Mar de Historias*
Tomado de La Jornada, Hernández.
Buena memoria
Cristina Pacheco
El sonoro bostezo de mi tío Daniel le puso fin a la reunión. Hilda, su segunda mujer, nos sonrió: Creo que mejor nos vamos porque si no mi viejo se va a quedar dormido y no hay dios que lo levante”. Mi hermano Víctor se desperezó: “Mañana salgo para Guadalajara. El viaje en la camioneta es pesadísimo y tengo que acostarme temprano. Chaparrita, ¿nos vamos?” Mi cuñada Áurea suspiró resignada: “Ya se me había olvidado que tengo que prepararle la maleta”. “Que se la haga él”, dijo mi prima Estela. “No le des malos consejos”, le respondió mi hermano y nos reímos. “Cuéntenme el chiste”, nos gritó mi primo Esteban desde el balcón adonde había salido para fumarse un cigarro. “Deja eso. ¡Te va a matar!”, le aconsejó mi tío Daniel mientras Hilda lo ayudaba a ponerse el saco.
Mi sobrina Beatriz, ya con el suéter en la mano, se ofreció para ayudarme a levantar la mesa. Le dije que no era necesario. Mi tía Rosario guardó en su enorme bolsa el tupper en que le puse restos del asado: “Te quedó riquísimo. Me lo voy a comer mañana”. Heidi, la novia de Esteban, que se había mantenido callada durante toda la reunión, por desgracia abrió la boca: “Pensaba que allí las personas tienen que comer lo que les dan”.
La única que no asumió la pregunta como una impertinencia fue mi tía Rosario: “¡Para nada! Al contrario, temprano pasan a preguntarnos qué se nos antoja para comer. En la Residencia el servicio es buenísimo y, créeme, si de algo no me arrepiento es de haberme ido a vivir allí en vez de convertirme en la pobre-tía-viuda que se vuelve una lata”. Mi hermano y mi cuñada se ofrecieron a llevarla a la Residencia. Ella aceptó enseguida: “Así me ahorro lo del taxi”.
En la puerta nos abrazamos todos. Áurea propuso que nos volviéramos a reunir pronto. Me pareció buena idea. Mi tío Daniel se acercó: “Pero que de veras sea pronto, ¿eh? Si te tardas a lo mejor para cuando vuelva a visitarte ya no me acuerdo de nada”. Lo odié por un momento y más cuando Hilda, con su eterna mirada perruna, le dijo a su marido: “¡Qué va! Si tienes memoria de elefante”. “Felicidades. Tu departamento está precioso”, me gritó la tía Rosario luchando por entrar en el automóvil de Víctor.
Cuando vi la calle desierta sentí alivio de que todos se hubieran ido. No era justo. La reunión había sido muy cordial a pesar de los inevitables comentarios acerca de los horrores del mundo, los problemas económicos, las enfermedades y las desgracias personales. Aun así me había dejado una sensación de malestar que atribuí a la buena memoria de mi tío Daniel.
II
Él y su mujer fueron los últimos en presentarse a la comida. Sólo entonces les hice a mis invitados el recorrido por mi departamento. Lo elegí porque es amplio y tiene un pasillo largo en donde pude colgar los retratos familiares que más quiero. Allí están mis padres, mis abuelos, primos, tíos y muchos otros parientes a los que apenas traté pero de los que guardo bellos recuerdos.
Cuando llegué aquí hace tres años lo primero que hice fue colgar los retratos que había conservado en cajas. Me resultó difícil decidir en qué orden ponerlos. Opté por el método más lógico: los distribuí de acuerdo con la jerarquía familiar y por el trato que, según mis recuerdos y vagas referencias, habían tenido entre ellos.
En un extremo del pasillo –mi galería, como la llamo– acomodé el retrato de Emmanuel. Sin apellidos, sin fechas de nacimiento o muerte, su nombre está en el reverso de la foto. Asocio la letra, hermosa y bien dibujada a la franqueza y jovialidad de Emmanuel. Sin ser mi primo siempre lo he llamado así. Es el personaje con el que más hablo, a quien le cuento mis cosas más íntimas.
Me gusta vivir sola, pero hay momentos en que me pesa. Entonces recorro el pasillo y me hago las ilusiones de que mi familia sigue siendo numerosa y unida. La realidad es otra. Quedamos pocos. Las distancias y los horarios nos separan cada día más. Nos juntamos de vez en cuando y por lo general en circunstancias dramáticas. Hace años que nacimientos y bodas no son la causa de nuestros encuentros.
Nos estamos acabando. Por eso me pareció importante reunir a mi familia. Los invité con el pretexto de mostrarles mi departamento. Llevo tres años viviendo aquí. Aún no termino de amueblarlo, pero tengo lo principal: cocina (“¡Qué amplia!”), sala (“Le pega muy buena luz”), comedor (“La mesa es muy grande para ti solita”), recámara (“Píntala de ostión: ese color se ensucia menos que el blanco”).
Dejé para el último mi sitio predilecto: el pasillo con los retratos en donde toda mi familia aparece orgullosa, sonriente, completa: viva. Seguiría viéndola así de no haber sido porque se me ocurrió darles a mis invitados una breve explicación: “el retrato de mi tía Consuelo está junto al de su media hermana, Herminia, porque se adoraban”. Mi tío Daniel se volvió hacia mí: “¡Estás loca! De chicas se llevaban más o menos, pero ya de grandes se distanciaron y acabaron odiándose. No fue para menos. Imagínate que Consuelo huyó con el novio de Herminia. Cuando Chelo murió la otra no quiso ir a su entierro. Así que mejor separa los retratos”.
La tía Rosario le reprochó a su hermano que hubiera recordado el sombrío capítulo familiar. Los demás lo tomaron a broma y siguieron mirando las imágenes. La más interesada era Heidi: “¿Y esta señora que está junto al calvito de lentes?” “Es mi madrina Abigail”. “¿Y el señor?”, insistió mi futura cuñada. “Su papá. Era miniaturista. Dicen que hacía unas joyas preciosas”.
Mi tío Daniel nos miró a todos: “pues sí, pero como padre fue pésimo y tacaño como pocos, hasta con su hija. Llevaba la cuenta de todo lo que invertía en Abigail, y cuando ella comenzó a trabajar hizo que le pagara hasta el último centavo. No creo que tu madrina esté muy contenta compartiendo estelares con su miserable padre. Mejor cuelga su retrato lejecitos de él”.
Por cortesía acepté la sugerencia: “Ah, ya sé. Voy a ponerlo al lado de mis papás”. Mi tío Daniel, como decano de la familia, volvió a ejercer su derecho de informante: “No. A tu madre le disgustaría. Siempre tuvo sospechas de que entre ella y tu padre hubo algo medio… tú sabes”. “¿De dónde sacas eso?”, le preguntó mi hermano Víctor. El tío se golpeó la frente con el índice: “De aquí… Me acuerdo muy bien de un pleitazo que tuvieron por ese motivo”. Hilda celebró la respuesta: “Créanle. Nunca falla. Mi marido se acuerda de todo, hasta de mi edad, por desgracia”. Reí sin ganas.
Víctor se dio cuenta de mi incomodidad y quiso salvarme: “Luego sigues mostrándonos tu galería. ¿No tendrás por allí un roncito?” Los invité a que pasaran al comedor, pero mi tío Daniel descubrió el retrato de Emmanuel: “¿Quién es?” Se lo dije. Él se puso los lentes para ver de lejos: “No lo recuerdo”. Me dio gusto comprobar una falla en tan nociva memoria: “Era hijo de doña Celia. Mi mamá y ella fueron muy amigas desde chicas. De seguro la conociste”. Sin apartar los ojos del retrato mi tío buscó un mejor observatorio: “A ella sí, claro, pero a ese muchacho no. Es más, que yo recuerde, Celia nunca tuvo hijos”.
Me desesperé: “pero, ¡cómo no! Las pocas veces que venían de Celaya a México para consultas médicas se quedaban en la casa. Mi mamá quería mucho a Emmanuel. Era siete años mayor que yo y nos decíamos primos”. Mi hermano gritó desde la sala que las cubas estaban listas. Me sentí feliz de no tener que seguir luchando contra la obstinación de mi tío; en cambio él se mostró dispuesto a solucionar la incógnita que ponía en entredicho su buena memoria: “¡Ya vamos! A ver, déjame bajar el retrato. Si lo veo de cerca, seguro lo reconozco”.
Con expresión detectivesca se puso a observar la foto: “no me dice nada. Explícame ¿de dónde la sacaste? ¿Quién te la dio?” “Nadie. Cuando murió mi mamá recogí las que ella tenía en su ropero porque a Víctor no le interesaron”. Mi tío devolvió el cuadro a su sitio, se quitó los lentes y dio su veredicto: “lo dicho: Celia nunca tuvo una familia. No sé quién será el hombre de la foto, pero desde luego no fue amigo ni conocido de la familia. La prueba es que no lo recuerdo y yo nunca olvido una cara”. Su mujer, que se había acercado para ofrecerle una botana, escuchó esas últimas palabras y me aconsejó: “hazle caso a Dany. Acuérdate que tiene memoria de elefante. Vénganse, vámonos a la sala”.
Durante la comida abundaron los elogios para la cualidad que distinguía a mi tío y sin embargo para mí era abominable: su infalibilidad acababa de destruir la imagen ideal de mi familia y había convertido a Emmanuel en mi invención. Pasé el resto de la tarde intranquila. Cuando mis invitados se despidieron regresé al departamento y corrí al pasillo. Me sentí feliz de ver en su sitio el retrato de mi primo. Tal vez, en efecto, sea un fantasma. No me importa. Para mí seguirá siendo el personaje más real de mi galería.
Cristina Pacheco
El sonoro bostezo de mi tío Daniel le puso fin a la reunión. Hilda, su segunda mujer, nos sonrió: Creo que mejor nos vamos porque si no mi viejo se va a quedar dormido y no hay dios que lo levante”. Mi hermano Víctor se desperezó: “Mañana salgo para Guadalajara. El viaje en la camioneta es pesadísimo y tengo que acostarme temprano. Chaparrita, ¿nos vamos?” Mi cuñada Áurea suspiró resignada: “Ya se me había olvidado que tengo que prepararle la maleta”. “Que se la haga él”, dijo mi prima Estela. “No le des malos consejos”, le respondió mi hermano y nos reímos. “Cuéntenme el chiste”, nos gritó mi primo Esteban desde el balcón adonde había salido para fumarse un cigarro. “Deja eso. ¡Te va a matar!”, le aconsejó mi tío Daniel mientras Hilda lo ayudaba a ponerse el saco.
Mi sobrina Beatriz, ya con el suéter en la mano, se ofreció para ayudarme a levantar la mesa. Le dije que no era necesario. Mi tía Rosario guardó en su enorme bolsa el tupper en que le puse restos del asado: “Te quedó riquísimo. Me lo voy a comer mañana”. Heidi, la novia de Esteban, que se había mantenido callada durante toda la reunión, por desgracia abrió la boca: “Pensaba que allí las personas tienen que comer lo que les dan”.
La única que no asumió la pregunta como una impertinencia fue mi tía Rosario: “¡Para nada! Al contrario, temprano pasan a preguntarnos qué se nos antoja para comer. En la Residencia el servicio es buenísimo y, créeme, si de algo no me arrepiento es de haberme ido a vivir allí en vez de convertirme en la pobre-tía-viuda que se vuelve una lata”. Mi hermano y mi cuñada se ofrecieron a llevarla a la Residencia. Ella aceptó enseguida: “Así me ahorro lo del taxi”.
En la puerta nos abrazamos todos. Áurea propuso que nos volviéramos a reunir pronto. Me pareció buena idea. Mi tío Daniel se acercó: “Pero que de veras sea pronto, ¿eh? Si te tardas a lo mejor para cuando vuelva a visitarte ya no me acuerdo de nada”. Lo odié por un momento y más cuando Hilda, con su eterna mirada perruna, le dijo a su marido: “¡Qué va! Si tienes memoria de elefante”. “Felicidades. Tu departamento está precioso”, me gritó la tía Rosario luchando por entrar en el automóvil de Víctor.
Cuando vi la calle desierta sentí alivio de que todos se hubieran ido. No era justo. La reunión había sido muy cordial a pesar de los inevitables comentarios acerca de los horrores del mundo, los problemas económicos, las enfermedades y las desgracias personales. Aun así me había dejado una sensación de malestar que atribuí a la buena memoria de mi tío Daniel.
II
Él y su mujer fueron los últimos en presentarse a la comida. Sólo entonces les hice a mis invitados el recorrido por mi departamento. Lo elegí porque es amplio y tiene un pasillo largo en donde pude colgar los retratos familiares que más quiero. Allí están mis padres, mis abuelos, primos, tíos y muchos otros parientes a los que apenas traté pero de los que guardo bellos recuerdos.
Cuando llegué aquí hace tres años lo primero que hice fue colgar los retratos que había conservado en cajas. Me resultó difícil decidir en qué orden ponerlos. Opté por el método más lógico: los distribuí de acuerdo con la jerarquía familiar y por el trato que, según mis recuerdos y vagas referencias, habían tenido entre ellos.
En un extremo del pasillo –mi galería, como la llamo– acomodé el retrato de Emmanuel. Sin apellidos, sin fechas de nacimiento o muerte, su nombre está en el reverso de la foto. Asocio la letra, hermosa y bien dibujada a la franqueza y jovialidad de Emmanuel. Sin ser mi primo siempre lo he llamado así. Es el personaje con el que más hablo, a quien le cuento mis cosas más íntimas.
Me gusta vivir sola, pero hay momentos en que me pesa. Entonces recorro el pasillo y me hago las ilusiones de que mi familia sigue siendo numerosa y unida. La realidad es otra. Quedamos pocos. Las distancias y los horarios nos separan cada día más. Nos juntamos de vez en cuando y por lo general en circunstancias dramáticas. Hace años que nacimientos y bodas no son la causa de nuestros encuentros.
Nos estamos acabando. Por eso me pareció importante reunir a mi familia. Los invité con el pretexto de mostrarles mi departamento. Llevo tres años viviendo aquí. Aún no termino de amueblarlo, pero tengo lo principal: cocina (“¡Qué amplia!”), sala (“Le pega muy buena luz”), comedor (“La mesa es muy grande para ti solita”), recámara (“Píntala de ostión: ese color se ensucia menos que el blanco”).
Dejé para el último mi sitio predilecto: el pasillo con los retratos en donde toda mi familia aparece orgullosa, sonriente, completa: viva. Seguiría viéndola así de no haber sido porque se me ocurrió darles a mis invitados una breve explicación: “el retrato de mi tía Consuelo está junto al de su media hermana, Herminia, porque se adoraban”. Mi tío Daniel se volvió hacia mí: “¡Estás loca! De chicas se llevaban más o menos, pero ya de grandes se distanciaron y acabaron odiándose. No fue para menos. Imagínate que Consuelo huyó con el novio de Herminia. Cuando Chelo murió la otra no quiso ir a su entierro. Así que mejor separa los retratos”.
La tía Rosario le reprochó a su hermano que hubiera recordado el sombrío capítulo familiar. Los demás lo tomaron a broma y siguieron mirando las imágenes. La más interesada era Heidi: “¿Y esta señora que está junto al calvito de lentes?” “Es mi madrina Abigail”. “¿Y el señor?”, insistió mi futura cuñada. “Su papá. Era miniaturista. Dicen que hacía unas joyas preciosas”.
Mi tío Daniel nos miró a todos: “pues sí, pero como padre fue pésimo y tacaño como pocos, hasta con su hija. Llevaba la cuenta de todo lo que invertía en Abigail, y cuando ella comenzó a trabajar hizo que le pagara hasta el último centavo. No creo que tu madrina esté muy contenta compartiendo estelares con su miserable padre. Mejor cuelga su retrato lejecitos de él”.
Por cortesía acepté la sugerencia: “Ah, ya sé. Voy a ponerlo al lado de mis papás”. Mi tío Daniel, como decano de la familia, volvió a ejercer su derecho de informante: “No. A tu madre le disgustaría. Siempre tuvo sospechas de que entre ella y tu padre hubo algo medio… tú sabes”. “¿De dónde sacas eso?”, le preguntó mi hermano Víctor. El tío se golpeó la frente con el índice: “De aquí… Me acuerdo muy bien de un pleitazo que tuvieron por ese motivo”. Hilda celebró la respuesta: “Créanle. Nunca falla. Mi marido se acuerda de todo, hasta de mi edad, por desgracia”. Reí sin ganas.
Víctor se dio cuenta de mi incomodidad y quiso salvarme: “Luego sigues mostrándonos tu galería. ¿No tendrás por allí un roncito?” Los invité a que pasaran al comedor, pero mi tío Daniel descubrió el retrato de Emmanuel: “¿Quién es?” Se lo dije. Él se puso los lentes para ver de lejos: “No lo recuerdo”. Me dio gusto comprobar una falla en tan nociva memoria: “Era hijo de doña Celia. Mi mamá y ella fueron muy amigas desde chicas. De seguro la conociste”. Sin apartar los ojos del retrato mi tío buscó un mejor observatorio: “A ella sí, claro, pero a ese muchacho no. Es más, que yo recuerde, Celia nunca tuvo hijos”.
Me desesperé: “pero, ¡cómo no! Las pocas veces que venían de Celaya a México para consultas médicas se quedaban en la casa. Mi mamá quería mucho a Emmanuel. Era siete años mayor que yo y nos decíamos primos”. Mi hermano gritó desde la sala que las cubas estaban listas. Me sentí feliz de no tener que seguir luchando contra la obstinación de mi tío; en cambio él se mostró dispuesto a solucionar la incógnita que ponía en entredicho su buena memoria: “¡Ya vamos! A ver, déjame bajar el retrato. Si lo veo de cerca, seguro lo reconozco”.
Con expresión detectivesca se puso a observar la foto: “no me dice nada. Explícame ¿de dónde la sacaste? ¿Quién te la dio?” “Nadie. Cuando murió mi mamá recogí las que ella tenía en su ropero porque a Víctor no le interesaron”. Mi tío devolvió el cuadro a su sitio, se quitó los lentes y dio su veredicto: “lo dicho: Celia nunca tuvo una familia. No sé quién será el hombre de la foto, pero desde luego no fue amigo ni conocido de la familia. La prueba es que no lo recuerdo y yo nunca olvido una cara”. Su mujer, que se había acercado para ofrecerle una botana, escuchó esas últimas palabras y me aconsejó: “hazle caso a Dany. Acuérdate que tiene memoria de elefante. Vénganse, vámonos a la sala”.
Durante la comida abundaron los elogios para la cualidad que distinguía a mi tío y sin embargo para mí era abominable: su infalibilidad acababa de destruir la imagen ideal de mi familia y había convertido a Emmanuel en mi invención. Pasé el resto de la tarde intranquila. Cuando mis invitados se despidieron regresé al departamento y corrí al pasillo. Me sentí feliz de ver en su sitio el retrato de mi primo. Tal vez, en efecto, sea un fantasma. No me importa. Para mí seguirá siendo el personaje más real de mi galería.
*Tomado de La Jornada.
1 Comments:
que padre articulo =)
By Little Saiph, at 11:18 a.m.
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