progressif

jueves, marzo 05, 2009

Remuneraciones ofensivas*


















Tomados de La Jornada, Helguera, El Fisgón, Hernández y Rocha y El Universal, Helioflores y Naranjo.



Octavio Rodríguez Araujo

Varios de quienes escribimos en los periódicos somos profesores y/o investigadores universitarios. Los sueldos máximos en las instituciones de educación superior son, para los profesores e investigadores de tiempo completo (prestaciones al margen), de alrededor de 15 mil 800 pesos más la prima de antigüedad (véase la página en Internet de transparencia de la UNAM). Y con esos sueldos, más los honorarios que pagan los periódicos por artículo, en general mantenemos nuestra independencia y normalmente, hasta donde se sabe, no hay casos de soborno ni de venta de la pluma al mejor postor. Nadie puede garantizar que los académicos universitarios seamos incorruptibles, pero tendrá que reconocerse que a lo largo de los años muy pocos profesores o investigadores han sido acusados de ser comprados. No somos ángeles, ciertamente, pero por contraste con la corrupción que priva en el país, parecemos ser excepcionales en este punto.

Si los universitarios, con los sueldos mencionados, no somos corruptos ni traicionamos, en general, nuestra conciencia por monedas de plata, ¿por qué se ha supuesto que los ministros de la Suprema Corte de Justicia, los magistrados de circuito, los jueces de distrito y los consejeros de la Judicatura Federal, además de los magistrados electorales, sí lo harán? La pregunta no es ociosa. Los artículos 116 y 127 de la Constitución mencionan que todos los anteriores, más los diputados, senadores, representantes de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal y los demás servidores públicos recibirán una remuneración adecuada e irrenunciable. Y el artículo 41, V, establece que los consejeros electorales, incluido su presidente, percibirán retribuciones iguales a las previstas para los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. La remuneración que todos éstos reciben es determinada anualmente por los diputados en el Presupuesto de Egresos de la Federación y del Distrito Federal o en los presupuestos de las entidades paraestatales, según corresponda, bajo criterios de ecuanimidad, justicia, imparcialidad, moderación y todos los sinónimos de equitativo. Aunque no está escrito, se juzga remuneración adecuada aquella que resulte ser suficientemente atractiva para evitar que los aludidos caigan en tentaciones de corrupción. Y así, los diputados les asignaron remuneraciones altísimas, superiores a los 300 mil pesos para los altos cargos del Poder Judicial, incluido el tribunal electoral y los consejeros del IFE. Todos ellos ganan 21 veces más que un profesor o un investigador universitario del más alto nivel. Ya no digamos la diferencia con los salarios mínimos, que son los que obtienen la mayoría de los mexicanos cuando cuentan con un empleo. Es una obscenidad, y lo peor es que a pesar de tales remuneraciones han demostrado que no actúan de acuerdo con su conciencia, o que ésta ha sido comprada infinidad de veces.

Se argumentará que las decisiones que tiene que tomar un académico universitario no tienen la misma trascendencia que las de un juez o un consejero. Que no es lo mismo poner un 10 de calificación o un 5 que decidir controversias constitucionales o dictaminar sobre la culpabilidad de tal y cual. ¿Y? Cada quien realiza su función, y actuar con responsabilidad y justicia cuesta lo mismo, en términos de conciencia, para dictaminar una calificación o aprobar una tesis de grado que para calificar un proceso electoral o un acto delictivo. En todos los casos se toman decisiones y éstas son igualmente difíciles cuando se trata de hacer justicia, con un alumno o con un presunto delincuente, con la opinión de un articulista sobre las libertades o los derechos constitucionales o con el dictamen de un ministro de la Suprema Corte sobre lo mismo. La diferencia, en todo caso, consiste en que un académico-articulista puede ser convencido, con argumentos y datos, de que está equivocado y cambiar sus puntos de vista si se es razonable, en tanto que los dictámenes de un juez son inapelables y una vez subidos en su burro nadie los baja de ahí, por más argumentos que les demos desde la tribuna ciudadana que, obviamente, no tiene poder. (Aquello de que la prensa era el cuarto poder es cosa del pasado, y más con los panistas que ni leen el periódico.)
Por otro lado, si vamos al valor de la trascendencia en las decisiones, al margen de lo que yo piense sobre la legitimidad de Calderón, éste debería ganar mayor sueldo que los ministros y demás, pero no es el caso. Aun así, si hablamos de sueldos y tomamos en cuenta que los salarios en Estados Unidos son, por un mismo trabajo promedio, unas 13 veces más altos que en México, las remuneraciones de Calderón y de los jueces, consejeros, diputados, etcétera, deberían ser 13 veces menores que los de sus pares en aquel país, el más poderoso del planeta. Tampoco es el caso, al contrario, casi son iguales, y en algunos casos superiores.

Quiero dejar claro que no soy de los que piensan que reducir el salario de los servidores públicos a la mitad sea la panacea económica del país, aunque en algo ayudaría en la crisis que vivimos y sería una señal de solidaridad con el país en su conjunto. Mi argumento es que no hay proporción entre esas remuneraciones y las del resto de los empleados en México. Con lo que ha salido a la luz en la guerra absurda de Calderón contra el crimen organizado hemos podido corroborar que la corrupción se ha filtrado a las más altas esferas de la administración pública (federal, estatal y municipal), y esto a pesar de sus altos salarios. La conclusión sería que no son éstos los que inhibirían la corrupción, la venta de conciencias y de acciones, sino la fortaleza ética de las personas que, por lo visto, es escasa. La solución a la crisis no va, necesariamente, por la reducción de remuneraciones de quienes obtienen tanto dinero a cambio de su probada poca eficiencia, pero de que ofende, ofende.


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El cumpleaños del PRI*

Soledad Loaeza

Adiferencia de los coquetos, en lugar de quitarse la edad el PRI se empeña en parecer más viejo de lo que es. En sentido estricto este partido nació el 18 de enero de 1946, a ocho años del fallido Partido de la Revolución Mexicana (PRM) que vio la luz por decreto presidencial en 1938, y a 17 años del Partido Nacional Revolucionario (PNR) que se formó en marzo de 1929 para dar una solución de largo plazo al problema siempre riesgoso de la sucesión en el poder. Así que en 2009 el PRI cumple 63 años y no 80, como dicen muchos, incluso priístas, que deben pensar todavía, como buenos gerontócratas chinos, cubanos y soviéticos, que la edad es un atributo del buen gobernante.

Si miramos los objetivos, los estatutos, las formas de organización y el discurso de cada uno de los tres partidos que formó la facción revolucionaria en el poder, los contrastes saltan a la vista. Por ejemplo, sus relaciones con el presidente de la República son un indicador importante de variaciones que eran mucho más que formalismos: el PNR era una especie de confederación de líderes revolucionarios, cuya relación con la Presidencia de la República era lejana, cuando no conflictiva; el PRM era un partido de trabajadores que tenía por objetivo organizar a obreros y campesinos en apoyo de la Presidencia de la República; y el PRI era (o es) un partido interclasista y nacionalista que hasta el 2000 estuvo sujeto a la autoridad presidencial. El propósito del PNR era aglutinar algo tan abstracto como la opinión revolucionaria, mientras que el PRM ostentaba el discurso de clase en boga en los años 30, en cambio el PRI era mucho más incluyente, porque surgió como un instrumento de unidad nacional.

Ciertamente, estas organizaciones tienen en común un vínculo muy estrecho con el Estado que se traducía en autonomía limitada para el partido, porque cada uno de ellos estuvo siempre sometido a la autoridad estatal. La relación entre el partido y el Estado fue más ambigua en el caso del PNR; Plutarco Elías Calles convocó su formación cuando era presidente de la República, pero había dejado de serlo cuando se celebró la primera asamblea del nuevo partido, aunque el jefe máximo lo controló hasta 1936 pese a que no ocupaba ninguna posición en el gobierno –salvo por unos cuantos meses en la Secretaría de Guerra a partir de marzo de 1929– ni en la dirigencia partidista. Haciendo a un lado los lugares comunes que repetimos desde hace décadas, el PRM que creó el presidente Cárdenas fue el primer partido de Estado, que incorporaba incluso al Ejército, mientras que el PNR fue el partido de la claque callista.
Si miramos la historia de la fundación del PRI sin los prejuicios que la oscurecen, nos topamos con la sorpresa de que el partidazo –como lo llamaban en sus tiempos de arrogancia los priístas– en realidad nació de un proyecto derrotado del entonces presidente, Manuel Ávila Camacho. Desde 1940 se hablaba de la necesidad de reformar el PRM, que tenía dos años de vida, pero la alternativa se pospuso hasta 1944. En septiembre de ese año los legisladores recibieron esbozos de los documentos fundacionales de un Partido Democrático Nacional diseñado según el modelo liberal, radicalmente distinto al partido de corporaciones del cardenismo; por ejemplo, introducía el voto individual para la elección de los candidatos a senadores y diputados. Se rumoraba que la propuesta venía de la Presidencia de la República –y hay evidencia histórica de que así fue– pero la discusión pública de este asunto tuvo que esperar hasta finales de 1945, una vez que el PRM había lanzado la candidatura de Miguel Alemán. El presidente Ávila Camacho hubiera deseado que el nuevo partido organizara desde sus inicios la campaña presidencial, en primer lugar, la designación de su candidato; sin embargo, el sector obrero, en particular la Confederación de Trabajadores de México (CTM), se opuso en forma terminante al proyecto avilacamachista, y condicionó su apoyo a Alemán a que la convocatoria del partido para la elección del candidato se hiciera en los términos que estipulaba el PRM, que mantenía el sistema de convenciones y el voto corporativo.

No quedó ahí el condicionamiento cetemista a la propuesta presidencial. En enero de 1946, los sectores firmaron los estatutos del nuevo partido –de cuyo nombre había desaparecido la palabra democrático, desplazada por revolucionario–, pero añadieron un pacto que atribuía a los sectores la facultad de postular los candidatos a los cargos de elección y a los órganos de dirigencia del partido. Así se vino abajo la posibilidad de que hubiera elecciones primarias en el PRI; en 1950 una reforma estatutaria las eliminó por completo, pero en ese cambio muy poco tuvieron que ver los obreros, a quienes únicamente se notificó la decisión del presidente Alemán.

Cumplir años siempre es mejor que dejar de cumplirlos, pero cada aniversario será más cansado si no se vive como una renovación, sino como una experiencia inercial.

http://soledadloaeza.com.mx/

*Tomados de La Jornada.