguna acción individual descontrolada, el hecho representó que están desapareciendo los límites.
La delincuencia organizada también elevó el nivel de los enfrentamientos, como el ocurrido a principios de junio en Playa Caleta, en Acapulco, entre miembros del clan Beltrán Leyva y el Ejército, y con la Policía Federal, en las afueras del puerto. Fue una acción que los vecinos que padecieron la refriega vivieron como una auténtica batalla.
En esa escalada, no sería extraña una agresión mayor, incluido contra algún alto funcionario o un gobernador. Además de las autoridades de seguridad, los gobernadores también pueden estar en la mira.
Ya hay un antecedente con el ataque, en febrero pasado, a la escolta del gobernador José Reyes Baeza, de Chihuahua, asiento del cártel de los Carrillo Fuentes, que está en abierta disputa con la organización de Joaquín El Chapo Guzmán.
En Michoacán, el gobernador Leonel Godoy ha extremado sus medidas de seguridad ante la confrontación con La Familia, que ha demostrado una gran capacidad de penetración en distintos niveles de gobierno.
Chihuahua y Michoacán han sido, precisamente, los dos estados donde el gobierno de Felipe Calderón ha ordenado aparatosos despliegues policiaco-militares que le han servido para la propaganda, pero no para controlar a los grupos delictivos.
A Ciudad Juárez, en mayo del año pasado, envió una fuerza federal superior a los 10 mil elementos, de los cuales más de ocho mil eran del Ejército. Después de un año, esa fuerza se retiró con más pena que gloria, en medio de acusaciones de violaciones a los derechos humanos y sin haber acabado con la extrema violencia de los narcotraficantes, ocurrida incluso en las barbas de la fuerza federal.
La semana pasada, Calderón envío a Michoacán una fuerza de 5 mil 500 elementos, más de la mitad de ellos militares. Muchos, incluso, como varios agrupamientos de la Policía Federal, llegaron de Ciudad de Juárez.
A sabiendas de que esa estrategia no llega a ningún lado más que al desgaste institucional, Calderón ni puede dar marcha atrás ni tiene más opción que usarlos como propaganda de guerra.
La agresión gubernamental es retórica, como lo exhibió el martes 21 el secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, cuando retó a La Familia Michoacana: "Los estamos esperando".
Muy lejos está la ofensiva contra las estructuras de protección política y de ganancia económica del narcotráfico.
No sólo en Michoacán, en cualquier entidad del país Calderón tiene espacio para actuar si es que en verdad decide combatir a los cárteles, más allá de sacar en montón, sin coordinación y aún enfrentadas entre sí, las fuerzas del gobierno federal.
jcarrasco@proceso.com.mx
*Tomado de la revista Proceso.
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