El miedo como distracción*
Tomados de La Jornada, El Fisgón, Helguera, Hernández y Rocha y El Universal, Helioflores.
Octavio Rodríguez Araujo
El año pasado escribí en estas páginas que la política del miedo es deliberada. Y citando a Furedi, decía que es un proyecto manipulador que intenta inmovilizar la inconformidad pública”, por lo que se inventan o se exageran miedos como una pandemia de gripe, el calentamiento global como fatalidad que acabará con el planeta, la obesidad o el tabaco como epidemias que matarán a millones de personas, o el narcotráfico y el terrorismo que amenazan nuestra vida cotidiana y nuestra paz y tranquilidad. Para Hobbes –señalaba Furedi–, uno de los principales objetivos del cultivo del miedo era neutralizar cualquier impulso radical de experimentación social a futuro. Para lograr este objetivo Hobbes argumentaba que la gente debe ser persuadida de que entre menos desafía el estado de cosas y al poder, mayores ventajas habrá para la comunidad y para los individuos. Esto es, la aceptación y no la protesta, el conformismo y no la búsqueda de cambios (porque éstos también dan miedo). En 2006 se usó la expresión “es un peligro contra México”, en referencia a López Obrador, con la misma intención de provocar miedo, al personaje y a sus propuestas de cambios, y para afirmar en la población la aceptación de su circunstancia (mala pero conocida), es decir su conservadurismo conformista.
La estrategia del miedo suele ser empleada por los gobiernos para sumar apoyos en una perversa lógica de unidad nacional. Bush usó esta estrategia a partir del 11 de septiembre de 2001 y gracias al miedo que generaron los cuestionados ataques terroristas de esa fecha se pudo imponer, con pocas protestas en su contra, la Ley Patriótica, que ha disminuido considerablemente las libertades ciudadanas en ese país al mismo tiempo que ha aumentado la discriminación activa a los árabes y musulmanes o quienes parezcan serlo.
En México Calderón quiso usar la misma estrategia al lanzarse a una guerra contra un enemigo supuestamente común de todos los mexicanos: el narcotráfico, y para no quedarse atrás de Bush, lanzó su iniciativa de Ley de Seguridad Nacional (todavía no aprobada por el Congreso de la Unión). Pero en tanto el gobierno de Washington creaba un enemigo externo Calderón magnificaba un enemigo interno. La diferencia no es menor: allá se invadía a otras naciones y los muertos han sido en su mayoría extranjeros en sus respectivos países. Acá los muertos son mexicanos e inmigrantes centroamericanos de paso por nuestro país, y por más que el titular del Ejecutivo y sus secretarios se desgañiten diciendo que gobierno y sociedad deben trabajar juntos para abatir al crimen organizado y que la seguridad concierne a todos (Blake), amplios sectores de la población no les creen pues los muertos forman parte de ellos mismos y no son extranjeros en países lejanos.
Sin embargo (y aquí está el punto central), la insistencia en la unidad nacional no ha menguado, como tampoco la política del miedo como fórmula distractora para que la sociedad, si acaso, proteste por sus muertos y la inseguridad, pero no por su situación estructural de pobreza y ausencia de expectativas.
La estrategia es diabólica: entre más muertos haya, más vivos se sentirán afectados en carne propia o en la de sus familiares o amigos. Doloroso, sí, pero el miedo, en los cálculos del gobierno, crecerá, está creciendo, y si hay protestas –como las ha habido– éstas serán por la inseguridad, la impunidad de los criminales, la corrupción de los funcionarios, la indefensión de los ciudadanos en las calles y hasta en sus casas, pero no por las políticas públicas que han favorecido el crecimiento de la pobreza y la desigualdad. No parece casual que en las grandes marchas que ha habido en contra de la inseguridad, desde la de 1997 en la que participaron Calderón y su esposa con un banderín azul que decía “¡Ya basta!”, hasta la más reciente (mucho menos numerosa que las de 2004 y 2008, convocadas por las derechas), se haya hablado de unidad nacional, de un México unido y en contra de los partidos “que dividen” a la población. Incluso Javier Sicilia, que es considerado de izquierda en ciertos medios, habló en una entrevista de la necesidad de un “candidato de unidad nacional, tal vez ciudadano” (Milenio, 08/05/11), y acusó (elípticamente y como especulando a petición de su entrevistador) a López Obrador de dividir al país, como si no hubiera diferencias evidentes y constatables entre su población. Los cambios necesarios y un nuevo y distinto proyecto de nación para beneficio de los más y no de los menos, no han sido temas centrales en estas expresiones de protesta. Un cierto conformismo, conservador en el fondo, es el que está detrás de las protestas por la inseguridad del país que, siendo real e insoportable, no es el principal problema de los mexicanos.
El antídoto contra el miedo es la protesta. Pero para que ésta sea efectiva debe distinguirse con claridad quién ha provocado la política del miedo y para qué. Calderón pensó que con su política estimularía la unidad nacional en torno a su ilegítimo gobierno, que ganaría legitimidad combatiendo al crimen organizado y limpiándole el patio trasero (como nos ven) a Estados Unidos. Si no se distingue el para qué de la política del miedo provocada por Calderón como una estrategia de unidad nacional, de legitimidad y de distracción, se corre el riesgo de caer en la trampa de pedir la renuncia del secretario de Seguridad Pública (García Luna) y no la de Calderón (jefe del primero y responsable de lo que haga o deje de hacer), como exigían a gritos centenas de manifestantes el pasado domingo y frenados por el propio Sicilia con el argumento de que no se quiere más odio.
El miedo se ha usado siempre desde el poder como una medida de distracción frente a los problemas estructurales de mayor profundidad y alcance, y que muchos dan por “normales” cuando debieran ser los motivos de la protesta. No basta exigirle al gobierno protección ciudadana y seguridad, que desde luego debiera garantizar, sino políticas de desarrollo nacional que disminuyan la desigualdad, la pobreza, la falta de educación y empleo, la corrupción y la injusticia en general. Si Calderón no quiere o no puede, que renuncie. El problema es político, no de odios ni de simpatías (si acaso éstas existen).
http://rodriguezaraujo.unam.mx
*Tomado de La Jornada.
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