Tomados de La Jornada, Hernández y Rocha y El Universal, Naranjo.
Miguel Ángel Granados Chapa
MÉXICO, D.F., 3 de abril.- El Acuerdo para la Cobertura Informativa de la Violencia, suscrito el jueves 24 de marzo al conjuro de Televisa, cuenta con una suerte de post scriptum titulado “Respaldo social”. Lo suscriben agrupaciones empresariales y civiles que acompañan esta porción de la Iniciativa México, la magna operación propagandística y política mediante la cual el consorcio principal de la televisión abierta diseña la república que quiere.
En la época del corporativismo social priista a esas agrupaciones se las llamaba “las fuerzas vivas de México”. Eran el sector participante de una sociedad muda y quieta. Se las autorizaba a funcionar siempre y cuando no infringieran las normas del respeto a lo establecido y de asentimiento a las concepciones políticas y sociales fraguados en lo alto y desde allí distribuidas al cuerpo social. En cierta etapa del desarrollo civil, influido por los términos de la sociología cristiana, se las llamaba sociedades intermedias, situadas a medio camino entre los individuos y el Estado.
Algunas de ellas estaban organizadas por el propio Estado. Tal era el caso de las agrupaciones de representación empresarial. Se regían por una ley que hacía obligatoria la afiliación en cámaras y la unión de éstas en federaciones y confederaciones. Muy pocas agrupaciones escapaban a esta vertebración forzada. El ejemplo más claro fue la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex), organizada conforme a la Ley Federal del Trabajo como sindicato patronal. Los centros con que funcionaba en las principales ciudades del país eran fermento de reclamos y protestas, aunque casi siempre se mantuvieron alineadas con el gobierno.
Así no fuera directamente, la Coparmex alentó o sirvió de ejemplo a agrupaciones voluntarias de empresarios. Algunas de las más relevantes fueron el Consejo Mexicano de Hombres de Negocios y, después, el Consejo Coordinador Empresarial (CCE). Con la virtual pérdida de vigencia de las leyes de cámaras de industria y comercio, y luego con su anulación judicial, floreció el agrupamiento de sectores empresariales. Ejercen una notoria conciencia de clase, y la proclaman (a través, por ejemplo, del Consejo de la Comunicación, Voz de las Empresas) o del propio CCE, que en el proceso electoral de 2006 actuó como si fuera una organización partidaria cuyas intervenciones violentaron el orden legal.
Televisa convocó a agrupaciones de este género a la firma del Acuerdo mencionado y su respaldo social. Se agregaron a ellas asociaciones civiles surgidas sobre todo al calor de la inseguridad pública: Asociación Alto al Secuestro, Causa en Común, Consejo Ciudadano contra la Delincuencia, México SOS, México Unido contra la Delincuencia, Movimiento Pro Vecino.
Fue convocada la Comisión Mexicana de Derechos Humanos, que defiende la libertad de educación y la integridad de la vida. Pero otras agrupaciones del ramo, las organizaciones no gubernamentales, los centros de derechos humanos apoyados por órdenes y congregaciones religiosas, o por gobiernos diocesanos, quedan al margen de este llamado. No forman parte del México deseable. Ninguna de las agrupaciones fundadas por familiares de víctimas que lucharon por la justicia han expresado solidaridad a comités populares que persiguen el mismo objeto. Salvo que me equivoque, la señora Isabel Miranda de Wallace, tan bien recibida en los círculos gubernamentales y en los medios, jamás se reunió o expresó solidaridad a la señora Marisela Escobedo, o a la familia Reyes Salazar, víctimas de un afán formalmente semejante. En esas luchas todos somos iguales, aunque haya unos más iguales que otros.
Como en un sarao, la representación de esa escogida sociedad civil otorgó su “respaldo social” al acuerdo sobre información, y los vistosos logotipos de sus organizaciones adornaron las planas donde se desplegaron esos documentos. Los firmantes atribuyeron un excesivo valor al Acuerdo, pues lo tienen como “iniciativa de los medios que valoramos y reconocemos como esencial para la efectiva contención de la violencia que genera la delincuencia organizada”.
Si bien reconocen la responsabilidad del Estado en garantizar la seguridad de la sociedad, proclamaron lo que les corresponde hacer:
“En el ámbito de responsabilidades cívicas y sociales que corresponde a cada uno de nosotros, expresamos nuestra determinación de emprender todas aquellas acciones que contribuyan a la consolidación del estado de derecho, sabedores de que sólo en el marco de ese estado es posible la vida democrática y el goce pleno de los derechos fundamentales que consagra nuestra Constitución.”
Es deseable que este pronunciamiento no esté constituido sólo por palabras huecas. Es que las agrupaciones que lo signan son dadas a suscribir compromisos que duran lo que un suspiro. Por sólo citar un ejemplo de dichos no avalados por los hechos, conviene recordar el Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad, fechado el 22 de agosto de 2008, y convertido en letra muerte apenas se cerraron los elegantes cartapacios en que fue guardado.
Impulsado por el gobierno de la República, al calor de una oleada de crímenes en que sobresalió el secuestro y asesinato de Fernando Martí, el Acuerdo impuso deberes a fecha fija al Ejecutivo federal, a los poderes Legislativo y Judicial, a los gobiernos estatales y municipales. Pocos compromisos de esa índole se cumplieron y ya nadie los recuerda. Menos están en la memoria colectiva, porque no corresponden a deberes legalmente establecidos, los compromisos de “los integrantes del sector productivo”, las asociaciones religiosas, “las organizaciones de la sociedad civil”, los medios de comunicación.
Con diferentes formulaciones, esos grupos se comprometieron a promover “la cultura de la legalidad” y a incrementar “contenidos que fomenten la cultura de la legalidad”.
¿Recuerda usted que alguien haya procedido en esa dirección? ¿Tuvo noticia de que las Iglesias fomentaran “en sus programas de difusión, en sus edificios, en sus templos, en sus lugares de oración”, la cultura de la legalidad y de la seguridad?
¿Es probable que el “respaldo social” ahora ofrecido tenga mayor sustancia? Temo que no.
*Tomado de la revista Proceso.
Miguel Ángel Granados Chapa
MÉXICO, D.F., 3 de abril.- El Acuerdo para la Cobertura Informativa de la Violencia, suscrito el jueves 24 de marzo al conjuro de Televisa, cuenta con una suerte de post scriptum titulado “Respaldo social”. Lo suscriben agrupaciones empresariales y civiles que acompañan esta porción de la Iniciativa México, la magna operación propagandística y política mediante la cual el consorcio principal de la televisión abierta diseña la república que quiere.
En la época del corporativismo social priista a esas agrupaciones se las llamaba “las fuerzas vivas de México”. Eran el sector participante de una sociedad muda y quieta. Se las autorizaba a funcionar siempre y cuando no infringieran las normas del respeto a lo establecido y de asentimiento a las concepciones políticas y sociales fraguados en lo alto y desde allí distribuidas al cuerpo social. En cierta etapa del desarrollo civil, influido por los términos de la sociología cristiana, se las llamaba sociedades intermedias, situadas a medio camino entre los individuos y el Estado.
Algunas de ellas estaban organizadas por el propio Estado. Tal era el caso de las agrupaciones de representación empresarial. Se regían por una ley que hacía obligatoria la afiliación en cámaras y la unión de éstas en federaciones y confederaciones. Muy pocas agrupaciones escapaban a esta vertebración forzada. El ejemplo más claro fue la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex), organizada conforme a la Ley Federal del Trabajo como sindicato patronal. Los centros con que funcionaba en las principales ciudades del país eran fermento de reclamos y protestas, aunque casi siempre se mantuvieron alineadas con el gobierno.
Así no fuera directamente, la Coparmex alentó o sirvió de ejemplo a agrupaciones voluntarias de empresarios. Algunas de las más relevantes fueron el Consejo Mexicano de Hombres de Negocios y, después, el Consejo Coordinador Empresarial (CCE). Con la virtual pérdida de vigencia de las leyes de cámaras de industria y comercio, y luego con su anulación judicial, floreció el agrupamiento de sectores empresariales. Ejercen una notoria conciencia de clase, y la proclaman (a través, por ejemplo, del Consejo de la Comunicación, Voz de las Empresas) o del propio CCE, que en el proceso electoral de 2006 actuó como si fuera una organización partidaria cuyas intervenciones violentaron el orden legal.
Televisa convocó a agrupaciones de este género a la firma del Acuerdo mencionado y su respaldo social. Se agregaron a ellas asociaciones civiles surgidas sobre todo al calor de la inseguridad pública: Asociación Alto al Secuestro, Causa en Común, Consejo Ciudadano contra la Delincuencia, México SOS, México Unido contra la Delincuencia, Movimiento Pro Vecino.
Fue convocada la Comisión Mexicana de Derechos Humanos, que defiende la libertad de educación y la integridad de la vida. Pero otras agrupaciones del ramo, las organizaciones no gubernamentales, los centros de derechos humanos apoyados por órdenes y congregaciones religiosas, o por gobiernos diocesanos, quedan al margen de este llamado. No forman parte del México deseable. Ninguna de las agrupaciones fundadas por familiares de víctimas que lucharon por la justicia han expresado solidaridad a comités populares que persiguen el mismo objeto. Salvo que me equivoque, la señora Isabel Miranda de Wallace, tan bien recibida en los círculos gubernamentales y en los medios, jamás se reunió o expresó solidaridad a la señora Marisela Escobedo, o a la familia Reyes Salazar, víctimas de un afán formalmente semejante. En esas luchas todos somos iguales, aunque haya unos más iguales que otros.
Como en un sarao, la representación de esa escogida sociedad civil otorgó su “respaldo social” al acuerdo sobre información, y los vistosos logotipos de sus organizaciones adornaron las planas donde se desplegaron esos documentos. Los firmantes atribuyeron un excesivo valor al Acuerdo, pues lo tienen como “iniciativa de los medios que valoramos y reconocemos como esencial para la efectiva contención de la violencia que genera la delincuencia organizada”.
Si bien reconocen la responsabilidad del Estado en garantizar la seguridad de la sociedad, proclamaron lo que les corresponde hacer:
“En el ámbito de responsabilidades cívicas y sociales que corresponde a cada uno de nosotros, expresamos nuestra determinación de emprender todas aquellas acciones que contribuyan a la consolidación del estado de derecho, sabedores de que sólo en el marco de ese estado es posible la vida democrática y el goce pleno de los derechos fundamentales que consagra nuestra Constitución.”
Es deseable que este pronunciamiento no esté constituido sólo por palabras huecas. Es que las agrupaciones que lo signan son dadas a suscribir compromisos que duran lo que un suspiro. Por sólo citar un ejemplo de dichos no avalados por los hechos, conviene recordar el Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad, fechado el 22 de agosto de 2008, y convertido en letra muerte apenas se cerraron los elegantes cartapacios en que fue guardado.
Impulsado por el gobierno de la República, al calor de una oleada de crímenes en que sobresalió el secuestro y asesinato de Fernando Martí, el Acuerdo impuso deberes a fecha fija al Ejecutivo federal, a los poderes Legislativo y Judicial, a los gobiernos estatales y municipales. Pocos compromisos de esa índole se cumplieron y ya nadie los recuerda. Menos están en la memoria colectiva, porque no corresponden a deberes legalmente establecidos, los compromisos de “los integrantes del sector productivo”, las asociaciones religiosas, “las organizaciones de la sociedad civil”, los medios de comunicación.
Con diferentes formulaciones, esos grupos se comprometieron a promover “la cultura de la legalidad” y a incrementar “contenidos que fomenten la cultura de la legalidad”.
¿Recuerda usted que alguien haya procedido en esa dirección? ¿Tuvo noticia de que las Iglesias fomentaran “en sus programas de difusión, en sus edificios, en sus templos, en sus lugares de oración”, la cultura de la legalidad y de la seguridad?
¿Es probable que el “respaldo social” ahora ofrecido tenga mayor sustancia? Temo que no.
*Tomado de la revista Proceso.
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